IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Saber a solas

Incluso nuestro cerebro está constituido en capas, estratos o áreas cronológicas, es decir, mirar la sección longitudinal de un cerebro es como observar los anillos de un tronco cortado en Gorbea o los estratos de la playa de Zumaia, el tiempo está encerrado y reflejado en él. No deja de ser una visión artificial, tardía, porque cuando el cerebro está entero y funcionando dentro de un organismo, el árbol vivo con sus hojas sonando al viento y pájaros en sus ramas, o cuando las capas alternas de material duro y blando del Flysch permanecían bajo el manto vegetal, nadie podría haber adivinado que la historia no solo de ese cerebro, ese árbol o esa tierra, sino de todos los cerebros, todos los árboles y todas las tierras, seguía viva en ese preciso instante.

Nuestro cerebro nos cuenta su evolución, una evolución tanto estructural como funcional, es decir, de sus partes y las funciones de estas, en su enorme tarea de conocer el mundo y orquestar nuestra vida en él. Y así, lo que “sabemos” no deja de ser una representación de la interacción entre nuestra biología y nuestro entorno, una interacción también histórica. A lo largo de milenios, nuestra especie ha guardado, como en una caja fuerte hecha de hueso, la condensación de esas representaciones en forma de máquinas biológicas que nos sirvieron entonces y que hoy siguen siendo imprescindibles; una “máquina” para gestionar autónomamente el funcionamiento de órganos vitales como el corazón o los pulmones, otra para gestionar el mundo emocional, otra para organizar y planificar, otra para recordar, otra para hablar y comprendernos, etc. Y todas interactúan globalmente. El todo cerebral, que llevamos ahora mismo entre las orejas, es una complejísima y maravillosa concreción física de nuestra historia personal y evolutiva.

Hoy vivimos en la era de la información, pero ¿a qué llamamos información? ¿A qué de todo lo que hace nuestro cerebro y nuestro cuerpo con su percepción del mundo llamamos “saber”? Creemos a pies juntillas en nuestra percepción, la más inmediata, la sensorial –y quizá no tengamos otra fuente fiable–, pero las conclusiones que incorporamos a nuestra gran computadora histórica cada vez menos es lo que sabemos, y cada vez más lo que otros dicen saber. Cada vez se nos hace más farragosa la espontaneidad conectada con el entorno –que no el impulso–, en un mundo en el que hay que saber antes de actuar, sopesar, evaluar; al tiempo que ese saber implica desconectarse de uno mismo o una misma y atiborrarse de los procesos cognitivos de otros, de los juicios de otros.

En algún momento, entre la llanura boscosa y la pantalla de led introdujimos un filtro que nos desapropia de lo que sabemos, de lo que sabemos que es cierto, de lo que sabemos que sentimos y pensamos, de lo que sabemos que necesitamos. Y a pesar de saberlo, hemos cedido terreno y quitado valor a escuchar lo que hay en el centro del árbol cortado, de los estratos de tierra y piedra y de la maravilla de ser humanos, y lo hemos hecho porque no confiamos en poder lograrlo, en poder luchar por crecer y añadir un anillo más al árbol, uno que merezca la pena que vean otros cuando nos hayan cortado. El miedo es tan humano… Y lo hemos hecho para comprar, comprar ideas y modos de vida que nos alejen de la intemperie de estar vivos en un mundo cambiante. Y es que, en el fondo, debemos sabernos solos, a nuestro arbitrio, y que nadie va a venir a evitarnos lo difícil que es vivir. Y entonces, quizá haya que inventarlo y creer en sus verdades... O dejar de saber a solas.