Fermin Munarriz, fotografía: Luis Jauregialtzo/FOKU
Entrevue
FRANCISCO LETAMENDIA «ORTZI»

«La política debe buscar la felicidad» - Francisco Letamendia «Ortzi»

El confinamiento obliga a mantener la conversación por medios telemáticos; un aislamiento que preocupa a Paco Letamendia por las consecuencias políticas y la voracidad de las multinacionales que soñaban esta atmósfera distópica.

La distancia, sin embargo, no atenúa el torrente de ideas, nombres, fenómenos y reflexiones de este buen conversador. Tiene vocación pedagógica y disfruta de ella; incluso ahora, ya oficialmente jubilado pero en plena producción intelectual en la investigación. Es su «adicción».

Sin ir más lejos, el estado de alarma frustró por apenas unas horas la presentación de su nuevo libro, el segundo tomo de “Cultura política en Occidente. Arte, religión y ciencia”, dedicado a la Edad Media-Revolución Francesa. Es parte del broche de oro de una fértil y no siempre cómoda carrera académica, su opus magna, una vasta obra en construcción de cuatro volúmenes sobre la historia política de la civilización occidental.

Paco Letamendia Ortzi acumula a sus 76 años un caudal enorme de experiencias como explorador de la política. Creció en una familia burguesa donostiarra, pero quiso descubrirse como obrero, para acabar defendiendo a trabajadores y presos políticos. Fue el abogado defensor más joven del Proceso de Burgos, con solo 26 años. Conoció el refugio en Ipar Euskal Herria y volvió al sur para ser elegido diputado en el Congreso español por Euskadiko Ezkerra en pleno proceso constituyente. Defendió el derecho de autodeterminación en solitario, se incorporó a Herri Batasuna y se despidió puño en alto ante un hemiciclo perplejo. Le llamaron «diputado de ETA»; él cuestionó la estrategia político-militar. Se exilió de nuevo, sobrevivió en duras condiciones en la universidad de París, hasta su vuelta e incorporación al mundo que siempre había tenido por suyo, la investigación y la docencia, en la UPV-EHU.

Ha publicado treinta y cinco obras, en su mayoría investigaciones históricas y de ciencia política, muchas de ellas sobre el nacionalismo vasco. Es profesor emérito de Ciencias Políticas y, como Aristóteles, cree firmemente que la política debe buscar la felicidad de las personas. Tal vez por ello le resulta conmovedor el aplauso colectivo de esta crisis a las 20.00 de la tarde: «Se crea comunidad, solidaridad; es maravilloso, te sientes un ser humano entre humanos».

¿Qué fue antes, la política o el ejercicio del poder?

La política y el poder nacieron al mismo tiempo; es decir, cuando se formaron grupos humanos y en esas comunidades –y también entre ellas– surgían conflictos. Podían ser económicos, de género, por la lengua, religión, culturales... Tendían a resolverse a nivel de la sociedad civil, de lealtades familiares, pero llegó un momento en que eso no bastaba. Tenía que haber una intervención vertical que obligara a la gente a resolver los conflictos. Es entonces cuando nace lo que hoy en día llamamos política. La realidad política permanece desde siempre, pero la política institucionalizada nació cuando hubo un poder vertical.

Es decir, el gobierno...

Sí.

¿Entonces, para la política hacen falta gobernantes y gobernados?

Hacen falta cuando hay una política vertical carente de legitimación. Cuando la decisión viene desde arriba. Eso, desgraciadamente, ha acompañado a la humanidad desde que se institucionalizó el poder. Rousseau dice que el poder político surgió en el momento en que un hombre cercó la tierra y dijo “esto es mío y tengo la capacidad de impedir que alguien lo toque”. Entonces nace el poder político como lo conocemos, pero la política existe desde siempre. Además, la política era beneficiosa, tiende a poner las bases que permitan superar las necesidades y los sufrimientos.

Arte, religión, economía, ciencia, pensamiento... son pilares de la civilización; sin embargo, como argamasa de todos ellos siempre aparece la política. ¿No podemos vivir sin ella?

En realidad, todas estas actividades humanas han ido surgiendo de modo espontáneo, pero han sido recuperadas por la política porque a sus titulares les hace falta legitimación. Y la legitimación hoy en día viene de las ideologías o de las identidades políticas.

Hasta la Revolución Francesa, las identidades políticas y las ideologías no existían; lo que había era la religión, el arte o la ciencia, que eran los instrumentos que daban legitimidad a los gobiernos. Por ejemplo, los templos religiosos eran una manera de legitimar el poder; también la ciencia lo ha hecho construyendo modelos de poder político. Y, cuando cambia el poder, cambia la ciencia. Fíjate en el cambio que supone el paso del geocentrismo (la tierra en el centro del universo) al heliocentrismo (el sol en el centro)...

El poder no se retiene solo por la coerción; necesita además la hegemonía cultural. ¿La política cumple también esa función de dirección intelectual y moral del poder?

Le gustaría ser el centro de esa dirección moral, aunque cada vez flaquea más. La persona que más ha teorizado sobre esto ha sido Gramsci, que venía a decir que el Estado es coerción para imponer unas leyes que vienen de arriba. Y antes, el que mejor expuso ese tema fue Hobbes: “Señores, vuestra vida está en peligro y la única manera de preservarla es el respeto absoluto al Estado-Leviatán”.

Gramsci es comunista y habla del Estado liberal antiobrero; desde la coerción y a través de la política vertical se imponen las leyes, y la hegemonía es lo que hace aceptar la coerción. Esa hegemonía se la dan al Estado los intelectuales orgánicos. Y Gramsci dice que tiene que haber intelectuales que vayan a la contra de ello, los intelectuales de la clase obrera, del comunismo... Él opinaba que el gran intelectual de la clase obrera debía ser el Partido Comunista, pero se ha visto que por ahí no iban las cosas... Pero sí hacen falta intelectuales y partidos políticos que creen nuevas hegemonías, por supuesto que sí.

 

¿Hasta dónde llega el poder real de la política? ¿Hay algún ámbito de la vida en que no esté presente?

Si quedaba algún ámbito es pequeño, y este neocapitalismo telemático lo ha reducido más. Por ejemplo, te metes en el metro y ves a gente que no se habla entre sí, que están inmersos en su móvil, aislados. Sin embargo, esos individuos completamente aislados dependen del discurso de las grandes multinacionales que dirigen ese fenómeno.

Usted ha investigado, incluso, sobre la política en la cocina. ¿La mesa esconde también conflictos de clase y luchas de poder o de género?

Totalmente. La cocina es muy selectiva. La alta burguesía come diferente a la media burguesía y distinto de la clase trabajadora. Hay sitios donde no se evidencia tanto esta diferencia, pero la cocina está regida por la política del gusto.

La cocina ha estado muy vinculada a la política. Los actos creadores de la sociedad política siempre se hacían en banquetes. El banquete está presente en toda la historia clásica. La comida tiene también su propia geometría. El lugar de honor de la mesa está ocupado por el pater familias o, si es un comedor grande, por un espacio para la persona de relieve.

Cuando se pretende evitar esa situación o se quiere crear una democracia de base, cambia la escenografía. Por poner un ejemplo cercano: las mesas corridas de las sidrerías, donde a veces no hay ni sillas. ¿Qué quiere decir eso? Que no hay un lugar de relevancia, que la gente se puede comunicar entre sí. En la sociedad feudal está representada en la mesa redonda entre iguales. La geometría de la mesa tiene muchas significaciones.

¿La política se cuela también en nuestras camas?

Por supuesto. Basta fijarse en el espacio religioso para detectar una actitud u otra hacia la sexualidad. En la India los templos parecen un conjunto de pornografía; en cambio, todas las religiones nacidas en el Medio Oriente –el islam, el judaísmo y el cristianismo– son pacatas a nivel sexual. El sexo es impuro, hay que practicarlo solo para reproducir la especie. De ahí viene también el estereotipo negativo de la mujer, que es de quien procede la tentación al hombre... Está en la Biblia. La mujer ha nacido de la costilla del hombre; es decir, está subordinada. Y arrastramos la influencia hasta hoy.

A partir del siglo XVII, en Occidente el Estado-Leviatán se mete en la vida privada, en colaboración con los curas católicos y los pastores protestantes, a través de la mujer e introduce el temor al sexo. Ha costado mucho superar esa concepción impura y repugnante del sexo.

La historia de la humanidad es también la historia de los conflictos. ¿Es la guerra la máxima expresión de la política?

No. Un principio inherente a los grupos políticos es el conflicto de identidades: el “ellos” y el “nosotros”. Allá donde hay grupos diversos existen siempre ellos y nosotros. El nosotros tiene una carga afectiva de la que carece el ellos. El ideal es que entre ellos y nosotros haya respeto mutuo e intercambio cultural. Lo que ocurre es que muchas veces no lo hay y, en lugar de la dicotomía ellos-nosotros, surge el “amigo” y “enemigo”. Yo debo protegerme de ti y de los tuyos porque, si no, me vas a eliminar... Eso crea, además, estereotipos irreales del otro.

Las guerras muchas veces están basadas en puro cálculo de intereses, de expansión de mercados pero, una vez que empiezan, recurren al estereotipo de amigo y enemigo, que deja satisfecha y sin remordimiento la conciencia para aplastarse.

¿Se puede hablar de una ética de la política? Hay un abismo, por ejemplo, entre un político profesional corrupto y un militante revolucionario altruista...

Algunos políticos han volcado tanta suciedad que no se ve más allá, pero la política debería ser un ejercicio noble. Creo, como Aristóteles, que la política debe buscar la felicidad mediante la resolución de los conflictos. Cuando no es así, la política se convierte en algo infernal.

Puede haber una política violenta y una política corrupta. La corrupción consiste en la confusión entre dos mundos que, tomados por separado, tienen su legitimidad y sus leyes, que son la consecución de ganancias y la resolución de conflictos; pero, cuando se juntan, dan lugar a algo desastroso, que es la corrupción.

En cuanto a la militancia revolucionaria, tiene otras motivaciones. Hay gente que se acerca a la política pero no para conseguir beneficios; milita porque le convence un ideario político, quiere resolver las cosas, se entrega a esa causa y acepta algo que a mí no me gusta personalmente, las relaciones de ordeno y mando, la subordinación que dicta el partido político. Pero la militancia es totalmente honrosa.

¿Qué tiene de adictivo la política, que engancha a tanta gente?

Engancha sobre todo cuando tiene un componente de amigo-enemigo. Pero la adicción es similar a la de cualquier otra actividad humana. El arte también puede crear adicción... No me parece muy sano. Obviamente hay adicciones peores que otras. Tiene una cierta lógica, pero es mejor no ser adicto a nada.

Usted conoce la política desde diferentes perspectivas, desde la práctica y desde la ciencia. ¿Qué se descubre en la praxis que no se halla en los documentos?

Yo he sido siempre un investigador, un docente. Me siento hermanado con mis estudiantes. Acepté ir al Congreso de los Diputados porque creía que allí también podría hacer pedagogía. Y, hasta cierto punto, conseguí bastante respeto. Hacía pedagogía, y con cierto nivel, de cosas que iban en contra de lo que se estaba moviendo en aquel momento.

Recibió amenazas de muerte muy serias si persistía en su propuesta de incluir el derecho de autodeterminación en la Constitución española durante el proceso constituyente de 1977. Pero insistió.

Sí, yo había ido a hacer pedagogía del derecho de autodeterminación. A las fuerzas contrarias no les interesaba, pero tampoco el Partido Nacionalista Vasco estaba por la labor de que se hablara de autodeterminación... El hecho de que aguantara mecha allí me hizo ganar cierto respeto. De hecho, dejó una semilla que luego ha fructificado en otros sitios. Aunque tuve mis más y mis menos.

¿Siente añoranza de aquellos tiempos?

Ninguna, en absoluto. Cuando me fui al exilio me sumergí en la investigación. Tuve la suerte de que me admitieran en la universidad de París, aunque económicamente lo pasamos muy mal, pero yo soy un hombre de cultura y la cultura francesa es incomparablemente superior a la española. Allí tuve muchos alicientes. Fui amigo de Félix Guattari, me relacionaba por Pierre Bourdieu, Madelaine Réberioux... Al volver aquí, durante tres años no me dejaron entrar en la universidad al nivel más ínfimo, pero me llevé muy bien con los estudiantes y me valió muchísimo. Todo el mundo conoce lo que me hicieron luego con la cátedra. Había planes de echarme de la universidad y si no lo hicieron fue por la reacción de los estudiantes y de los profesores.

Y para usted, que conoce ambos lados de la barrera, ¿qué tal es la relación entre los intelectuales y los políticos?

Yo creo que tiene que existir. La política sin partidos no es nada y los políticos son sujetos influyentes. Conozco a algunos, especialmente de la izquierda abertzale, como Arnaldo Otegi y otros a los que tengo franco respeto y admiración.

Insisto en que uno de los puntales de una acción rupturista y a favor de la liberación nacional y del socialismo pasa por la construcción teórica. Y eso, por lo general, y también en Euskal Herria, no lo hemos tenido suficientemente en cuenta.

Siempre en un movimiento rupturista ha habido intelectuales a los que se ha aprovechado para que contribuyan. El partido es más importante, pero los intelectuales dan un soporte teórico a esa lucha. Y no pasa necesariamente por la militancia. Hablo con mucha gente que también ve esta realidad, que querrían contribuir como intelectuales pero no ven la manera de tener un engarce y una proyección real en la vida política abertzale.

Estamos ante la mayor crisis planetaria desde la II Guerra Mundial. ¿Además de la biología, la pandemia es consecuencia de otras razones?

Por supuesto. Yo no quiero hablar por boca de ganso; no soy biólogo ni epidemiólogo, pero es claro que en los treinta últimos años el capitalismo ha creado un mundo sobreexcitado y ha esquilmado la naturaleza. Hace tres meses estábamos viendo incendios pavorosos, tormentas que no se sabía de dónde venían, sequías impresionantes... ¿Cómo eso no va a afectar a organismos que están ahí? La pandemia se ha convertido en una especie de venganza poética, o tal vez diabólica, a la agresión del ser humano a la naturaleza.

Ha habido también una acción política consciente de recortar en sanidad al servicio de los beneficios de las grandes empresas. Ha sido una constante en todo el mundo, con unas multinacionales canallescas. Eso nos ha conducido a las consecuencias de la pandemia.

El virus no conoce fronteras, clases ni razas; sin embargo, ha puesto de manifiesto como pocos otros fenómenos, tales como la brecha social, las desigualdades...

Empezando por una cosa: estamos viviendo en nuestra propia carne una experiencia extraordinaria pero mil veces mejor que la situación absolutamente infernal e inhumana en que están viviendo, por ejemplo, cientos de miles de personas en las fronteras entre Turquía y Europa. Viven en el horror permanente.

Se está generando también algo que al neoliberalismo le viene bien: desconfianza entre la gente, la posibilidad de que se creen grupos tribales para fomentar la pugna de unos contra otros.

¿La solidaridad de estos días, o el impulso de ubicar a las personas en el centro de la vida y de las prioridades, se trasladará al campo político del futuro?

No lo creo, ¡lo deseo! No tengo suficientes indicios para creerlo, pero hay que hacer todo lo posible. Es muy positivo y debemos extenderlo. Y otras cosas que han surgido en este momento; por ejemplo, la crítica total contra esa política neoliberal de acabar con el bienestar, que además está trayendo desastres ecológicos.

Yo no estoy en contra del confinamiento, pertenezco además al grupo de riesgo, pero creo que esas circunstancias que está creando el confinamiento son las soñadas a medio plazo por las multinacionales telemáticas y de la comunicación: personas absolutamente aisladas y grupos que convertirán en colectivo ese rechazo del otro. Puede haber gente que sea el virus moral paralelo al coronavirus. Me parece temible.