IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Alguien tiene que hacerlo

Unas semanas después de las manifestaciones del 8 de marzo, toca reflexionar más allá del panfleto o la plaza pública. La sensación es que ha llegado el momento en el que el grupo humano que es nuestra sociedad ya no puede mirar hacia otro lado y mantener sus creencias de género, entre las que está seguir considerando al cincuenta por ciento de la población un “colectivo”. Sabemos que este es un tema delicado a la vez que evidentemente expuesto a la vista de todos y, como tal, recibe todo tipo de proyecciones más allá de lo que se discute, más allá del tema en sí (así que abro un paréntesis para decir que en este artículo usaré el genero masculino como genérico para todos los individuos).

¿Pero qué elementos entran en juego en estas reflexiones de gran grupo? Por cómo es nuestra percepción y nuestra mente social, aquello que está en boca de todos nos convoca, nos impele a opinar y emitir dicha opinión, a posicionarnos. Y cuando ese posicionamiento es macro, es decir, nos apela a la mayoría, la tendencia automática suele ser dicotómica, en términos absolutos y en blanco y negro, en particular dado que las reivindicaciones suelen cursar con oposición a algo que queremos superar, que necesitamos que sea distinto, y por lo tanto, con confrontación de dos posturas. También sabemos que, como masa, no estamos acostumbrados a pararnos en los matices cuando lo que queremos cambiar adquiere tintes de urgencia: hay que cambiarlo ya, y por tanto, hacerlo de un plumazo y hacia el otro extremo rápidamente.

Cada comentario corre el riesgo de ser reducido al absurdo por unos u otros en función del interés, sin pararse a analizar, discutir o sopesar su significado y sentido últimos. En esos momentos, el encuentro en general se hace más difícil, entre otras cosas porque la reivindicación apela precisamente a la toma de distancia para que pueda ser creado algo nuevo. Y esta toma de distancia momentánea se puede resignificar como hostilidad si así interesa para, de nuevo, desoír. Las personas somos muy capaces de anular argumentos perfectamente formados si así nos lo piden las tripas, incluso en contra de otra parte de nosotros, racional y sensata, que reacciona a los tiempos. ¿Pero por qué? ¿Por qué no valen los argumentos o los hechos incluso?

Es ahí donde merece la pena girar el grito hacia adentro para conocerse, saber si vivo automatismos que no están apegados más que a una muestra sesgada de datos, la mía –y, estadísticamente, ¿qué pasa el resto del tiempo, al resto de personas?–, merece la pena pararme a reconocer mi propia historia y responsabilizarme de ella, con mis rechazos y afiliaciones, con mis asuntos inconclusos. Y merece la pena conocerme también como miembro único de una colectividad que tiene sus inercias –pesadas y hondas– pero también su razón de ser y su historia. Esto nos hace menos vulnerables a la presión social, al ejercicio de poder (real o simbólico) y al deseo de aceptación por los que consideramos semejantes. Y sí, también debemos ser conscientes y conocer nuestra vulnerabilidad: esa sensación de fragilidad, de incertidumbre, el deseo y la necesidad que dependen del otro para completarse, que nos coloca en una posición vulnerable.

Y también tratar de reconocer la porción de miedo resultante, que después se vuelve motor de nuestras decisiones y posturas; en particular, cuando son totalitarias y excluyentes y las ejercemos con hostilidad hacia el otro, cabe preguntarse ¿qué temo? Y sí, la restauración puede que tenga que empezar por hacer impacto, por llamar la atención, por decir “ahora a mi modo”, y también por hacerlo siendo plenamente conscientes de uno mismo, asumiendo la responsabilidad y abiertos a que la creatividad individual y colectiva pueda hacer posible otra realidad más igualitaria. Si queremos vivir en una sociedad igualitaria, y lo defendemos a ultranza, ese término atraviesa el género, la raza, la clase, la identidad nacional, etc. Somos iguales en nuestra necesidad del otro.