IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Pensamiento moral en vacaciones

En estas fechas, hablar de esto puede resultar fuera de contexto, sin embargo, algunos de los que se hayan ido de vacaciones seguramente hayan tenido que pensar en «a ver, con los días que tenemos, ¿nos vamos fuera del país o nos quedamos cerquita?». A partir de ahí, si hablamos de una pareja por ejemplo, ambos hablarán de los pros y los contras de hacer una u otra cosa, pero probablemente ambos tendrán un primer impulso, antes de las razones “objetivas” y que posiblemente sea automático y emocional. En otras palabras, la primera respuesta a ese dilema será la que, por así decirlo, nos pida el cuerpo.

Cuando tenemos que afrontar dilemas morales, habitualmente hacemos algo similar, damos una respuesta emocional para dirimir esa encrucijada sobre la que podríamos encontrar razones, generalmente buenas, tanto a favor como en contra; lo cual convierte la decisión en un reto. Además, a pesar de usar las mismas razones, en situaciones diferentes, unas pueden prevalecer sobre otras de una manera aparentemente contradictoria. Por ejemplo, si nos preguntan ¿está bien matar? Seguramente un altísimo porcentaje de los lectores diría no, pero si matar a una persona salvara a otras cinco, la respuesta no sería tan rotunda. Es un ejemplo extremo, pero podemos notar cómo nuestra respuesta automática y afectiva tiene que pelear con un razonamiento jerárquico, por así decirlo. Lo que no está tan claro en los dilemas morales en general es si las personas alteraríamos esa primera respuesta impulsiva cuando aplicamos después un razonamiento concienzudo.

Eso es lo que ha tratado de dirimir un estudio publicado en una revista científica este mismo año –concretamente en “Journal of Experimental Psychology”– por Stanley y su equipo. En este, se les pedía a los participantes decidir sobre un dilema moral y después se les daban razones a favor y en contra de su decisión, y a favor de ambas decisiones posibles; entonces les pedían que puntuaran cada una de las razones en función de lo convincentes que les parecían y, finalmente, que decidieran de nuevo. Los resultados, como podemos esperar, fueron que pocos participantes cambiaron de opinión y que, en general, se puntuaron como más convincentes aquellas razones que apoyaban la decisión inicial, lo que sucedía tanto cuando el dilema era de tipo extremo, o terrenos comunes como quedarse el cambio extra que nos han devuelto mal en una compra. Lo cual sugiere, que la decisión moral inicial, automática y emocional, no cambia necesariamente con razones a favor o en contra.

Sin embargo, si alguien nos preguntara por nuestras elecciones, podríamos dar los argumentos justos que nos convenzan y convenzan –o traten de hacerlo–, sin incurrir en la respuesta socialmente denostada: «porque eso es lo que me sale».

Decirlo así sugeriría que no lo hemos pensado, que somos unos irresponsables emitiendo un juicio sin reflexionar o que nos mueven las pasiones, y, aunque a veces puede ser cierto, en otras, lo que estamos emitiendo en ese juicio es nuestra historia de vida, las conclusiones a las que hemos llegado a partir de la experiencia sobre qué es la vida, los otros o nosotros mismos. Nos empeñamos en convertir en objetivo, con razones, lo que no deja de ser subjetivo en su origen.

Este automatismo que indica el estudio nos sugeriría entre otras cosas la importancia de educar incluyendo la emoción, la empatía, el vínculo, y probablemente los valores universales como los derechos humanos. De este modo, en esos dilemas presentes y futuros, como por ejemplo, qué hacemos con la inmigración o quiénes son de los nuestros y quienes no, no nos dejáramos emocionar por razones y argumentos dirigidos a hacerlo de un determinado modo –con el miedo, la rabia, la nostalgia, etc–, a sabiendas de que, si no nos oponemos por dentro, es fácil que el cerebro emocional resuene y caigamos en la manipulación, “sintiendo” lo que nos proponen.