Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Delirios de permanencia

Con la llegada de la primavera y el buen tiempo, también despiertan en muchos de nosotros los deseos de movimiento. Externo por un lado, pero también interno. Los últimos meses han estado marcados por el agotamiento generalizado, por la tensión o las restricciones. Esto sigue creando situaciones de impacto en la salud mental de muchas personas que están peleando en estos momentos con la ansiedad, la depresión o simplemente el agotamiento. Y, a pesar de que resulte difícil en medio de la tempestad, es bueno recordar que, del otro lado de esa pelea, aguarda una nueva realidad, más ajustada a las necesidades propias de un mundo que sin duda ha cambiado, sin poder elegir.

Y es que, no solamente en esta extrañísima situación en torno a la pandemia, sino en cualquier experiencia que nos desafía profundamente, sí hay algo en lo que todas las personas nos vemos obligadas a elegir en determinado momento; llegado el caso, no nos queda más remedio que elegir entre lo antiguo y lo nuevo, lo conocido y lo incierto, el pasado o el futuro.

Por lo general, antes tratamos de aferrarnos a lo conocido, a lo que nos ha servido en otras ocasiones similares, utilizando la mínima cantidad de recursos posible para ello. Cuando esto no funciona y la apuesta ha de subir, es cuando la elección se hace más evidente, incluso explícita en la mente. Sin embargo, es habitual que tratemos de retrasar la misma el máximo tiempo posible, como si confiáramos ciegamente en que las aguas volvieran a su curso sin tener que intervenir, sin cambiar voluntariamente nada.

Así, tratamos de aguantar, lo intentamos con más ahínco, negamos el cambio que se avecina, o distorsionamos la percepción de la situación. Por ejemplo, aguantamos ciertos comentarios cuando ya sabemos que nos resultan intolerables, montamos planes para tratar de salvar una relación que sentimos terminada –o se tiene un bebé en el peor de los casos–, seguimos cuestionando la validez de hacer ejercicio cuando el médico nos da un toque por el sobrepeso, o usamos sustancias que nos embriaguen el temor a un cambio de residencia. Y todo ello sabemos que tendrá una eficacia muy limitada para realmente frenar el cambio o, al menos, tendrá una fecha de caducidad.

Somos capaces de invertir grandes cantidades de energía y recursos para no cambiar lo que se ha hecho esencial en nuestro sistema a lo largo del tiempo, aunque sea imprescindible hacerlo, y aunque tengamos los recursos para ello. De hecho, una situación como la que estamos viviendo nos implica un cambio inevitable. Todos, en cierto modo, hemos tenido que negociar internamente para concluir qué comportamientos, rutinas, e incluso valores y relaciones, son los apropiados para adaptarnos mejor a un mundo que ya ha cambiado con el coronavirus. Podríamos no hacerlo, tratar de seguir adelante como si nada hubiera pasado realmente, como si solo fuera un tema de conversación pero que incide lo justo en el día a día.

Y habrá quién diga que es evidente que nos influye, que nadie puede negar su impacto, sin embargo, lo hacemos abiertamente cuando nos negamos la posibilidad mental de estar cansados, de tener miedo, de cambiar de opinión sobre lo que consideramos importante, o poner en duda las relaciones que se han tambaleado, las ocupaciones que no merece la pena mantener –quien puede elegir–, o los valores que se han hecho más importantes en el último año. Y toda esa revisión implica cambios y a menudo profundos si somos honestos con nosotros mismos, lo cual influye en lo concreto del día a día.

Es un trabajo, un desafío preguntarnos ¿y ahora qué?, pero el mundo ya ha cambiado, eso ya ha sucedido al margen de nuestra elección; así que no revisarnos, desear que nada de esto hubiera pasado, quizá sea parte de nuestro duelo pero, llegado un punto, también puede convertirse en un tanto delirante.