IBAI GANDIAGA
ARQUITECTURA

Reflejos a la orilla del Tajo

Verbos desconocidos –escribía el arquitecto y premio Pritzker Rem Koolhaas– e impensables en la historia de la arquitectura (grapar, pegar, plegar, verter, encolar, disparar, duplicar, fundir) se han vuelto indispensables». El holandés publicaba en 2002 este texto premonitorio sobre la arquitectura del nuevo milenio, imbuido como estaba en una nueva manera de trabajar esta disciplina.

Si pasamos por alto las cavernas neolíticas, podríamos decir que la arquitectura existe desde el momento en el que alguien quiso construir un refugio para guarecerse de los elementos. Esos refugios normalmente se hacían apilando diversas piezas, trabándolas entre sí, atándolas. Eran componentes pequeños que se juntaban para hacer un todo, como, por ejemplo, un muro de piedra: aunque las partes estén formadas por pequeños fragmentos –digamos, un ladrillo–, el resultante es monolítico, como un muro.

En la arquitectura de la que habla Koolhaas, las fachadas se hacen con módulos de acero y vidrio que han sido cortados por un robot de corte de control numérico, ensamblados en una fábrica y colocados con ayuda de una triangulación láser. La pieza está pensada para ser sustituida en cualquier momento, sin afectar al “todo”. Ese tipo de construcción permite crear formas geométricas curvas y sinuosas que, de modo tradicional, serían costosísimas o directamente imposibles de obtener.

En este nuevo tipo de arquitectura, que no usa escuadra y cartabón y que tiene casi más que ver con la construcción de yates que con la de edificios, nos encontramos con nombres propios como los de la difunta Zaha Hadid, Coop Himmelb(l)au, Alejandro Zaera, Frank Gehry o Greg Lynn.

La última adición a este listado de creadores es la de Amanda Levete, arquitecta británica y directora del estudio AL_A Architects, que ha encadenado tres importantes encargos consecutivos, haciéndose merecedora de dos importantes premios británicos: el Stirling –máximo galardón en arquitectura en Gran Bretaña–, así como el premio Jane Drew, entregado a aquellos que han favorecido el progreso de las mujeres en la industria.

Si bien su estilo orgánico, paramétrico, alejado de la práctica habitual de la arquitectura, puede verse en obras como la nueva entrada y galería subterránea del Museo Victoria & Albert de Londres o en la torre Central Embassy de Bangkok, su obra más redonda, el Museo de Arte y Arquitectura de Lisboa, se presentó al público hace poco más de un año, contando con el trabajo del estudio de Aires Mateus como apoyo.

Portugal está viviendo un pequeño milagro, habiendo reducido el déficit fiscal a la mitad hasta alcanzar el 2,1% del PIB, nada mal para un país que fue rescatado hace seis años. La alianza de izquierda ha cosechado el mejor resultado económico desde la transición a la democracia, en 1974, y la arquitectura que nos llega desde el país luso no hace más que reforzar la idea de un país que respira aliviado y mira con determinación al futuro.

El Museo de Arte y Arquitectura o MAAT se ubica en el distrito de Belém, en Lisboa, en el mismo frente fluvial donde se colocan los grandes monumentos turísticos de la capital portuguesa –el Monasterio de los Jerónimos y la Torre de Belém–, con el Puente del 25 de Abril de fondo de postal. El conjunto incluye la antigua central eléctrica de la ciudad, antigua sede de la energética EDP, patrona del proyecto del museo.

El edificio se recubre de más de 15.000 azulejos tridimensionales, material directamente relacionado con la tradición ornamental portuguesa, que se adhieren a la gran curva que une, de forma ondular, la terraza superior y el paseo fluvial, recogiendo los destellos del sol y rebotándolos en el interior del edificio. De este modo, el museo se camufla perfectamente a lo largo de sus más de cien metros lineales de desarrollo, escondiendo en el subsuelo las cuatro galerías de exposiciones que alberga, intentado así mitigar ciertos miedos a que influyera dentro del perfil del centro fluvial.

Esa onda que eleva el edificio responde a un doble propósito: por un lado, crea un promontorio o mirador público a más de catorce metros de altura, sobre el cual se puede admirar el Tajo, y así se hace referencia a ese lenguaje de puerto marino de pasado imperial; por otro lado, la zona viene flanqueada por las vías del tren y, al levantar esa terraza, permite la colocación de pasarelas peatonales que unen las dos orillas de las vías.