Igor Fernández
PSICOLOGÍA

La travesía

Decía Fernando Pessoa que «llega un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares. Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos»; casi uno querría dejarlo ahí, no escribir más y que las palabras calaran, en particular a aquellas personas que notan la incomodidad, la inquietud de una cotidianidad que parece haber perdido su propósito o su sentido.

A menudo, los grandes cambios vienen catalizados por un evento que hace insostenible lo anterior; y, empujados por la inevitabilidad de habernos dado cuenta, afrontamos la susodicha travesía. Lo habitual es que crezcamos ‘a la fuerza’, pero hay ocasiones en las que la propia incomodidad nos evita la catástrofe; es decir, antes de que el sistema que hemos montado se colapse por agotamiento, nuestra mente inconsciente ya ha reunido suficientes datos como para plantearnos (a su manera) la necesidad de un movimiento.

Esa manera suele caracterizarse por las ‘señales’ poco evidentes en un primer momento; por ejemplo, en el cuerpo: cuando empezamos a sentir ansiedad, inquietud, nerviosismo o tensión ante una rutina que antes nos resultaba inocua, anodina e incluso agradable. También podemos empezar a quejarnos por esa misma realidad antes asumida, aduciendo motivos de efecto desproporcionado para cualquier observador, pero lo hacemos con una indignación que a nosotros, a nosotras, nos resulta absolutamente legítima. Esa irritación poco a poco va creciendo, sin que podamos realmente dar razones de nuestro malestar verdaderamente convincentes, ni hacia afuera ni hacia adentro.

La toma de contacto con ese desequilibrio para este momento ya empieza a ser inquietante, a la luz de la acumulación de manifestaciones de incomodidad, también puede ser a cierto punto, confusa; pero difícil de disfrazar. Nos esforzamos entonces en retomar el control, o bien minimizando las sensaciones: distrayéndonos, sedándonos, justificándonos; o bien ejerciendo presión para detener el avance de la ‘cascada’, quizá criticándonos por sentir lo que sentimos y no entenderlo, quizá combatiendo contra los que nos señalan nuestro estado; todo ello para tratar de volver al estatus quo sin que “todo esto haya pasado”.

A veces tenemos éxito y nos aplacamos, podemos volver a vestir un rato más la vieja chaqueta de Pessoa, recorrer un tramo más el viejo camino; pero, allá al fondo, suele haber algo de irreversibilidad. Si el sistema ha alcanzado un punto crítico, las sensaciones antes mencionadas volverán a aparecer, quizá haciéndose presentes por otro lado, de otra manera; puede que esta vez en forma de melancolía, inapetencia o falta de ímpetu, insomnio o, directamente, una contractura. Puede que también nos encontremos soñando despiertos más a menudo, como un niño mirando al exterior en un aburrido día de lluvia, o recuperando recuerdos de otras épocas en las que ‘éramos realmente felices’.

Y hay quien, llegado a este punto vuelve a intentarlo, vuelve a distraerse como puede, esta vez creando una nebulosa más densa, con sensaciones menos conectadas con lo que inquieta, tras el primer intento y éxito en sofocar las ‘revueltas internas’. Entonces, ni siquiera se puede recorrer o vestir lo viejo, se instala el desánimo, la tristeza y, como dice el maestro portugués, nos miramos a nosotros mismos, sentados al borde del camino, del que no sabemos salir pero que ya no nos pertenece.

Otras personas tienen la audacia de volver sobre sus pasos hasta el lugar en el que se perdieron y vuelven a apropiarse de lo suyo, reconstruyen su pareja, matizan su profesión, recolocan su ideología o cambian de residencia, sin ponerlo todo patas arriba, sin romper pero con la convicción de no volver a sentir aquella opresión en el pecho nunca más.