IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Rechazo ilusorio

No se puede gustar a todo el mundo, eso es un hecho, y una frase recurrente ante las críticas, las decepciones o la indiferencia; pero no la de cualquiera. En particular cuando nos referimos a quienes hemos querido que nos aceptasen, o incluso nos admiraran o quisieran; y cuando no es así, en un primer momento puede pasar una de estas dos cosas: le damos la vuelta a la tortilla y nos convertimos nosotros en quienes rechazan a los que nos han rechazado anteriormente, pensamos (y nos convencemos de) que el objeto de nuestro deseo previo carece realmente de valor y damos carpetazo –en falso–.

O quizá nos quedemos aferrados en una espiral obsesiva en torno a lo que ha fallado, tratando de dilucidar cómo puede ser que si tanto lo queríamos la otra persona no haya sido capaz de verlo e incluso disfrutarlo. Analizamos entonces a ese otro o esa otra, sus reacciones y pensamientos, pero realmente allí fuera no solemos encontrar respuesta; lo que nos mueve a darle vueltas obsesivamente. Lo que la persona haga después con esos pensamientos o sensaciones variará en función de cómo pueda gestionar la frustración o su grado de autoestima, pero ese es otro aspecto más amplio que lo que queremos abordar aquí –la historia personal es determinante–.

Sea como fuere, en cualquiera de las dos maneras de afrontar el rechazo que hemos descrito más arriba, la persona está tratando de saltarse algo inevitable, y algo que sucede dentro, no fuera de él o ella. Está tratando de saltarse el dolor. Y es que no todo el mundo puede aceptar que “no se puede gustar a todos”, o por lo menos a esa parte individual del “todos” que uno ha querido. No es fácil discernir la cantidad de expectativas que se colocaron en esa persona o sus reacciones hacia uno o una, y que se colocaron en secreto, sin que él o ella lo supiera jamás.

Pusimos expectativas que tuvieran que ver con la relación y lo que idealmente esperábamos de ella, pero también sobre los huecos internos que las personas tratamos de llenar a lo largo de la vida en cada nueva relación que tenemos (por ejemplo, puede que necesite ávidamente acumular pruebas de que soy capaz, digno o digna de amor, poderoso o poderosa; porque siempre he tenido hambre de todo esto desde mucho antes de conocer a esta persona). Estas últimas, suelen estar acompañadas de un pensamiento mágico, algo mágico va a pasar con esta persona, que va a hacer que yo deje de sentirme como me sentía; o alternativamente, va a hacer que me sienta como nunca me he sentido –y hubiera deseado– por dentro de mí.

Y dichas expectativas están tan íntimamente ligadas a nuestra vulnerabilidad que por un lado no solemos mirarlas como un deseo que surge de lo que nos falta, y por otro están tan preñadas de ilusión, de alivio esperado, de completitud, que renunciar a ellas es casi imposible. Y desde la estrechez de nuestra vulnerabilidad –porque probablemente para este momento ya la hemos escondido muy adentro en un lugar de difícil acceso para uno mismo, una misma–, pensamos de forma estrecha y llena de emoción que solo él o ella puede abrir lo que estaba cerrado y completarnos.

Y se nos olvidan dos datos relevantes: por un lado que no podemos ver en otros el potencial de mejora que no tenemos ya en nosotros mismos, no sabríamos reconocerlo –aunque quizá necesitemos su ayuda para notarlo–; y por otro, que la existencia de una persona que nos “complete” o nos “cure” es una ilusión que seguramente habla de quienes pudieron hacerlo en un pasado remoto, cuando no podíamos hacerlo por nosotros mismos, y fallaron.

Las buenas noticias son que esa completitud es del hombre o la mujer de hoy y puede estar actualizada siempre que recordemos que lo que nos falta no tiene por qué invadirlo todo; y que el otro, o la otra, puede compartir con uno o una pero no es parte de uno o una.