Jaime Iglesias
Entrevue
ÉLMER MENDOZA

«Uno escribe de aquello que le concierne y yo procedo de una realidad donde el narco siempre ha estado muy presente» - Élmer Mendoza

Nacido en Culiacán (Sinaloa) en 1949, el prestigio alcanzado por Élmer Mendoza no se debe únicamente a su capacidad para innovar sobre los estándares de representación del neopolicial latinoamericano, ni siquiera al hecho de haber otorgado carta de legitimidad a esa suerte de pseudogénero que algunos han convenido en llamar “narcoliteratura”. Su ascendente, reconocido por muchos otros autores dentro y fuera de México, viene dado por haber sido capaz de crear un lenguaje literario específico para intentar contar un territorio. En sus novelas, el Estado de Sinaloa en particular, y el norte de México en general, conforman una suerte de onda expansiva que impulsa, en sus acciones, a los distintos personajes que en ellas habitan. El escepticismo, la ironía y las pocas expectativas que puede generar una región condenada a su suerte, donde la violencia emerge como divisa y cualquier futuro es dudoso, son algunas de las características que definen a los protagonistas de la obra literaria de este escritor tardío que publicó su primera novela con más de 50 años y que, hoy por hoy, tiene consideración de clásico contemporáneo.

A usted se le ha venido catalogando como el máximo exponente de eso que se ha dado en llamar narcoliteratura. ¿Se aventuraría a explicar cuáles son las claves de esa suerte de pseudogénero o, por el contrario, es poco amigo de los formalismos?

A veces pienso que quienes se inventaron dicha etiqueta para intentar definir mi obra lo hicieron con intención de escarnio, pero les salió el tiro por la culata: a mí el concepto de narcoliteratura nunca me ha molestado, aunque tampoco encuentro mayor interés en reivindicarlo como un género específico con sus características concretas o como una corriente literaria. Cuando contaba con veintitantos años yo ambicionaba escribir novelas de aventuras y relatos de ciencia ficción y, sin embargo, todos mis amigos me decían «tú lo que tienes que hacer es escribir sobre el narco», yo les respondía «¿por qué?» y ellos concluían «pues porque eres del norte». Yo nunca me tomé en serio esas consideraciones ni desarrollé ningún proyecto literario que me llevase a crear una serie de novelas sobre el mundo del narcotráfico. Al final todo resultó más sencillo y el paso del tiempo me hizo ver que mis amigos tenían razón. Uno escribe de aquello que le concierne y yo procedo de una realidad donde el narco siempre ha estado muy presente.

Entonces, más allá del narco, a la hora de intentar definir la singularidad de su obra, ¿diría que esta viene dada por la especificidad del carácter sinaloense?

Escribir es un proceso de aprendizaje. De joven, me atraía la idea de ser un escritor políticamente incorrecto, pero aquello me conducía a un tipo de narración muy fría y yo pertenezco a un pueblo que es muy sensual. Cuando tomé conciencia de ello me dediqué a contar una región, que es la mía, con su paisaje, sus personajes y su lenguaje. El lenguaje resultó un elemento clave. Una vez tuve claro el tipo de historia que quería contar vi que necesitaba hacerlo sirviéndome de un registro coloquial, del lenguaje de la calle, mezclando este con el uso de un español estándar, por así decirlo. Fue un proceso complejo porque se trata de dos códigos lingüísticos con sus propios límites y yo me vi obligado a sobrepasarlos para crear un lenguaje nuevo desde el que contar mi región. Una vez tuve el paisaje y el lenguaje, el siguiente paso fue la creación de unos personajes.

A la hora de esbozar sus personajes, usted también ha apostado por avanzar más allá del lugar común.

Un personaje potente debe estar regido por ciertas particularidades que le hagan salirse de lo común. Por eso decidí que, en mis novelas, el jefe del narco, aquel que funge como némesis del detective Mendieta, fuera una mujer: Samanta Valdés. Es una decisión que resultó sorprendente, en primer lugar, para las propias mujeres. Si bien muchas de ellas tienen ya un papel muy activo en el negocio del narco, rara vez llegan a la altura de los grandes capos. No obstante, con este personaje quise hacer una suerte de declaración de intenciones sobre la capacidad de liderazgo y control que atesoran las mujeres y sobre su presencia creciente en los centros de toma de decisión.

También resulta interesante aproximarse a su obra en lo que tiene de reivindicación de la cultura pop mexicana. Sin embargo, ¿no cree que la literatura frente a otras disciplinas como la música o el cine ha llegado tarde a la plasmación de esa sensibilidad popular?

No, de hecho, en el caso concreto de México yo diría que la literatura fue pionera a la hora de articular un lenguaje que legitimase la estética y los valores culturales del norte del país, que es lo que yo trato de hacer en mis novelas. Es cierto que costó imponerse porque la literatura mexicana hasta hace no mucho estaba definida por el legado de autores como Octavio Paz, Carlos Fuentes o Elena Poniatowska, es decir, tenía una consideración de alta cultura. En este sentido, cualquier tentativa de abrirla a otros lenguajes vinculados a la cultura pop resultaba problemática. Hay un autor que para mí y los de mi generación es muy inspirador: José Agustín. Él fue pionero en recoger el lenguaje del rock e incorporarlo a la literatura y, de hecho, se le reconoce como el padre de la Literatura de la Onda [movimiento literario surgido en México en los 60], pero siempre fue un autor al margen. Desde el cine hubo alguna tentativa a la hora de reflejar esa diversidad de registros, pero el problema de la industria del cine mexicana es que siempre estuvo muy centralizada y las pocas veces que se ha intentado plasmar la idiosincrasia norteña se ha hecho reforzando el estereotipo a través de comediantes como El Piporro o Tin Tan, a los que adoramos pero que no representan lo que es el norte profundo.

¿Y qué rasgos definirían, según usted, la idiosincrasia norteña?

Es difícil de precisar. Lingüísticamente hablando el norte profundo es un territorio que resulta inextricable para alguien de fuera. Eso no quiere decir que nos arroguemos el uso exclusivo de unos códigos, el lenguaje es una expresión cultural de todos, pero abrir camino, superar las negaciones absolutas que se cernían sobre el lenguaje popular como expresión de una cultura y explorar sus posibilidades estéticas, es algo que hicimos, con carácter pionero, unos cuantos escritores. A partir de ahí ese territorio quedó abierto para que otros penetraran en él y pienso, por ejemplo, en cineastas como Luis Estrada con su película “El infierno” [2010].

De todas maneras, se trataría de un viaje de ida y vuelta ¿no? De hecho, en una entrevista, usted dijo que mientras la literatura aporta expresiones lingüísticas, el cine genera efectos en el espectador y da la sensación de que sus novelas están escritas para lograr en el lector esos mismos efectos.

En parte sí. En los procesos de corrección que practico al escribir, cada vez dedico más tiempo a buscar esos efectos, sobre todo los referidos a la creación de una cierta sonoridad. Para ello me baso en la puntuación, en el uso de onomatopeyas, en la elección de la palabra justa y de la expresión precisa… Al final se trata de generar una atmósfera muy definida que sea sugestiva para el lector, con independencia de su capacidad para involucrarse en la trama de la novela. Desde ese punto de vista, me gusta generar todo tipo de efectos, desde una sensación de angustia hasta un deseo erótico, pasando por la activación de la nostalgia o del recuerdo.

¿Eso explicaría que muchas de sus novelas lleven incorporada su propia banda sonora?

Comencé a evocar hits musicales en mis novelas como un modo de darle un descanso al lector y de activar en él ese efecto nostálgico que acabo de comentar. Sin embargo, me di cuenta de que integrando esas canciones en el relato confería a este una atmósfera adicional que lo hacía funcionar a otro nivel. Y es algo que mis lectores agradecen mucho, incluso alguno me ha hecho llegar CD’s con una suerte de soundtrack donde se recogen las canciones que aparecen en cada uno de mis libros.

Me llamó la atención leerle en una entrevista que su estilo nace de la posibilidad. ¿En qué sentido?

Escribir consiste en asumir riesgos. Eso te coloca frente a un abanico de posibilidades de cara a conseguir el efecto estético deseado. Para mí es muy importante que mis novelas se oigan, se escuchen. Con esa idea en la mente empiezo a explorar todas las posibilidades a mi alcance y de esa indagación va surgiendo un estilo. En este sentido, mi literatura no se parece a ninguna otra. Aunque cuente las mismas historias o toque los mismos temas que otros autores, lo hago apelando a mi propia voz.

¿Cómo consiguió encontrar su propia voz trabajando sobre un tipo de relato tan fuertemente codificado como el que propone la novela policial?

El género negro viene definido por una matriz que yo, como autor, respeto: en toda novela policial hay un delito y un investigador que puede contar, o no, con un ayudante y tener unos rasgos de carácter u otros. Después está lo que tiene que ver con la forma de construir la historia, con la elección de un lenguaje y con aquellos elementos que dotan de singularidad a la propuesta, como los escenarios elegidos o lo que comen o beben los personajes. Hay que saber apropiarse de todos esos elementos para encontrar la propia voz y, sobre todo, hay que intentar escribir aquellas líneas de texto que nunca antes se han escrito. Puede que se trate de un planteamiento imposible, pero te ayuda a trabajar.

De hecho, su estilo parece evolucionar novela tras novela. Da la sensación de que cada vez apuesta por una prosa más sintética, concisa, sin adornos. ¿Con el paso de los años tiende más a lo esencial?

En parte sí. Yo tengo la necesidad de que cada una de mis novelas sea diferente a las anteriores. Eso me hace afrontar cada nueva obra que escribo como si fuera la primera, algo que, inevitablemente, te lleva a un tipo de escritura más depurada. Al mismo tiempo, el hecho de no tener, a estas alturas, nada que demostrar, me hace querer ser más efectivo en el vínculo que establezco con el lector, buscando estrategias para que este se incorpore al relato más fácilmente.

A pesar de que, como ha dicho antes, su literatura no se parezca a ninguna otra, como autor ¿no se siente parte de una tradición? Se lo pregunto porque México siempre ha sido un filón para el género policiaco.

Es cierto y creo que algo tuvo que ver el hecho de que la considerada primera novela policial escrita en nuestro país, “El complot mongol”, de Rafael Bernal, gozase de un cierto éxito nada más publicarse. Poco después haría su irrupción Paco Ignacio Taibo II que es un autor querido y odiado a partes iguales, pero al que pocos pueden discutir su influencia. Tanto la obra de Bernal como la de Paco sentaron las bases de la novela negra mexicana, un género que durante años fue desdeñado, no solo por considerarse una literatura menor sino porque se decía que, en un país con una policía tan corrupta como la de México, resultaba poco creíble escribir sobre un proceso de investigación criminal. Cuando llegamos nosotros, esos prejuicios comenzaban a disiparse y, en todo caso, lo que hicimos fue acogernos a esa tradición para ir un paso más allá. A mí, por ejemplo, no me interesa tanto trabajar en un registro realista como servirme de la novela policiaca para presentar un espacio cultural.

¿Diría entonces que se mantiene vigente esa diferenciación que estableció Paco Ignacio Taibo II entre novela negra y neopolicial latinoamericano?

En los términos en los que él la estableció se trata de una dicotomía superada. Nosotros ya estamos en otra idea, en otro nivel, nuestras novelas no son ya simples ejercicios de género, sino que los rasgos de estilo, como comentábamos antes, tienen su importancia. Además, pienso que, hoy en día la novela negra, en México, pero también en otras naciones, se beneficia de una cierta aspiración nacional. Son muchos los escritores que se sirven del género para contar su país, o una parte de su país.