Zigor Aldama
del «todo a cien» aL I+D+I

El futuro se fabrica en China

Cuatro décadas después de su apertura al mundo, el gigante asiático es el segundo país que más invierte en I+D y el que aspira a liderar una nueva revolución tecnológica que se sentirá en multitud de sectores: desde las manufacturas hasta la inteligencia artificial.

No lo parece a primera vista, pero el desangelado pueblo de Pinggu, a las afueras de Pekín, es un buen ejemplo de cómo ha evolucionado China en los últimos cuarenta años, desde que Deng Xiaoping inició las reformas económicas que han convertido al gigante asiático en la segunda potencia mundial. Pinggu es la localidad que más violines fabrica del mundo, unos 300.000 al año, y su transformación refleja fielmente los pasos que ha ido dando el Gran Dragón.

«Hasta la década de 1980, en el pueblo la mayoría estábamos empleados en la gran fábrica estatal de violines. Pero, con las reformas económicas, la empresa quebró porque estaba muy mal gestionada, resultaba muy poco productiva, y fabricaba instrumentos de baja calidad», recuerda Geng Guosheng, uno de los trabajadores que se vio en la calle tras el cierre. Él decidió mantenerse en el sector, pero abrazando la recién aprobada iniciativa privada. «Muchos empleados se marcharon, pero otros tantos decidimos aprovechar el conocimiento que habíamos acumulado y nos establecimos por nuestra cuenta».

Así, la gran empresa pública explotó en decenas de pequeñas compañías privadas que vieron en la exportación un goloso modelo de negocio. «El mundo comenzó a mirar a China y a deslocalizar parte de su producción en la década de 1990. Pronto llegaron los primeros pedidos, y en pocos años más del 95% de nuestros violines se vendían fuera de China. Sobre todo a estudiantes de conservatorio». Geng reconoce que la inmensa mayoría eran de baja calidad: «Eso se debía a dos factores: primero, que los clientes querían pagar lo mínimo; segundo, que no contábamos ni con la maquinaria ni con el conocimiento suficiente para estar a la altura de potencias como Italia».

Pero la situación ha dado un vuelco. Geng ha decidido sustituir cantidad por calidad, y ahora en su taller solo se fabrican 200 violines al año. Eso sí, están a la altura de los mejores del mundo, y su precio puede alcanzar los 140.000 yuanes (18.600 euros). «El primero que hice lo vendí por 400 yuanes», recuerda con una amplia sonrisa. Además, los instrumentos ya no acaban en los mercados occidentales tradicionales sino en la propia China. «Por un lado, las clases más pudientes han crecido considerablemente en el país, y, por el otro, la proliferación de músicos profesionales y de orquestas chinas de alto nivel ha disparado la demanda interna de buenos instrumentos. El 95% de nuestros violines se venden a clientes chinos», apostilla.

Incluso en la cercana fábrica de violines Huadong, la mayor del planeta, los cambios de los últimos años son más que evidentes. «El aumento del costo de la mano de obra, que está directamente relacionado con la mejora del bienestar de la población china, ha supuesto un reto considerable para quienes dependíamos mucho de trabajadores con sueldos relativamente bajos. Así que, aunque continuamos ofreciendo violines económicos, hemos ascendido en la escala de valor a través de la adopción de tecnología y de la mejora de nuestros procesos de fabricación», explica la secretaria de la empresa, Geng Zhanghua.

Este milagro económico se refleja de forma contundente en las estadísticas. En 1978, China representaba solo un 1,8% del PIB global, mientras que ahora ese porcentaje ha aumentado hasta el 18,2% y crece muy por encima de la media. No son solo fríos datos macroeconómicos. Los 1.400 millones de habitantes también se han beneficiado del mayor milagro económico de la historia: 500 millones han dejado atrás la pobreza, otros 400 millones han accedido a la clase media, y la renta per cápita ha crecido de los 156 dólares de hace cuatro décadas hasta los 8.643 dólares del año pasado.

Además, el país ya es la principal potencia comercial, guarda las reservas de divisa extranjera más abultadas, y se ha convertido en el tercer país que más invierte en el extranjero y que más inversión recibe del resto del mundo. Así, los economistas tienen claro que es solo cuestión de tiempo que el gigante asiático arrebate a Estados Unidos el trono de la economía global. Solo difieren en la fecha: algunos vaticinan que sucederá hacia 2025, mientras que los más conservadores retrasan este hito hasta 2050. En cualquier caso, no será la primera vez que China sea la primera potencia mundial: se estima que en los siglos XV y XVI ya producía un tercio de la riqueza del planeta.


Crecer menos y mejor. No obstante, haberse convertido en la fábrica del mundo no es suficiente para China. Debe dar un salto cualitativo más. Lo dijo claramente el exprimer ministro Wen Jiabao durante su última rueda de prensa en el cargo, en 2012. «China necesita crecer menos, pero crecer mejor». Es un objetivo que persigue con ahínco la nueva cúpula del poder chino, liderada por el presidente Xi Jinping, que ha aprobado el ambicioso plan “Made in China 2025”. Se trata de un proyecto que pretende incentivar la innovación y la transformación tecnológica en sectores clave de la economía.

A juzgar por el último informe anual publicado el pasado día 20 por la Cámara de Comercio Europea en China, el país está logrando su objetivo. El 61% de las empresas europeas consultadas considera que sus competidores chinos son tan o más innovadores que ellas, lo cual supone un incremento de 15 puntos sobre el porcentaje de 2017, y el 30% afirma que el entorno que ha creado en los últimos años el gigante asiático también es más propicio para la I+D.

«Hasta ahora, China ha ido a remolque. Ha adoptado las tecnologías diseñadas por otros y, si acaso, las ha mejorado o ha permitido que más gente tenga acceso a ellas abaratando los costes de producción. Pero, ahora, el país quiere liderar la nueva revolución que se avecina con el despliegue de las redes 5G, la inteligencia artificial, y avances como el del Internet de las cosas», explica Xu Bin, vicedecano de la China-Europe International Business School (CEIBS).

La consecución de esa meta obliga a desarrollar un proceso que, poco a poco, va dando resultados: el salario mínimo supera ya los 2.000 yuanes (265 euros) en la mayoría de las provincias, el consumo interno ha sustituido a las exportaciones como el principal motor económico y representa más del 60% del crecimiento del país, la inversión en I+D+i es la segunda mayor del planeta, y en China se gradúan cinco veces más estudiantes STEM (acrónimo en inglés de Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) que en Estados Unidos.

«Muchos de ellos completan su formación en el extranjero y regresan a China para aprovechar las oportunidades que ofrece el país en el desarrollo de su carrera profesional, que son mayores que las de Estados Unidos o Europa», explica Zhu Long, cofundador y presidente de Yitu, una empresa de inteligencia artificial que colabora con el Gobierno en la investigación de sistemas de seguridad y en el desarrollo de algoritmos aplicados a la medicina.

Esta compañía de Shanghái es pionera en sistemas de reconocimiento facial que permiten reconocer a una persona entre 2.000 millones en apenas dos segundos. Es un avance que ya está en funcionamiento en aeropuertos, estaciones de transporte, y muchas otras instalaciones. Según Zhu, el reconocimiento facial y de vehículos hará de China un país más seguro, pero también tiene multitud de detractores porque otorga al Gobierno una herramienta que se puede utilizar con fines represivos, como sucede en las regiones independentistas de Xinjiang y Tíbet, donde las cámaras con esta función se cuentan ya por millones.


Los albores de una nueva revolución tecnológica. «Nosotros desarrollamos la tecnología, pero no determinamos cómo se utiliza», justifica Zhu, que prefiere hablar de los avances que la inteligencia artificial traerá a sectores como la banca –ya han puesto en marcha cajeros en los que solo hace falta mostrar el rostro para operar– o la sanidad –en hospitales chinos ya se prueban algoritmos que realizan diagnósticos basados en pruebas visuales, como resonancias magnéticas o escáneres–. «Estamos en los albores de una nueva revolución tecnológica que va a redefinir lo que supone ser humano», sentencia. «Y China puede liderar esta nueva era».

Wang Chan, responsable del hogar inteligente que está creando el fabricante de tecnología Xiaomi bajo la marca MiJia, está totalmente de acuerdo con lo último. De hecho, el suyo ya es el ecosistema del Internet de las Cosas más completo del mundo. Incluye todo tipo de electrodomésticos: desde aparatos de aire acondicionado hasta ollas para cocer arroz, pasando por zapatillas “inteligentes”, robots aspiradores, o cámaras de videovigilancia. Todos estos productos tienen dos características en común: son más económicos que los de la competencia y se pueden controlar a través del teléfono móvil, un aparato del que China ya es el principal fabricante.

«Nuestro objetivo es democratizar la tecnología, y por eso hemos decidido prometer que nuestro beneficio en productos tecnológicos nunca superará el 5%», añade el responsable de marketing de Xiaomi, Donovan Sung. La marca invierte en casi un centenar de subsidiarias que desarrollan diferentes tecnologías con espíritu de start-up y que luego se integran en los canales de venta de Xiaomi. «Nosotros proporcionamos unos estándares técnicos y de diseño, pero luego las empresas tienen mucha autonomía. Creemos que es una fórmula que alienta la innovación y que ofrece oportunidades interesantes a talentos jóvenes», cuenta Wang.

La clave de este ascenso, concuerdan todos, no está tanto en los incentivos gubernamentales como en la idiosincrasia de la población. «Los chinos somos muy curiosos y estamos siempre tentados por lo nuevo. Eso hace que los cambios se sucedan mucho más rápido que en Occidente, y supone un aliciente empresarial para desarrollar productos y tecnologías a toda velocidad», apunta el directivo de MiJia. En su opinión, eso explica, por ejemplo, que China sea líder absoluto en pagos electrónicos a través del móvil, o que haya tomado la delantera en lo que se conoce como economía colaborativa a pesar de haber llegado más tarde. «Luego, las economías de escala y la homogeneidad del mercado también son factores relevantes», señala.

China también aspira a competir en la primera línea de batalla de sectores punteros como el de los vehículos sin conductor –varias ciudades han establecido barrios en los que las empresas locales pueden probar sus modelos en condiciones reales y ya están en uso en zonas turísticas–, la robótica –China es ya el país que más robots adquiere–, el aeroespacial –se ha propuesto competir con Boeing y Airbus en la aviación comercial y busca llegar a Marte en 2030–, o la biotecnología –el envejecimiento de la población ha convertido a la salud en una gran prioridad–. Y en menos de dos décadas ha logrado construir la red más extensa del mundo de trenes de alta velocidad, que han revolucionado la movilidad regional, y horada más líneas de metro que el resto del planeta junto. Por sus vías se mueven trenes diseñados y fabricados en China, que ya compite a nivel mundial por la licitación de contratos ferroviarios.


Retos socioeconómicos. Pero esta reconversión industrial sin precedentes plantea también serios retos socioeconómicos. Lo saben bien en la acería de Huaxi, una de las muchas que podría echar el cierre por los problemas medioambientales que provocan sus operaciones y por el exceso de capacidad que existe en un sector en el que se destruirán hasta tres millones de empleos en el próximo lustro. «Las nuevas normativas medioambientales son necesarias para combatir la contaminación, pero adaptarse a ellas requiere inversiones que no hacen viable el negocio en casos como el nuestro», reconoce uno de los responsables de la empresa, que prefiere mantenerse en el anonimato.

El sector manufacturero también sufre. El aumento de los costos –mano de obra y materiales– ha provocado un rápido vuelco hacia la automatización que amenaza con dejar a muchos jóvenes en el paro. «Aunque la formación de la juventud china es muy superior a la de quienes vivimos la Revolución Cultural (1966-76), no todo el mundo puede ser ingeniero o científico. Pero con los sueldos actuales, los empresarios nos vemos obligados a invertir en máquinas que aumenten la productividad y reduzcan la masa salarial», explica Qian Anhua, presidente de la empresa textil Antex.

Su fábrica de Hangzhou es un buen ejemplo de cómo los robots también están desplazando a los seres humanos en China. En la gigantesca planta de producción, cientos de empleados continúan componiendo una de las imágenes clásicas de las manufacturas chinas: sin apenas levantar la vista de la máquina de coser, este ejército embutido en batas de colores claros da forma a la ropa interior que vestirán mujeres a miles de kilómetros.

Sin embargo, en otras salas sorprende la ausencia de personal. «Antes los tejidos se fabricaban con mucha más mano de obra. Pero, ahora, todo se teje a máquina y los patrones se cortan por ordenador utilizando tecnología punta», explica Qian. «Eso nos ha permitido aumentar la producción de la fábrica a pesar de haber reducido considerablemente la plantilla. Es la única fórmula viable para evitar que la fábrica se lleve a países más baratos, como Vietnam o Camboya», apostilla el directivo.

Algo parecido sucede en el sector de automoción. «Hasta hace unos años dependíamos en exceso de la mano de obra. Ahora, hemos puesto en marcha un proceso de automatización que nos permitirá reducir los costes asociados y obtener unas calidades más homogéneas», cuenta en Baoding el responsable del negocio internacional de Great Wall, el fabricante de automóviles número uno en los segmentos SUV y pick-up.

Mil kilómetros al sur de esa fábrica, en las afueras de Ningbo, otra marca privada china, Geely, ha construido unas instalaciones con tecnología punta. En su interior, los coches que fabrica vuelan por raíles en el techo y la interacción humana se reduce al mínimo. La mayoría de los procesos se llevan a cabo por robots. «En 2010 adquirimos Volvo y después la empresa que fabrica los taxis de Londres. Apenas interferimos en la gestión de esas compañías, pero les hemos abierto el mercado chino y hemos aprendido de su forma de trabajar», reconoce el vicepresidente de Geely, Yang Xueliang. «Ahora, estamos convencidos de que la calidad de los productos chinos está a la altura de cualquier otro país, aunque todavía llevará un tiempo borrar las connotaciones negativas que tiene el ‘made in China’ en el mundo», añade.

Esa transferencia tecnológica que menciona Yang, y que se ha logrado gracias a la colaboración o a través de la adquisición de empresas extranjeras, ha sido, sin duda, uno de los pilares del desarrollo chino. «Pekín ha sido muy astuta a la hora de ofrecer acceso a su mercado interno a cambio de conocimiento, ya sea tecnológico o de gestión», analiza Pedro Nueno, presidente del campus europeo de CEIBS. No obstante, esta fórmula se encuentra ahora en el centro de las tensiones comerciales que protagonizan Estados Unidos y China, porque Donald Trump considera que los dirigentes comunistas otorgan ventaja a las empresas locales con barreras y exigencias legales que serían tachadas de abusivas en cualquier país occidental.

Sin embargo, Lu Songtao, presidente de la farmacéutica china Green Valley, considera que el proceso que está siguiendo China es muy similar al que antes delinearon Estados Unidos, Japón o Corea del Sur. «Cuando las empresas americanas se extienden por el mundo, son un ejemplo para el resto. Pero si lo hacen empresas chinas, es un peligro y una amenaza», rebate el directivo. «Es cierto que China basó su primera fase del desarrollo en la copia, pero ahora ha cambiado. La innovación para nosotros es clave para sobrevivir».

El parque industrial que el grupo Mondragón inauguró en Kunshan en 2007 también refleja bien la transformación china. De las cuatro cooperativas que iniciaron el proyecto, dos cerraron (Wingroup y Orbea), una ha pasado por serios problemas (Oiarso), y solo ha tenido éxito la única que llegó con la intención de vender en el mercado interno (Orkli). No obstante, el parque ha crecido como se esperaba, se ha abierto a otras empresas de fuera de Euskal Herria, y se ha centrado en productos y servicios de mucho mayor valor añadido.

«El país no tiene nada que ver con el que conocí cuando llegué, hace 27 años», reconoce Andrés Egaña, director de Operaciones en China del Grupo Ormazabal. «China es ahora un gran mercado en el que todavía hay oportunidades, pero en el que hay que pelear muy duro porque la competencia de las empresas locales es enorme. Han mejorado mucho su calidad y lo seguirán haciendo». Sin duda, hay que hacerse a la idea de que China ya no es el país del “todo a cien”. De hecho, es donde se fabrica el futuro.