Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Banalizar

En todas las culturas los grupos humanos han buscado la manera de enfrentarse conjuntamente a aquello que genera miedo. Los eventos, personajes y situaciones con el poder de generar miedo en un grupo han sido convertidos en algún momento, de alguna manera creativa, en algo más manejable. El miedo es una emoción imprescindible para la supervivencia, nos prepara para tomar decisiones drásticas que nos alejen de un peligro que entendemos que puede acabar con nosotros, herirnos o despojarnos de nuestros poder y capacidades. Lo curioso del miedo es que, para que funcione, tenemos que sentirlo antes de que nada suceda realmente, es decir, antes de que nos atropellen tenemos que saltar si oímos un claxon; antes de que nos humillen de una manera profunda, dejamos una relación; antes de que nos ataquen, cambiamos de acera, etc. En otras palabras, lo que nos protege es la reacción preventiva a lo que imaginamos.

Como contrapartida, lo que imaginamos tiene el poder de impactarnos como si fuera real, de asustarnos y movilizarnos hacia una respuesta. Operamos, entonces, en un mundo de imaginaciones, presuposiciones, anticipaciones e interpretaciones, y de ahí actuamos en el mundo real con mayor o menor tino.

En los ejemplos anteriores del atropello, la relación indeseada o el atraco, hay algo que podemos hacer, podemos movernos para alejarnos del peligro –y cruzar los dedos para hacerlo a tiempo–, sin embargo, hay otras ocasiones en las que somos plenamente conscientes de que nuestras acciones no van a evitar que finalmente nos tengamos que enfrentar al peligro cara a cara. Actualmente vivimos una situación con estas características en lo relativo a la pandemia, pero también, en lo cotidiano, podemos enfrentarnos a algo así si pensamos en una enfermedad, en un despido, en una separación no deseada o en una muerte, por ejemplo. Entonces, cuando no hay nada que hacer, parece que la reacción de miedo se nos impone y nos invade, se queda con nosotros sin poder darle salida corriendo, cambiando de acera, o poniendo un límite firme a otra persona.

Como si se tratara de un atleta esperando al pistoletazo de salida, nuestro cuerpo vive tenso, estresado; pero, al mismo tiempo, frustrado, y crecientemente agotado por esa tensión no resuelta. En esos casos, ese afrontamiento activo se vuelve insostenible. Entonces, lo que nos queda es gestionar esa inundación, ese desbordamiento y, para ello, hay que hacer cosas que, desde fuera, pueden parecer banales, ineficaces, o incluso infantiles, pero imprescindibles para coger fuerzas. Cuando no podemos resolver la situación de peligro, el margen que nos queda es el de hacer lo necesario para preservar fuerzas, nutrir otros aspectos que nos ayuden a asumir el golpe, y, en la medida de lo posible, disminuir las fantasías catastróficas por dentro, aquellas en las que el peligro se convierte en un daño insuperable, o nos sume en la desesperación absoluta.

Lejos de ser algo inútil, quitarle hierro al peligro en la fantasía, incluso sabiendo que esa rebaja no es real, relaja y nos da un respiro, vuelve a poner a nuestra disposición la mente, como ese atleta vuelve a disponer de la flexibilidad de sus músculos al dejar de tensarlos esperando el disparo inicial de la carrera. Por esa razón el humor, los rituales satíricos, la ironía, las escapadas, el arte, el entretenimiento, los lugares comunes en los que nos reímos de la muerte, del miedo, son tan necesarios en momentos de máxima tensión. Precisamente porque no podemos evitar estar en peligro, necesitamos sentirnos fuertes para afrontarlo y eso no sucede solo fijándonos en dicha sensación de peligro y manejándola con los límites de lo inevitable. A partir de un momento, hacer bromas, jugar con otros aspectos de la vida, con otras personas, conectar con lo que sí está bien, aunque sea poco, es imprescindible para sentirnos vivos. Y entonces, quizá eso que está bien, no sea tan poco.