DAVID BROOKS
IRITZIA

Risa nada graciosa

La filósofa Hannah Arendt, en una entrevista en 1974 con el escritor francés Roger Errera, eligió la cita de Brecht con la que inicio este artículo para argumentar que alguien como Hitler no puede ser considerado un idiota porque su proyecto fracasara, ni tampoco un gran hombre por las dimensiones de su proyecto. No era ni lo uno ni lo otro. Y recordó que antes de que tomara el poder la oposición le consideraba un idiota, y después, casi para justificar su triunfo, de repente lo convirtió en un gran –obviamente, no en el sentido positivo– hombre. Brecht agregó, según Arendt, que uno puede decir que la tragedia aborda los sufrimientos de la humanidad de una manera menos seria que la comedia. Para Arendt esto es cierto, porque «lo que verdaderamente es necesario, si uno desea mantener su integridad bajo estas circunstancias (…) es decir: ‘No importa lo que haga y si mató a diez millones de personas. Sigue siendo un payaso».

Arendt, como Orwell y un sinnúmero de otros escritores y filósofos que vivieron algunas de las épocas más oscuras de la historia moderna, se ha vuelto un referente urgente en la actual coyuntura en EEUU y en los intentos por buscar alguna manera de entender algo tan obsceno, patético y peligroso como es el fenómeno Trump. Arendt podría ser una reportera en la “era Trump”, que arrancó con, entre otras cosas, una gran ofensiva contra la prensa justo con el motivo que ella identificó hace más de cuarenta años: «En el momento en el que ya no contemos con una prensa libre, cualquier cosa puede suceder. Lo que permite gobernar a un totalitario o a cualquier otra clase de dictadura es que el pueblo no esté informado (...). Si todos siempre te mienten, la consecuencia no es que te crees las mentiras, sino más bien que ya nadie se cree nada (...). Y un pueblo que ya no puede creer en nada no puede tomar decisiones. Queda privado no solo de su capacidad de actuar, sino de su capacidad de pensar y de juzgar. Y con un pueblo así uno puede hacer lo que se le antoje».

El mundo tiene enfrente a un bufón peligroso: conservadores, liberales y progresistas advirtieron, aun antes de su elección, de que el fenómeno Trump es un proyecto neofascista, totalitario y/o plutocrático. Hasta el expresidente Barack Obama casi se ha atrevido a decirlo, al sugerir que si los estadounidenses no protegen su democracia Estados Unidos podría ir por el camino de la Alemania nazi.

Claro que Obama no ha asumido –como nunca lo ha hecho, igual que todas las fuerzas liberales a lo largo de la historia moderna en este y otros países– ninguna responsabilidad por la llegada de Trump. Cualquier estudiante crítico de historia sabe cómo el surgimiento de un fascista y su toma del poder –como el caso de Hitler– no se pueden explicar sin entender el papel trágico de las pugnas internas y, a veces, arrogantes de las fuerzas liberales y hasta progresistas, que le abren las puertas, claro, no a propósito. Hoy día, ante Trump esto se repite: las corrientes liberales –sobre todo el Partido Demócrata y su cúpula, junto con sus apologistas intelectuales– rehúsan aceptar la responsabilidad fundamental que les corresponde por el surgimiento y triunfo de este fenómeno. Siguen culpando a los rusos, o al exjefe de la FBI, a Wikileaks, y hasta al que ofrecía la mejor opción ante la amenaza neofascista, su propio senador Bernie Sanders. Con eso, siguen permitiendo la circulación de ese veneno que amenaza a la democracia que tanto dicen defender, mientras a veces parecen dedicar más tiempo a combatir corrientes más progresistas dentro y fuera de sus filas.

Hemos dejado atrás un año que ha puesto en jaque la viabilidad de lo que se llama democracia en Estados Unidos, y que literalmente amenaza al mundo. Ahora, aquí adentro se vive entre la persecución de los más vulnerables, los elogios y la justificación del racismo histórico, la ofensiva contra los derechos y libertades civiles, la destrucción abierta de normas laborales y ambientales resultado de luchas sociales, y con un depredador sexual en jefe apoyando a pedófilos y llamando mentirosa a cualquier mujer que no esté de acuerdo. Y, por supuesto, la degradación de cualquiera que se atreva a cuestionar la “realidad trumpiana”, sobre todo los periodistas. Ni qué hablar tiene de la amenaza que representa en otras partes del mundo (y al planeta en sí), desde Corea hasta Medio Oriente, Sudamérica y México.

Tal vez la risa indignada –y honesta– es vital frente a todo esto, como afirma Brecht. De hecho, grandes cómicos –Stephen Colbert, John Oliver, Noah Trevor, Samantha Bee, y todo un elenco de caricaturistas de prensa– son, por ahora, los mejores reporteros críticos de este momento. La risa a la que invitan es esencial para recordar que los enanos peligrosos en el poder no son grandes. Pero no es suficiente: necesitamos que despierten los gigantes dormidos en este país.