Koldo Landaluze
La poeta en su laberinto

Alejandra Pizarnik: La Maga que devoraba palabras e invocaba sombras

Fotografía: Editorial Lumen
Fotografía: Editorial Lumen

La lluvia aporta el telón a este relato que se escenifica en un apartamento parisino ubicado en el número 9 de la rue l’Eperon, en pleno barrio latino. Al otro lado de la noche, entre paredes y libros, el saxofón de Charlie Parker expande los compases de una pieza que está siendo interpretada mañana. Muy cerca del tocadiscos, un reguero de ceniza nos guía hasta un cenicero que rebosa colillas. En su ruta, lo restos legados por los cigarrillos cruzan papeles que fueron escritos, releídos y apilados sin orden.

Un cronopio con cara de caballo y gafas descomunales enciende un nuevo cigarro, devuelve a su funda de ayer a Charlie Parker y coloca sobre el plato del tocadiscos a Janis Joplin antes de retomar las palabras que ocupan un nuevo folio en el que se puede leer: «Bicho aquí, aquí contra esto, pegada a las palabras te reclamo. Ya es la noche, vení, no hay nadie en casa. Salvo que ya están todas como vos, como ves, intercesoras, llueve en la rue de l’Eperon y Janis Joplin. Alejandra, mi bicho, vení a estas líneas, a este papel de arroz. Vení, quedate, tomá este trago, llueve, te mojarás en la rue Dauphine, no hay nadie en los cafés repletos, no te miento, no hay nadie. Ya sé, es difícil, es tan difícil encontrarse».

La carta es enviada a Buenos Aires y respondida por su destinataria. De vuelta al apartamento de París, el cronopio con cara de caballo lee «P.D. Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio –que fracasó, hélas–)».

Una nueva carta fue enviada a Buenos Aires: “Mi querida, tu carta de julio me llega en setiembre, espero que entre tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo a punto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte–. Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo. El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Solo te acepto viva, solo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo».

Ya no hubo más respuestas, el cronopio que atendía al nombre de Julio Cortázar se tuvo que conformar con la incertidumbre del silencio y los puntos suspensivos. Por su parte, quien respondía –Alejandra Pizarnik–, se suicidó el 25 de setiembre de 1972.

Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar coincidieron en el París de los 60 y se estableció entre ambos una afinidad y complicidad desde el primer momento en el que sus miradas se cruzaron.

Tras la publicación de “Rayuela” surgieron los primeros comentarios por el gran parecido de la Maga a Alejandra, la cual incluso llegó a afirmar a Julio Cortázar que el personaje de dicha novela era ella, algo que él nunca le negó, a pesar de que “Rayuela” ya había sido escrita antes de que el autor conociese a la poeta argentina, tal y como reveló una carta que Cortázar escribió a su amiga Ana María Barrenechea.

Él la introdujo en los círculos intelectuales de París e incluso en su casa, donde Pizarnik conoció a Aurora Bernárdez, la pareja de Cortázar. Ambos siempre mostraron su apoyo a la poeta. A través de los diarios, cartas y cuadernos de notas de Alejandra Pizarnik, descubrimos –o simplemente intuimos– los recovecos de una existencia breve y convulsa.

En su prólogo para “La hija del insomnio” Enrique Molina dijo que la letra escrita de Pizarnik era «pequeñita, como un camino de hormigas o un minúsculo collar de granos de arena. Pero ese hilo, con toda su levedad, no se borrará nunca, es uno de los hilos luminosos para entrar y salir del laberinto».

Más allá de la relación epistolar que se estableció entre Cortázar y Pizarnik, para ella, las cartas adquirían una dimensión muy especial. La estudiosa Ivonne Bordelois explicó en su obra “Correspondencia Pizarnik” que, de igual modo que la correspondencia de Virginia Woolf «manifiesta una capacidad camaleónica de empatía con sus destinatarios», en el caso de Pizarnik las variaciones de tono y las exclusiones acreditan «una clara voluntad de congeniar con su dialogante, evitar roces o malentendidos, respetar los límites de la intimidad o atravesarlos impunemente si la escucha del otro es disponible».

Otro experto en la vida y obra de Pizarnik, Frank Graziano, recogió en su antología las confidencias de una autora que se transformaron en parte de su propia obra poética y en las que, en sus diferentes tramos, asomaba el miedo.

Por ejemplo, cuando Pizarnik dejó escrito el 31 de diciembre de 1960 lo siguiente: «tuve miedo porque la luz ya estaba prendida y mi mano seguía insistiendo hasta que dije: Ya está prendida. Me saqué los pantalones y subí a la silla para mirar cómo soy con el suéter y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé y me acerqué nuevamente al espejo: Tengo miedo, dije. Revisé mis rasgos y me aburrí. Me dirigí a la mesa y quise escribir un poema pero temí aumentar el desorden de los libros y papeles. Me mordía los labios y no sabía qué hacer con las manos. Me asustaba saberme andando por la piecita desordenada, con la boca devorándose y la memoria petrificada».

Alguien diferente. Hija de Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker, inmigrantes ucraniano-judíos, Flora Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936. Poco antes de que ella llegara a la familia, Elías y Rejzla –quienes cambiaron su apellido original al llegar a Argentina– habían tenido a Myriam, la hermana mayor. La relación entre ambas no fue fácil. La primera representaba los arquetipos de la belleza. La segunda, en cambio, era una niña frágil y rebelde, condicionada por sus crisis asmáticas y la tartamudez que dejó una profunda huella en su autoestima.

Durante su infancia empezó a sentirse fuera de lugar. Conmovida por la presencia intuida pero constante de la muerte e incómoda al reconocerse como un “ser distinto”, desarrolló un carácter caótico, subversivo e inestable. Devoró a Proust, Joyce, Artaud, Rimbaud, Baudelaire, Rilke y los surrealistas. Sufrió problemas de autopercepción física, se obsesionó con su peso corporal y empezó a desarrollar una adicción por los fármacos.

Comenzó a escribir desde muy joven y de manera clandestina. Publicó un primer libro, “La tierra más ajena”, con la ayuda de su padre y a los 18 años ya se había infiltrado en el mundo de las letras, trabando amistad con Oliverio Girondo, Nora Langué, Julio Cortázar, Manuel Mújica Laínez, Victoria Ocampo, Bioy Casares, Silvina Ocampo y, muy especialmente, con Olga Orozco.

En 1960, a los 24 años, se trasladó a París donde encontró un refugio literario y emocional. Trabajó en la revista “Cuadernos” y en diversas editoriales francesas. Publicó poemas y críticas en varios periódicos y, además, tradujo a Antonin Artaud y Marguerite Duras, entre otros autores.

Conoció a Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz –quien redactó el prólogo para su “Árbol de Diana” (1962)– y finalizado su periplo parisino, regresó a Buenos Aires y publicó tres de sus principales volúmenes: “Los trabajos y las noches”(1965), “Extracción de la piedra de locura” (1968) y “El infierno musical” (1971).

Su poesía oscilaba entre el automatismo surrealista y la voluntad de exactitud racional. Eran piezas sin énfasis, a veces incluso sin forma, como anotaciones y alusiones de un diario personal. Ventanas metafóricas, espacios para la reflexión.

Sombra y presencia de la muerte. Pizarnik sufrió diversas crisis depresivas y problemas de ansiedad. Tras su primer intento de suicidio en 1970, ingresó en el hospital siquiátrico de Buenos Aires. Pero ni la ayuda médica, ni las becas, ni las cartas lograron evitar que la madrugada del 25 de setiembre de 1972 se quitara la vida, hace ahora cincuenta años.

No obstante, diferentes versiones explican que su muerte tal vez no fue intencionada y que tal vez se debió a que ingirió por error una dosis excesiva.

«Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Es una sensación que no comprendo perfectamente; es algo vago, lejano, pero lo sé y lo aseguro», anticipó de manera profética o simplemente, lo intuyó mientras escribía teniendo cercana la sombra de la condesa Erzébet Báthory, a quien dedicó su obra “La Condesa Sangrienta”.

Publicada un año antes de su suicidio, “La Condesa Sangrienta” se enclava en su etapa posterior a su regreso de París y en ella exploró los lúgubres sótanos y mazmorras de la aristócrata húngara que, según cuenta la leyenda, asesinó a más de 600 jóvenes en su empeño por perpetuar su belleza mediante la sangre que extraía a sus jóvenes víctimas.

A modo de declaración de intenciones, el libro arranca con citas de Sade, Artaud o Sartre: «El criminal no hace la belleza; él mismo es la auténtica belleza».

Dos guías para recorrer el imaginario Pizarnik. Atravesar los propios laberintos de Pizarnik no es una tarea fácil, por fortuna topamos con diferentes guías que nos permiten una aproximación a la que es considerada como una de las voces más relevantes de la segunda mitad del siglo XX.

Entre las más recientes guías a este imaginario extremo topamos con “Alejandra y sus múltiples voces”. Publicada por la editorial Huso dentro de su colección Homenaje, esta obra reunió diferentes miradas que coincidían en su empeño de explorar la fascinante e intensa geografía creativa e interior de la poeta bonaerense.

En su empeño por recordarla, 85 voces amigas, escritoras de quince países –Argentina, Chile, Cuba, Uruguay, Perú, México, Polonia, Bulgaria, Australia, Marruecos, Rumanía, Italia, Israel y los estados francés y español–, sumaron sus talentos y emociones en un libro que tiene como objetivo celebrar el aniversario de la escritora, quien, según dejó escrito, «he firmado un pacto con la tragedia y un acuerdo con la desmesura».

La selección de los textos y su edición corrieron a cargo de la escritora y filósofa Mayda Bustamante, quien recordó en el prólogo que a Pizarnik «el suicidio le jugó una mala pasada. No contó nunca con que su muerte la convertiría en inmortal».

Bustamante reunió a muchas de las autoras que participaron en esta iniciativa. Entre ellas Sandra Riaboy y Miriam Pizarnik, sobrina y hermana, respectivamente, de Pizarnik. Ambas aportaron, además, documentos gráficos e imágenes familiares.

La poeta y ensayista Cristina Piña, en colaboración con Patricia Venti, escribió una monumental biografía de Pizarnik titulada “Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito”. Publicada por Lumen, esta obra ha sido reeditada y ampliada con motivo del 50º aniversario de la muerte de la poeta.

Biografía de un mito. La segunda guía a tener presente en nuestro viaje al epicentro Pizarnik es la monumental biografía escrita por la poeta y ensayista Cristina Piña, en colaboración con Patricia Venti. Titulada “Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito” y publicada por Lumen, pasa por ser la más completa radiografía de la autora argentina. Según explicó Piña durante la presentación de su obra, reeditada y ampliada con motivo del 50º aniversario de la muerte de Pizarnik, «mi primer encuentro con Alejandra Pizarnik tuvo lugar en mi adolescencia y me fascinó. En 1975 hice un seminario en la Facultad de Literatura Argentina y le pregunté a mi profesora si podía trabajar sobre Pizarnik. Un año más tarde empecé a investigar su poesía. A su muerte, sabíamos que tenía algo escrito en prosa. Además, se había publicado en una edición muy pequeña de ‘La condesa sangrienta’, pero aparte de eso no había más constancia de esos trabajos. En 1982 se publicaron sus ‘Textos de sombra y últimos poemas’, y aquello convulsionó por completo a todo el entorno literario argentino porque cambió nuestra perspectiva acerca de ella. En dicha obra aparecen sus textos en prosa, ‘La bucanera en Pernambuco’, que fue considerada como una obra de enorme obscenidad, cargada de humor y en la que jugó mezclando diferentes lenguajes. También hay una pieza teatral titulada ‘Los poseídos entre lilas’. Aquello era otra Pizarnik. De pronto había que redescubrir aquella Alejandra que todos habíamos conocido. Creo que nos adentramos en otra dimensión porque era algo completamente nuevo y fascinante».

Sobre su trayecto creativo, Piña explicó que «llegó un momento en el que Pizarnik construyó un tipo de poesía orquestado en torno al propio lenguaje. Para ella aquello fue su ‘Casa del lenguaje’. Es decir, su propio hogar, y de pronto se empleó a fondo en destruirlo. Ahí asomaron los textos que fueron llamados ‘obscenos’ y que tantas críticas generó. En ese punto quedó sin lugar de refugio y después se mata o se muere. Nunca quedó claro ese suceso. Tomaba pastillas para todo, para dormir, para despertarse... En mi opinión, creo que sin duda se suicidó. Tuvo dos intentos de suicidio anteriores que fue cuando estuvo internada. Pero las constantes más evidentes se encuentran en su obra, sobre todo cuando descubre que se le acaba el lenguaje. Por ejemplo, en su último libro publicado en vida ‘El infierno musical’, encontramos el poema ‘El deseo de la palabra’. En su final podemos leer ‘Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir’».