IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Salvar el parque para salvar la democracia

Existe una cierta corriente crítica liberal que opina que el individuo es libre de tomar sus propias decisiones, y que el entorno no influye de manera sustancial en el desarrollo de las ideas o las oportunidades. Son las mismas voces críticas que opinan que, por ejemplo, la perspectiva de género en urbanismo es una pérdida de tiempo, porque, si se hace un buen urbanismo –sin saber definir qué es un buen urbanismo–, las mujeres optan a un espacio igualitario a los hombres. Son las voces que dicen que el espacio es neutro, que no es necesario apoyar más a un colectivo que a otro, las mismas que dicen «a mí nadie me ha regalado nada».

La historia no ha hecho sino probar que la afirmación de la neutralidad del espacio es falsa. Como ejemplo, nada mejor que hacer un repaso por numerosas expresiones de descontento popular que galvanizan en actos multitudinarios en sitios públicos, en plazas, parques y avenidas. Que la ciudad postindustrial se iba a convertir en un campo de batalla social ya lo tenían bien claro los poderes burgueses en el Estado francés durante el Segundo Imperio, cuando se inventaron la expropiación forzosa para crear, con línea gorda, anchas avenidas por todo París.

Se querían evitar revueltas como las de la Revolución de 1848 o 1871, al tiempo que se desplazaba a los obreros al extrarradio, amen de calentar la economía a golpe de operación urbanística. Todavía resonaba el eco de la columna Vendôme cayendo al suelo y reventando el busto de Bonaparte de mano de los Comuneros de 1871, que sabían muy bien la importancia de arremeter contra los elementos simbólicos públicos.

El simbolismo, en ocasiones, no se focaliza en la estatua de tal o cual gerifalte, sino en la capacidad de reaccionar a una injusticia de modo público y colectivo. La expresión de descontento ante el “régimen del 78” cristalizó en el Estado español en la ocupación de la Plaza del Sol, en Madrid, y la Plaza Catalunya, en Barcelona, donde se protestaba al mismo tiempo por todo y por nada. La crítica por parte del PP a la propia protesta (ese rancio discurso de que los manifestantes acampados en Sol perjudicaban al comercio circundante) evidenciaba esa tensión entre quien entiende el espacio público como un medio más de producción económica, y quien lo hace como una extensión de la vida personal misma. El mismo esquema de protesta se siguió en la plaza Syntagma de Atenas o en el parque Zucotti de Nueva York por parte del movimiento Occupy Wall Street.

En otras ocasiones, la falta de neutralidad de un espacio se demuestra no en la causa sino en las consecuencias de una protesta: cuando Robert Moses, el responsable de infraestructuras de la ciudad de Nueva York, trazó el master plan de autopistas en 1950, se planteó cargarse el parque Washington, vía de acceso al Lower Manhattan, dividiendo de facto Greenwich Village, que era una zona con marcado acento peatonal y progresista. Moses tuvo la desgracia de tener enfrente a un buen número de activistas, encabezados por la hoy famosa Jane Butzner, conocida como Jane Jacobs. La lucha dio su fruto, y se convirtió en un símbolo de resistencia contra los proyectos de renovación urbana. Al final, lo que parecía una protesta por un parque se convirtió en una oposición a la ciudad que el funcionalismo y el capitalismo de la posguerra mundial planteaba.

El parque Taksin Gezi. El último ejemplo del poder de unir lucha pública en el espacio público y por el espacio público lo tenemos en Turquía. Erdogan ha visto cómo las elecciones municipales, repetidas por mandato judicial, le daban un sopapo de democracia, al arrasar la oposición en las nuevas elecciones. El movimiento en su contra se inflamó con las protestas de 2013 oponiéndose a la remodelación del parque Taksin Gezi, una de las últimas áreas verdes del distrito histórico que lo cobija. Los futuros planes de desarrollo para el parque incluían un centro comercial y una zona residencial. Un grupo de ecologistas comenzó la protesta, que en unos meses de revueltas tuvo como resultado un total de ocho muertos.

No puede ser casualidad que los sitios públicos sean causa y consecuencia de cómo vivimos; su neutralidad es falsa y cada vez que queremos expresarnos como colectivo no dudamos en acudir a ellos. Por ello, hay que estar siempre vigilantes de normas y ordenanzas que busquen tener un espacio neutro, monótono y acorde, porque pretender que sea así es propio de un necio –una persona que no sabe cómo funciona la ciudad– o un malvado –alguien que no quiere que funcione–.