Helena Bengoetxea

Markaz Tulkarem, el retorno del equipo refugiado

Que el fútbol es un negocio millonario que atraviesa fronteras nadie lo pone en duda, pero también existe otra manera de entender el «deporte rey», y el equipo palestino Markaz Tulkarem es un buen ejemplo de ello. Referente y pasión en uno de los campos de refugiados más poblados de Cisjordania, jugadores y afición de este club histórico comparten estrechamente penas y alegrías cada temporada, en un país que vive y respira bajo la ocupación sionista. Así lo vivimos durante nuestra visita a Palestina, coincidiendo con el final de la Liga.

Son las cuatro de la tarde y acabamos de bajar del taxi colectivo que nos ha traído desde Jerusalén hasta la ciudad de Tulkarem, al noroeste de Palestina y en el mismo borde de la línea verde. Tras una caminata desde la estación central, nos adentramos en Tulkarem Camp, uno de los dos campos de refugiados ubicados en la ciudad. En apariencia un barrio más, a no ser porque sus muros apenas perceptibles y sus calles estrechas nos indican que estamos en el hogar forzado de cientos de familias palestinas desde hace ya 70 años.

Con algo más de 21.000 habitantes registrados (según datos de la UNWRA) en una extensión de aproximadamente un kilómetro cuadrado, Tulkarem Camp es el segundo campo de refugiados más poblado de toda Cisjordania –por detrás del de Balata, situado en el término municipal de Nablus–, y uno de los de mayor densidad de población. El campo se puso en pie en 1950 para acoger a la población originaria de las áreas de Haifa, Jaffa y Cesarea, población expulsada dos años antes de sus pueblos y ciudades durante la Nakba (la “catástrofe”). Pensado en un inicio para acoger a 4.000 personas, la inmensa mayoría de sus habitantes –que han nacido y crecido en el campo– solo conocen sus lugares de origen a través de la memoria colectiva transmitida de generación en generación y simbolizada en las antiguas llaves de sus casas, que los más viejos aún conservan. Nadie de por aquí ha barajado siquiera la posibilidad de no volver a sus tierras de origen, aunque la realidad de la ocupación parezca decir lo contrario.

Mantener esta idea de estancia “provisional” que dura ya siete décadas con una perseverancia que no se verbaliza pero que se percibe es una de las cosas que más nos llama la atención. Casi tanto como a ellos nuestra presencia. Occidentales en una zona de Palestina apenas visitada por personas extranjeras y en donde, con unas condiciones económicas muy difíciles y unos niveles de paro exageradamente altos, no hay muchas distracciones con las que llenar el tiempo.

El café de Tayeb. Atravesamos la calle principal del campo rodeados de un grupo de niños y niñas cada vez más numeroso que repite “welcome” como un mantra, en un ritual de bienvenida que no dejó de acompañarnos durante las tres semanas de nuestra visita a Tulkarem. A los pocos metros llegamos a la sede social del Markaz Tulkarem, el equipo del campo, un edificio de tres plantas ubicado junto a las instalaciones de Naciones Unidas que será nuestro hogar en los próximos días. Subimos las escaleras desvencijadas hasta el segundo piso donde se encuentra el café regentado por Tayeb, uno de los hinchas más activos del club. Varias mesas abarrotadas de jóvenes (y no tan jóvenes) que juegan a las cartas, toman el té y comparten una pipa de arguile, tres monitores de televisión a los que apenas nadie hace caso, y banderas amarillas (el color del equipo, de ahí su apodo de “el Brasil” de Palestina) dominando las paredes. Al fondo, una sala enorme con mesas de billar donde la concurrencia compite acaloradamente. En este local de ocio se mezclan afición y jugadores, todos son vecinos y amigos por lo que las felicitaciones o críticas tras un buen o mal partido son directas y sin formalismos.

La plantilla del Markaz Tulkarem, salvo algunas excepciones, se nutre de jugadores locales. Es esta característica de equipo canterano –junto al hecho de representar al campo de refugiados– uno de los elementos que más enorgullece a la afición. Fundado en 1956, el Markaz Shabab Tulkarem se compone de cuatro equipos de categorías inferiores además del principal. A diferencia de su rival más cercano, el Taqafi Tulkarem –el otro equipo de la ciudad–, el Markaz (como se le conoce en Palestina) es un equipo modesto que casi siempre ha estado en la Primera División de Cisjordania no sin dificultades, puesto que su principal problema es el económico.

Con un presupuesto de un millón de shekels al año (unos 250.000 euros), sus fuentes de financiación son diversas: fondos provenientes de la Oficina de Servicios del propio campo, fondos de la Federación de Fútbol de Palestina (a través de las aportaciones de empresas de servicios de telefonía, como la operadora palestina Wataniya), las pequeñas cuotas que aportan los 1.000 socios registrados oficialmente en el club (aunque a veces ni siquiera este pago es posible), rentas por alquiler del café de Tayeb y negocios situados en la planta baja del edificio o donaciones privadas. Sobre el papel, los sueldos de los jugadores titulares oscilan entre los 9.000 shekels (2.000 €) que cobra Mohammad Natur, la estrella del equipo, y los 2.000 shekels mínimos (400 €) que cobra la mayoría de la plantilla, si es que cobran. Son pocos los que viven exclusivamente del fútbol y lo habitual es compaginarlo con otros trabajos, que en algunos casos se convierten en la fuente principal de ingresos. Solie trabaja en el hospital, Nadeem regenta una pequeña tienda en el campo junto a su familia, Man es frutero en Israel, Yassim reparte el periódico cada mañana... Un concepto de jugador profesional bastante alejado de los contratos millonarios y fichajes mediáticos a los que acostumbran los clubes europeos, dominados por el negocio y el beneficio empresarial.

Un club con solera. Pero el Markaz Shabab Tulkarem es más que un equipo de fútbol: es el centro social, cultural y deportivo del campo. Aquí, como en el resto de los campos de refugiados –y de Palestina, en general–, el deporte es, junto con la educación, el pilar básico para el desarrollo de la juventud y la infancia, la parte de la población más vulnerable. Con un nivel de escolarización del 99%, en el campo hay cinco escuelas gestionadas por la Oficina de Ayuda al Refugiado (UNWRA) de las que el 65% del alumnado completa sus estudios universitarios –actualmente hay 1.400 jóvenes estudiantes en diferentes universidades, de los que 1.000 son mujeres–, aunque después de terminar la carrera la mayoría no tiene trabajo. La escasez de oportunidades, que se agrava por la situación de conflicto constante, es más que evidente.

De esto sabe mucho Abdul Ab del Khader, responsable de la banda de música y percusión, un grupo de unos 35 chicos y chicas que cada semana ensayan en el centro recreativo Muhaim Tulkarem, situado en el centro del campo, y que son parte activa en las fiestas señaladas de la comunidad, como los días de Ramadán. En este centro –perteneciente también al club– se realizan todo tipo de actividades y talleres con la juventud (por edad, el sector más numeroso de la población) gracias al trabajo de veinte monitores, de los que cinco son chicas, bajo las directrices de Ab del Khader.

Dos salas más a la izquierda nos recibe en su oficina Ibrahim Msalan, el presidente del club. Frente a su mesa nos muestra orgulloso una desgastada estantería con todos los trofeos ganados durante años por las distintas formaciones, colocados sin orden ni concierto. La Copa Yasser Arafat en 2005, el Campeonato de Liga en 1984, un trofeo de 1998 ganado en un amistoso con Francia, la copa de subcampeones en el Campeonato Souleiman Hakim (Iraq) en los 90.

La narración apasionada al alimón por parte de Msalan y Ab del Khader de las proezas futbolísticas del Markaz va tomando cierto cariz de disputa por establecer qué elementos del palmarés son los importantes. Eduardo Galeano afirmaba que el deporte del fútbol expresaba emociones colectivas, esas que generan en la gente una suerte de «fiesta compartida o compartido naufragio, y existen sin dar explicaciones ni pedir disculpas».

La presencia de la ocupación. El fútbol en Palestina forma parte también de esa estrategia vital y espontánea que consiste en, simplemente, existir. Existir para resistir desde lo cotidiano, donde el fútbol, como todo lo demás, también está distorsionado por la ocupación siempre presente, desde los detalles más nimios a la represión, el encarcelamiento o la muerte. Es difícil encontrar una familia que no tenga un pariente muerto, una hermana en la cárcel o un hijo en el exilio. Según datos de principios de año recogidos en la web de WAFA INFO, el número de personas presas en Palestina asciende a 9.850 de Cisjordania y 11.350 de Gaza, de las que 63 son mujeres. Todavía hoy, en 2018, las cárceles israelíes albergan a 45 presos palestinos encarcelados desde antes de los acuerdos de Oslo, –firmados en septiembre del 93– entre ellos Kharin Younis y Abdala Bargouti, supuestamente condenados a cinco años. Younis ostenta un penoso récord de antigüedad, ya que fue detenido en 1983 y aún continúa preso sin interrupción desde hace más de 30 años. Tres de estos presos fueron candidatos en las elecciones de 1980 y aún permanecen en prisión, mucho antes de que ninguna Intifada mostrara al mundo la crueldad del ejército israelí en esta lucha desigual.

Tulkarem fue una de las zonas palestinas más activas durante la primera y segunda Intifada, y aún hoy en día las incursiones del ejército israelí y los arrestos nocturnos se producen una semana sí y otra también. El presidente del Markaz Tulkarem, Ibrahim Msalan, estuvo preso nueve años. El vicepresidente, Abu Ibrahim, estuvo siete. En este campo de refugiados se contabilizan unos 150 mártires, la mayoría caídos en el período entre el año 2000 y el 2001, aunque nadie se atreve a darnos cifras exactas. Uno de estos muertos da nombre al propio campo de juego: el Jamal Ghanem Stadium. Compartido con el otro equipo profesional de la ciudad, el campo de fútbol de Tulkarem sirve también como terreno de juego de todo tipo de partidos, como aquella tarde de marzo de 1992 en la que Jamal Ghanem y su hermano disputaban un amistoso entre equipos locales. Eran las cinco de la tarde, se jugaba ya el segundo tiempo y Jamal se disponía a sacar un córner cuando dos unidades de las IDF disfrazados de palestinos entraron en el área y le dispararon por la espalda. Tenía 24 años y estudiaba en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Bir Zeit. Después de tres años de lo sucedido, y a iniciativa de la Federación Palestina de Fútbol, el propio Yasser Arafat ordenó que le pusieran su nombre al campo. En 2011 la municipalidad quiso cambiarle el nombre pero los dos clubes se negaron.

Uno de los problemas más comunes y cotidianos que causa la ocupación es la falta de movilidad. Los equipos de fútbol no son ajenos a los checkpoints diseminados a lo largo de todo el territorio ocupado, con los consabidos retrasos. Los impedimentos arbitrarios, la prohibición de acudir a un estadio determinado o lanzamientos de gas lacrimógeno en medio de un partido o entrenamiento forman parte de la “normalidad” en campos como el de Tulkarem, Al Ram (Ramallah) o Al Khader (Belén). Aunque los desplazamientos se hacen el mismo día –ya que en Palestina no existen distancias muy largas–, en ocasiones son más de seis horas de viaje o incluso días, dependiendo si el destino final es internacional y hay que volar desde Amman, en Jordania –el aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv, está prohibido para la población palestina residente en los territorios ocupados–, lo cual provoca que los jugadores lleguen ya cansados a los partidos. Si es que llegan, en el mejor de los casos. Los jugadores de Gaza, por ejemplo, tienen que pedir permiso a la FIFA para viajar, pero en la práctica es la Federación Israelí de Fútbol quien concede la autorización. Argumentando siempre motivos de seguridad, la arbitrariedad de los permisos es total y, en la práctica, pocas veces se conceden.

Nada de esto hace mella en la afición del Markaz, que soporta de forma mucho más estoica los controles israelíes que los malos resultados de su equipo. Coincidiendo con el Día de la Tierra, los enfrentamientos y protestas por toda Palestina han comenzado temprano. A estas horas ya son siete los muertos en Gaza mientras que en Cisjordania las consecuencias de esta jornada de lucha no han pasado aún de algunas detenciones. Las barricadas de fuego y los enfrentamientos a la entrada de Ramallah nos hacen tomar otro camino para llegar, no sin dificultades, al estadio municipal de Al Bireh. Llegamos a tiempo para ocupar un buen sitio en la grada de visitantes. Contradicciones de una ocupación por desgracia cada vez más normalizada.

Pertrechados con banderas, cintas, sombrillas o camisetas (amarillas, por supuesto), acompañamos a la hinchada hasta donde hoy juegan el penúltimo partido de Liga contra el Markaz Al Amari, del campo de refugiados del mismo nombre, el más pequeño de toda Cisjordania. Nuestro equipo se juega mucho pero todavía con esperanza de subir a primera y recuperar la categoría, porque en esta liga –donde no hay Ronaldos ni Messis que sentencien de antemano quién la ganará– todo puede trastocarse de un partido a otro. Termina el primer tiempo empatados a cero, empieza el segundo y contra todo pronóstico, Maan marca gol en el minuto 8 a favor del Markaz Tulkarem. La vuelta a casa, entre emoción e incertidumbre, se hace corta. Ya solo queda el partido final, en el que todo puede pasar. Volver a Primera supondrá más ingresos para el club pero también dificultades para mantenerse, aunque esa es otra historia que no vamos por ahora a desvelar. En Euskal Herria está en marcha un proyecto solidario con campaña de crowfunding en la siguiente dirección: goteo.cc/markaztulkarem.