Alfons Rodríguez
en el interior de la prisión boliviana de san pedro

A la cárcel, en familia

La prisión boliviana de San Pedro, en pleno centro de La Paz, la capital de Bolivia, es el paradigma de las cárceles singulares. Los reclusos tienen que costearse su propio sustento en el penal, comprando o alquilando una celda, muchas veces compartida con su propia familia que, sorprendentemente, puede acompañar al preso durante su condena.

Una puerta se abre, dando acceso a una especie de mundo paralelo. Un mundo similar pero, a la vez, con diferencias sustanciales. Suena a opuesto, pero es normal caer en esta contradicción cuando se habla de la prisión de San Pedro, en La Paz (Bolivia). Una recia verja y un muro alto que no parecen impenetrables. Y no lo son. En el interior, viviendas que se funden sin principio ni fin, tanto en el espacio como en el tiempo. Para los que están dentro, el tiempo es el enemigo a batir, al que hay ganarle esta lucha. Para los de afuera la batalla está perdida, solo queda vivir. En el interior de esta prisión boliviana se oyen voces graves y roncas por unos pasillos que se abrazan, lúgubres, al patio luminoso que todos esperan ver una última vez. Como esperan ver por última vez la reja oxidada por el sudor de las manos anhelantes de libertad que se aferran a ella; una valla que separa esas dos realidades, tan cercanas y, a la vez, tan distantes.

Unos presos, que también son vecinos, juegan a cartas mientras unos niños corretean ausentes a la falta de libertad. La ropa tendida al sol suaviza las decrépitas fachadas y adorna las ventanas de las celdas que son los hogares de una ciudad que cumple su condena impuesta por un juez. Causada por un delito.

Mirar a los ojos de un preso, culpable o inocente, y estrechar su mano deja una mancha que parece imborrable, formada por una mezcla de olor a amargura y desesperación que lo impregna todo.

La vida dentro. En el interior de esta cárcel no se distinguen espacios en relación a los delitos cometidos, ya que es la condición económica del preso la que repercute en el lugar que habita o en el trabajo que consigue o desempeña. Es decir, esto es lo mismo que ocurre también fuera de la prisión, en las vidas libres. Existen secciones elitistas y zonas populares, y también zonas de escarmiento. Solo hay vigilancia junto a la puerta principal. Dentro de la cárcel está permitido hacer cualquier cosa que no moleste demasiado a los presos poderosos, a los negocios legales de algunos o a las ganancias ilícitas de otros. Los reclusos viven sin control, caminando libremente, curiosa paradoja, por el interior de la prisión. El recinto está dividido en zonas que, mientras en algunos casos cuentan con celdas con todas las comodidades de un hogar normal, en otros son verdaderos tugurios, infectos y malolientes. Cuestión de dinero. Como casi siempre.

Cuando el funcionario de prisiones de turno cierra la puerta, dentro quedan las miradas y las culpas, presas del pasado incorrecto de sus dueños. En el exterior todo recobra la normalidad, a pesar de que sea igual que en el interior: vendedores ambulantes, familias paseando, parejas sentadas al sol, el canto de los pájaros, niños correteando en los patios. Dentro las culpas pesan más, fuera lo que pesa es la impunidad de los que se libran injustamente.

Ernesto está preso en San Pedro, y es seropositivo. De forma no oficial, a causa de su enfermedad, no se le permite trabajar, ni siquiera que utilice los cubiertos o las tazas de ninguna de las cafeterías del penal. Bebe el café en una bolsa de plástico y se aferra a los barrotes de la reja con unas notas de papel en las que figuran su teléfono y su nombre escritos a mano. Si tiene suerte y alguien le acepta una de esas notas, tal vez esa persona le llame y pueda pedirle unos pesos para sobrevivir. Suele pasar el día en la sección conocida como Pinos, llamada así por unos enormes abetos que presiden el patio central de esta relativamente tranquila área. Ernesto habla con resignación sobre su estancia en San Pedro, sobre su pena por tráfico de drogas, sobre su lucha diaria por seguir adelante. A un lado, un pequeño altar empotrado contiene un cristo y una virgen que nos observan; a otro, unos jóvenes presos juegan al billar como si no hubiera culpa que pagar o libertad que anhelar.

Durante nuestra conversación, otros presos entregan a Ernesto una bolsa de plástico con una botella de Coca-Cola y tabaco. Este no para de tocarse el pelo y la cara. De repente, se le nota nervioso y expectante. No cesa de decir que necesita ayuda, en voz baja, observando a su alrededor. Estamos sentados a las puertas de una pensión llamada Cochalo, un negocio habitual en el interior de esta cárcel, para que los presos sin celda se puedan hospedar mientras cumplen condena. Pagando, por supuesto. Hay unos catres sucios tras una cocina y una barra de bar que hace las veces de restaurante del hospedaje. En la mesa de al lado una camarera sirve un plato de pollo con papas a otro preso, sentado bajo un cartel que dice “Almuerzos para familias”.

Ernesto me cuenta que cuando ingresó en San Pedro tuvo que pagar 300 dólares como tarifa de entrada. También dice, con ojos vidriosos, que cuando alguien se emborracha es típico buscar a Ernesto, el sidoso, para darle una paliza. Allí no está bien visto tener esa enfermedad. No es más que estigma y dolor. La marihuana le ayuda a soportar el sufrimiento, el hambre y a dormir un poco. Así es su vida. Cuando consigue unos pesos duerme bajo techo, pero muchos días lo hace en la calle, en las condenadas calles de San Pedro. Esas noches a la intemperie suelen acabar en una paliza y el robo de alguna de sus escasas pertenencias. Una puñalada en el costado izquierdo atestigua una de esas oscuras veladas. A Ernesto se le escapan unas lágrimas mientras explica su vida. Acabamos la charla de forma brusca, cuando unos tipos tatuados se acercan a nosotros y le sueltan un par de puñetazos y se largan. Así sin más.

Después de la libertad, lo más deseado en San Pedro podría ser tener un trabajo o un negocio con los que sobrevivir. Los negocios están en manos de los presos más pudientes, sobre todo los narcotraficantes más importantes y poderosos, que dirigen el cotarro desde sus cómodas celdas y sobornan a funcionarios para hacerse la vida en prisión más llevadera.

Los presos sin recursos son otra cosa. El trabajo escasea en el penal y, si además se trata de presos y familias de origen humilde, todavía es peor una vez que están dentro, pues nadie puede enviarles dinero. Constituyen el nivel más bajo de la cadena del narcotráfico. Son bolivianos o de otras nacionalidades que, ante la desesperación de la pobreza, caen en el negocio de la droga, ya sea como mulas –es decir, transportistas de sustancias estupefacientes–, como agricultores –aquellos que cultivan dichas sustancias en las selvas y las montañas de los países productores– o como pisacocas, que son los que pisan la coca para elaborar la pasta base.

Entre las distintas profesiones que se ejercen en el penal están las de peluquero, tendero, artesano, profesor (hay escuelas y guarderías en el interior de la prisión), carpintero, cocinero y un largo etcétera de oficios de entre los que destaca uno por su originalidad: los taxis. Los taxis son reclusos que estan coordinados por un delegado, también preso, y que se encargan de llevar mensajes y noticias de un lugar a otro dentro del penal, ya sea a través de compañeros o con los familiares desde el otro lado de la reja de la puerta principal. Ser un taxi suele estar vinculado con habitar la sección 1º de Mayo, el área más peligrosa y oscura de la cárcel, ocupada por drogadictos enganchados a la pasta base de cocaína. Parece que solo los que allí moran podrían entrar en ella a llevar un mensaje y salir de nuevo con una posible respuesta.

Autogestión obligada. San Pedro fue construido a finales del siglo XIX y desde entonces poco se ha mejorado y menos han invertido en su infraestructura los diferentes gobiernos. Esto ha generado una obligada autogestión por parte de los internos que, como respuesta al abandono del Estado, a la carencia y a la necesidad, han transformado los ambientes a su gusto, según las posibilidades de inversión de cada uno y han puesto en marcha negocios en ocasiones muy lucrativos. Es el caso de la elaboración de miniaturas basadas en objetos cotidianos, como coches, casas o guitarras, que se venden el día de la Fiesta de la Alasita o de los Deseos Soñados, cuando la gente se regala aquello que anhela en versión miniatura: un coche nuevo, una casa, un autobús...

Otro negocio lucrativo de antaño y hoy ya una práctica prohibida son los tours turísticos, en cuyo transcurso, y tras el pago de un puñado de dólares, los presos escenificaban diversas peleas y chutes de drogas para espanto y alimento del cinismo de los turistas europeos y americanos. De esto hace ya casi dos décadas. Afortunadamente hoy ya no se puede visitar la cárcel como turista. A pesar de esa lucha por salir adelante, no es fácil habitar un sitio pensado para 350 reclusos si está ocupado por casi 2.000 personas, entre condenados y familiares.

Otro de los grandes negocios de San Pedro es el inmobiliario. Las celdas no son asignadas por las autoridades penitenciarias al ingreso en prisión: cada metro cuadrado es objeto de la especulación inmobiliaria y se puede comprar, vender o alquilar a unos precios que están supeditados a las lógicas leyes de la oferta y la demanda. Se dice que el suelo en San Pedro es de los más caros de Bolivia. Los reclusos más adinerados invierten en la adquisición de celdas con las que especular o alquilar a los recién llegados.

Otra de las peculiaridades de la organización social del lugar es la recaudación de impuestos. Se suele llevar a cabo por secciones y con lo obtenido se sufragan fiestas y celebraciones populares como los carnavales u oficios religiosos importantes. Cuando alguien no puede pagar sus impuestos estará obligado a ser salonero. Esta categoría social es una especie de humillación que consiste en limpiar retretes, sacar la basura y barrer las calles. Y es obvio que la higiene no es algo que sea algo muy propio de San Pedro.

Familias condenadas. La familia Ramírez está formada por un matrimonio y cinco hijos, el más joven nacido en la prisión, en la celda de 4 metros cuadrados que todos comparten. La condena del padre fue por robo y asesinato. Hay muchos casos como este entre aquellos muros. Respetar a esas familias y a los menores es una norma no escrita pero que todo el mundo cumple, incluso más que las propias leyes bolivianas, dicen los internos. Cuando un hombre comete un delito e ingresa en prisión, deja sin recursos a su familia y su mujer y sus hijos puede que no tengan otra alternativa que acompañarle en su nueva condición. Lo que queda fuera es aún peor. Claudia se quedó a vivir con su madre cuando su marido entró en prisión hace años. Cuando la madre de Claudia murió, no tuvo elección: ella y el pequeño de 4 años, hijo de ambos, se tuvieron que mudar a vivir a San Pedro.

Hace años se produjo un caso muy curioso. La señora Susan Gómez, una abogada, visitó San Pedro por motivos de trabajo y conoció a Nasipio Gómez, preso por tráfico de droga desde hacía tiempo. Se enamoraron y se quedaron a vivir en la sección Pinos, donde nació su hijo. Pero hay otros casos diferentes y frecuentes. Es normal que una vez que han entrado en prisión, los presos sean abandonados por sus familias. A la mujer no le sirve quien no contribuye a la ya escasa economía familiar y se ve obligada a formar un nuevo nucleo familiar. A todo esto se añade el hecho del estigma que supone tener un marido preso.

En definitiva, son experiencias que no se corresponden con la normalidad que debería vivir una familia: vivir en prisión. Muchos de estos casos son tremendamente dolorosos, como el de los detenidos preventivos que, en virtud de la “retardación de justicia”, durante años permanecen encerrados sin juicio y sin la posibilidad de pagarse un abogado. En Bolivia, como en tantos otros lugares, la pobreza es el peor de los delitos en muchas ocasiones. En otras, solo sirve para alimentar la delincuencia. Lejos de Bolivia, en África, se dice que un hombre hambriento es un hombre peligroso. Y los hombres peligrosos pueden acabar en la cárcel.