IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Depresión y tú

Existe alguien que no haya usado este adjetivo para describir su estado alguna vez en lo cotidiano? Podemos estar de acuerdo en que la experiencia común es que estamos tristes pero es importante distinguir la tristeza de la depresión: la tristeza es una emoción espontánea, como el miedo o la alegría y, como tal, tiene un desarrollo orientado a un fin y una duración determinada. Cuando estamos simplemente tristes, bien por haber perdido algo importante o porque nuestro sistema nervioso está decaído, es cierto que tendremos una tendencia a estar menos activos, menos comunicativos, pero querremos que alguien cercano nos acoja mientras nos desahogamos, que no juzgue nuestras lágrimas o las frases catastrofistas que somos capaces de soltar aunque no las creamos de verdad.

La descarga de la tensión con alguien que está en sintonía con nuestro sentir, nos respeta y nos escucha sin juicios, alguien que espera a darnos los consejos a que hayamos terminado de doler, normalmente da paso a otra fase en la que la tristeza es menor y la tensión disminuye o simplemente desaparece –en función de la magnitud de la pérdida–. En otras ocasiones, las ideas recurrentes que se desencadenan junto con esa sensación de pérdida, a menudo fruto de la soledad y de no haber dispuesto del tipo de interlocutor que narrábamos anteriormente, generan un escenario mental de desgracia que va ganando en fuerza a medida que dejamos de compartir lo que nos está pasando y, por tanto, de recibir el consuelo que disminuye la tensión y permite liberar la energía para crecer.

Esta tendencia a escucharnos demasiado en las ideas catastróficas es parte de un mecanismo de defensa aprendido probablemente en otros momentos de la vida en los que no hubo nadie ahí, o no suficientemente cuando tuvimos momentos de vulnerabilidad. Y es que, si hay algo que los seres humanos hacemos “de maravilla”, es llegar a la conclusión de que no necesitamos del otro cuando este nos decepciona, y empezar a tratar de barajar el mayor número de opciones posible para resolver lo que sea por nosotros mismos.

El problema es que ese barajar se hace desde el mismo lugar de vulnerabilidad, solo que con la máscara de la displicencia, como si no nos importara esa vulnerabilidad. Seguimos adelante, nos esforzamos, pero con los cimientos de la tristeza, la incapacidad… y del enfado puesto a un lado. Y es que, cuando nos mostramos tristes, evolutivamente estamos usando el lamento para convocar al otro mientras nos recuperamos del impacto, y cuando esto no sucede, la queja aumenta el llamamiento. Esa queja es una forma de tratar de hacer impacto cuando el lamento no ha funcionado (quienes tengan hijos pequeños conocerán este tránsito). Si aún así no se obtiene la atención requerida, no sabemos qué más hacer; entonces nos agotamos, nos vaciamos de energía y después nos retiramos, con las ideas catastróficas como compañía, más una sensación de “no merece la pena”.

Ahora es casi el cuerpo entero el que pierde su sentido de supervivencia, se instala la derrota y lo llamamos depresión, pero ya no como una simple tristeza espontánea, ni como una gripe vírica o con un desequilibrio de neurotransmisores como causa primordial, sino como resultado de un proceso de aislamiento para garantizar la supervivencia cuando la tristeza y vulnerabilidad han sido profundas, al igual que el desamparo. Y es que, no es por casualidad que la tristeza profunda más el desamparo den como resultado la sensación de que la vida se va, así era cuando nuestra vulnerabilidad era mayor que nuestros recursos, tanto filogenética como evolutivamente. Revertirla implica primero reconocer la necesidad de otra persona que sí sienta el impacto del dolor, pero también reconocer la rabia producida por no obtener apoyo como lo necesitaban, y hacerlo de forma honesta y abierta, hasta que esa persona pueda volver a llorar como antaño, como aquella vez, antes de sentir que nadie escuchaba, y esta vez sí, tener a alguien al lado.