IKER FIDALGO
PANORAMIKA

Nombres

Mientras que como público nuestra labor parece reducirse a la visita y contemplación de propuestas de múltiple índole, el entramado del arte está conformado por muchos más elementos que la relación obra-espectador. Según el contexto donde se desarrolle cada iniciativa arrastra consigo una serie de mecanismos inherentes al mundo al que pertenece. Las fundaciones, los museos, los centros culturales, las galerías o los fondos públicos son conceptos que pueblan habitualmente el lenguaje del arte contemporáneo y que, desde su propia especificidad, son parte imprescindible del gran puzzle de la oferta cultural pública y privada. Cada fórmula requiere de procesos propios, que en ocasiones abarcan estrategias publicitarias que ayudan a adquirir renombre internacional o promueven la necesidad de baremar el éxito de un proyecto con cifras de afluencia que supongan un nuevo récord en la historia de un museo concreto. Entramos entonces en lenguajes y situaciones próximos a las lógicas del marketing y del turismo, mecanismos que funcionan como marca corporativa y que avalan cualquiera de las cosas que sucedan al abrigo de su espacio de legitimación. La apuesta por los nombres-marca entra en juego, asegurando un éxito mediático y una opción que el público general aceptará sin remilgos, acercándose al límite de la desactivación de cualquier opción contestataria que el legado de tal o cual artista de éxito pudiera aún conservar.

Hasta el 11 de marzo la figura de Eduardo Chillida (Donostia, 1924-2002) estará presente en el Museo de Arte e Historia de Durango. La muestra “Oihartzunak-Resonancias; 26 obras gráficas y un libro de artista” se programa con motivo de la reforma de las instalaciones que están llamadas a paliar las necesidades que acusaba la pinacoteca. Las 18 piezas que forman parte de la colección permanente se complementan gracias a los prestamos de la Fundación Chillida-Belzunce y el Museo Chillida-Leku, a lo que se le suma la publicación de un catálogo bilingüe. En cuanto al contenido de la exposición, la inapelable calidad del escultor hernaniarra en la faceta gráfica es un valor seguro para garantizar un éxito en nuestra visita.

“82 retratos y 1 bodegón” es el descriptivo título de la muestra protagonizada por el veterano David Hockney (Gran Bretaña, 1937) en el Museo Guggenheim de Bilbao. Hasta el 25 de febrero, el fruto de la colaboración con la Royal Academy of Arts de Londres puebla las paredes de una de las salas de la planta baja del museo bilbaino. Un fondo rojizo contrasta con una paleta de colores altamente contrastados. Un montaje que utiliza la línea del horizonte visual para disponer como piezas de dominó una colección perfectamente alineada capaz de desbordar una primera mirada general. Algo apabullante y con un interés que puede que resida más en la cadencia del ejercicio pictórico, perfectamente calculada (dedicando tres días a jornadas de siete horas para cada retrato) como un acto performático recreado desde la rutina y la dedicación del trabajo de estudio. 82 figuras de su entorno próximo interpelan frontalmente al público asistente. Una colección de vidas conscientes de su rol como modelos retratados posan de una manera solemne, casi hierática, dotando al acrílico azul de una tarea que pasa por homogeneizar las diferentes figuras que pueblan la sala. Entre todos ellos, un bodegón. Apenas un puñado de frutas apoyadas sobre una banqueta para una presencia que nunca acabará por llegar. Un gesto leve que nos lleva a pensar que la trascendencia de la vida es tan frágil como un plátano madurando al sol.