Jaime Iglesias
Entrevue
EDUARDO SACHERI

«Los argentinos tenemos la convicción íntima de que deberíamos ser grandiosos, cuando lo cierto es que no lo somos»

Fotografía: J. Danae I FOKU
Fotografía: J. Danae I FOKU

Nacido en Castelar, provincia de Buenos Aires, en 1967, Eduardo Sacheri es uno de los escritores más populares de Argentina. El término popular no es baladí, pues vale para definir la prosa de un autor consagrado a contar historias sencillas de gente corriente a la que, no obstante, reviste de una gran dignidad en sus narraciones. Las razones de esa conexión emocional con el lector quizá haya que buscarlas en los inicios (un tanto casuales) de Sacheri como escritor radiofónico. Fue a finales de los años 90 cuando este profesor de Historia (oficio que aún ejerce) comenzó a mandar relatos sobre fútbol a una emisora bonaerense. La aceptación de dichos relatos perfiló su trayectoria profesional, que conoció el espaldarazo definitivo con el éxito de “El secreto de sus ojos”, la película de Juan José Campanella basada en su novela “La pregunta de sus ojos”. Después vendrían títulos como “Papeles al viento”, “La noche de la Ursina” (premio Alfaguara de novela) o “Lo mucho que te amé”.

Quedamos con el escritor argentino en un hotel madrileño pocos días antes de que comenzase el Mundial de Qatar, que culminó con el tercer título para la selección argentina. Aunque al momento de mantener esta charla nada hacía prever el triunfo de la albiceleste, se imponía comenzar el encuentro hablando de fútbol, un tema transversal en toda la obra de Sacheri, que palpita también en su última novela, “El funcionamiento general del mundo”, editada por Alfaguara el pasado año.

El fútbol está, de una manera u otra, presente en casi todas sus novelas y cuentos, aunque en “El funcionamiento general del mundo” hay toda una declaración de intenciones sobre el fútbol como representación de la vida. A algunos les puede llegar a resultar un símil exagerado. ¿Cómo justificarlo?

Todo juego encierra, en sí mismo, una simplificación útil y necesaria de la vida, y el fútbol no escapa a esa realidad. Bien es cierto que, aunque se trata de un juego muy bello y muy compartido, tiene algunas manifestaciones exageradas que alimentan el desprecio que algunos pueden llegar a sentir por este deporte. Y es entendible, porque no todos pueden hilar tan fino como para separar la paja del trigo y, cuando asistes a una sobreexposición mediática continuada del fútbol con toda su farándula y sus millones de euros en juego, con periodistas que se gritan los unos a los otros en un estudio, tu lado racional te lleva a repudiar todo eso. Pero el fútbol no es eso, o mejor dicho, no es solo eso, para mí sobre todo se trata de una síntesis, a pequeña escala, de los deseos, los sueños y las frustraciones de una persona o de un grupo de personas. Cuando jugamos no somos conscientes de ello, pero es un elemento que siempre está ahí.

Entonces, en sus novelas, ¿lo que le interesa es reivindicar esa naturaleza lúdica del fútbol?

En la vida hay cosas que uno aprende antes de entenderlas. Desde que era niño he aprendido muchas cosas de la vida gracias al fútbol aunque, siendo un pibe, obviamente, apenas tenía consciencia de ese aprendizaje. Esa naturaleza lúdica del fútbol la viví, la disfruté y, posteriormente, la utilicé en mi literatura. Mis obras se nutren de las cosas que me importan de la vida o de aquellas que me sirven para comprender el mundo, y el fútbol no es una excepción.

¿Ese carácter hiperbólico desde el que se aproxima al fútbol en su literatura, diría que forma parte del ADN argentino?

Hay una amplia nómina de escritores, no solo argentinos, también uruguayos, que han escrito sobre fútbol: Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano, Mario Benedetti, Eduardo Galeano… La mayoría de ellos lo hicieron a través del cuento. En el Río de la Plata el relato breve es una tradición que nos gusta mucho, yo mismo, mis primeros escritos sobre fútbol, los llevé a cabo sirviéndome del cuento. Además se trata de dos países donde el fenómeno migratorio europeo tuvo un gran impacto en la conformación de nuestras respectivas identidades culturales y el fútbol fue un elemento de identificación y de anclaje para muchos de esos emigrantes que llegaron a la Argentina en los primeros años del siglo XX. El origen de la pasión que sentimos por este juego creo que cabe localizarlo en aquella época.

No sé si vale como argumento, pero lo cierto es que los dos primeros triunfos mundialistas de Argentina tuvieron lugar en dos momentos muy significativos de la historia del país, la dictadura militar y la reinstauración de la democracia. ¿Eso justificaría la trascendencia sociológica del fútbol en su país?

Supongo que sí. En ambos casos, además, hubo una adhesión muy fuerte por parte de la sociedad argentina hacia la selección. Que luego una parte de los argentinos haya querido tomar distancia respecto al triunfo del 78 es otra cosa, pero lo cierto es que en ese momento nadie cuestionó la celebración del Mundial pese a su instrumentalización por parte de los militares. Yo tenía diez años y me acuerdo perfectamente del fervor que suscitó aquella victoria. Ese fervor, que se reprodujo de manera mucho más legítima en el 86, refleja el sentir de un país que se cree llamado a hacer grandes cosas, cosas que luego en la realidad jamás se concretan. Los argentinos tenemos como esa convicción íntima de que deberíamos ser grandiosos, cuando lo cierto es que no lo somos pero, sin embargo, el fútbol nos permite una módica revancha. De ahí que, cada cuatro años, con la celebración del Mundial, vuelva a activarse en nosotros esa suerte de fervor nacionalista en el anhelo de alcanzar ese destino manifiesto rara vez manifestado.

Pero ese argumento validaría el desprecio que, desde ciertos ambientes intelectuales, se ha venido demostrando por el fútbol al considerarlo «el opio del pueblo».

Creo que ese tipo de prejuicios se han diluido un poco y que cada vez hay más intelectuales dispuestos a asumir el fútbol como un fenómeno complejo en el que la sociedad pone en juego cosas importantes.

Sus novelas, de hecho, parecen cuestionar esa jerarquía, un tanto artificial, entre baja y alta cultura. Su literatura es una literatura eminentemente popular, y no lo esconde. Todas sus obras encierran una emoción sincera. ¿Su prioridad como escritor es conmover al lector?

En realidad mi prioridad es conmoverme a mí mismo. Yo escribo porque me hace bien, en la indagación que hago al escribir me conecto con cosas profundas que están dentro de mí. Luego resultó que esa indagación personal se reveló útil para otras personas y por eso lo que escribía comenzó a ser publicado, cosa que me encanta que suceda, pero esa no es la finalidad de mi trabajo. Si yo me fijase como objetivo conmover a otras personas, sería un gesto a todas luces artificial que se notaría mucho.

Es curioso porque, mientras que el cine siempre ha hecho gala de ser un arte emocional, en la literatura, sin embargo, siempre se ha mirado con recelo el hecho de dirigirse al corazón de los lectores, casi como si se tratase de una obscenidad. ¿A qué atribuye esto?

Bueno, pero volvemos a lo de antes, esos recelos han sido alimentados fundamentalmente por la crítica y yo creo que la vida es demasiado corta como para ponerse a escribir pensando en ser querido por los críticos. En la vida no podemos tenerlo todo y, si me das a elegir entre escribir para sentirme bien o para gozar de un prestigio crítico, tengo muy clara mi elección. El ideal es lograr las dos cosas, pero lo segundo no depende de mí. Y, además, no podemos vivir pretendiendo agradar a los demás; podemos, pero no está bueno. Yo soy licenciado en Historia y mi profesión es la de docente. Con esto quiero decir que para mí la literatura es, sobre todo, un espacio de libertad. El día que deje de sentirlo así, probablemente deje de escribir.

¿Personalmente ha sentido ese tipo de reproches?

A ver, a mí como lector no me gusta nada cuando estoy leyendo una novela y percibo que el autor recurre a golpes bajos para intentar emocionarme. Lo que ocurre es que resulta muy complicado lograr ese equilibrio que te lleve a narrar emociones evitando incurrir en el sentimentalismo. Muchas veces, incluso, uno peca de prudente y se controla en aras de no traspasar esa barrera, pero esa actitud denota un cierto conservadurismo. Yo, personalmente, prefiero aventurarme, aun a riesgo de que para algunos lectores mis novelas resulten sentimentales, que mantenerme en un terreno de frialdad, distancia y desapego que no me interesa transitar en la vida y mucho menos en mis libros.

¿Usted visualiza sus historias cuando las escribe? Se lo pregunto porque sus novelas presentan una narrativa muy cinematográfica y no es casual que la mayoría hayan conocido adaptaciones a la gran pantalla.

Yo soy de una generación que se crio viendo películas y probablemente eso hace que proyecte una mirada externa sobre las vivencias de los personajes de mis novelas. Como escritor, me siento un testigo privilegiado de algo que sucede lejos de mí y eso, hoy en día, donde lo que prima es la reivindicación del yo, probablemente me hace jugar en una liga literaria menor (risas). Pero a mí me gusta ese asomarme a una realidad que no es la mía e intentar transmitir al lector lo que sucede ahí y eso es lo que hace el cine: narrar clásicamente una historia. Para mí esa es la función principal de la literatura, el contar historias. Por supuesto que me gusta que esas historias me conmuevan y que estén bellamente escritas, pero si percibo que no me están contando nada, me aburro, con todo lo enorme que resulta esa palabra.

¿Qué tal se lleva con las adaptaciones que se han hecho de sus novelas? Tengo entendido que llegó un momento en que le generaba hastío que se refirieran a usted como «el escritor de “El secreto de sus ojos”».

Bueno, es una etiqueta con la que cargo, del mismo modo que otros se refieren a mí como «un escritor de libros sobre fútbol». Y las etiquetas son reduccionistas pero, al mismo tiempo, permiten que alguien que no te conoce te conozca, o te registre, y eso para un autor es algo muy valioso porque al final somos como gotas en el gran océano de la literatura y es necesario que te identifiquen de alguna manera. Ahora bien, el desafío mío como autor es generar una literatura lo suficientemente atrayente como para que, más allá de esas etiquetas, te interese leerme. Dicho lo cual, prefiero agradecer la etiqueta antes que quejarme de ella.

No sé si esa naturaleza abiertamente popular de sus novelas tiene que ver con sus inicios como escritor. Usted siempre se ha definido como un escritor tardío y autodidacta. Quizá eso explica que sea un escritor para lectores por oposición a ese perfil tan considerado del «escritor para escritores».

Supongo que tiene que ver con el hecho de que yo llego a la literatura como lector, eso hace que no tenga la referencia de una comunidad de colegas cuya mirada me guíe. Mis primeros pasos como autor fueron en la radio. Había un programa en Radio Continental, de Buenos Aires, donde leían cuentos de fútbol, así que me animé a mandarles algunos que yo había escrito. Se trataba de cuentos inéditos, pero lograron conectar con la gente; hoy diríamos que se convirtieron en un fenómeno viral. Aquello dio una visibilidad a mi obra antes incluso de que apareciera publicada. De ahí en adelante siempre he intentado, como te dije antes, no escribir pensando en lo que los demás esperan de uno, tampoco lo hago buscando ningún tipo de reconocimiento. No me gusta alimentar expectativas como escritor porque eso, inevitablemente, te conduce al fracaso.

Volviendo a “El funcionamiento general del mundo”, me gustaría preguntarle por la época en la que transcurre la novela, por ese 1983 cargado de significado para los de su generación. ¿Qué tuvo de revelador aquel año?

Indudablemente 1983 es un año bisagra en la historia de mi país. En 1982 la guerra de Malvinas sentenció al gobierno militar que, tras la derrota, se vio sí o sí obligado a entregar el poder. No obstante, si bien en Argentina nos gusta recordar la parte luminosa del año 83, con la movilización cívica, la campaña electoral y la recuperación de las libertades, en aquella sociedad había unas inercias totalitarias que yo, que entonces tenía 15 años, recuerdo muy bien. No es que un día nos levantamos y amanecimos demócratas de golpe; al contrario: cada día despertabas en un mundo diferente al del día anterior con adultos que no sabían muy bien qué hacer, lo cual era muy interesante pero, al mismo tiempo, muy traumático. Y la escuela, como espacio de aprendizaje y autoridad, era un lugar donde resonaban de un modo muy nítido los ecos de todo aquello que ocurría en la sociedad argentina. Por eso elegí ambientar la novela en ese espacio y hacer que su protagonista tuviera la edad que tenía yo entonces. En esa mirada al pasado he querido constatar lo mucho que cuesta convertirte en una sociedad civilizada y democrática. No es una tarea tan simple y es un desafío permanente. El autoritarismo no son tres militares vestidos de uniforme dirigiendo el gobierno de tu país, esa es una forma obscena y evidente de autoritarismo, pero actualmente hay otras formas mucho más perversas.

¿Esa pulsión autoritaria que parece revivir en nuestras sociedades fue la que le llevó a construir el relato como un diálogo entre pasado y presente?

La democracia siempre está en riesgo. No se trata de ser alarmista, pero debemos ser conscientes de que se trata de un sistema enormemente frágil que exige mucho de los seres humanos, pues se basa en la moderación del egoísmo. No hay otro sistema político que se base en eso, como tal es un gran hallazgo de la civilización que, sin embargo, corre permanente peligro de ser arruinado. Y yo creo que ese peligro no se discute lo suficiente.

Pero, ¿siente que ese peligro nos acecha?

La democracia no puede satisfacerlo todo. Es imperfecta y genera frustraciones, como cualquier forma de convivencia. De ahí que el riesgo de perder la fe en el sistema invocando para ello cualquier clase de utopía, sea un riesgo que siempre va a estar ahí; lo estuvo en el pasado y vuelve a estarlo en el presente. El problema es oír determinados discursos que atribuyen a las imperfecciones de la democracia el no poder gozar de una felicidad perpetua, pero eso no tiene nada que ver con la democracia sino con la propia vida.

No deja de ser curioso que ahora mismo en Argentina haya una tendencia a evocar aquellos años por parte de una serie de autores nacidos en los años 60. Está el caso de su novela, el de “Argentina, 1985”, la película de Santiago Mitre… ¿Es casualidad o es algo que obedece a una lógica generacional?

Actualmente en Argentina hay facciones políticas muy marcadas que tienen una mirada muy diferente sobre lo que fue la historia del país en las últimas décadas. Por eso creo que hay esa necesidad de volver la vista atrás, porque evocando el pasado uno tiende a proyectar en él el presente, también con la idea de llevar a cabo una apuesta de futuro. De hecho, el kirchnerismo lleva tiempo reivindicando ciertas posiciones políticas de los años 70, con lo cual conduce el debate político a esa época. Tanto ellos como sus opositores necesitan posicionarse respecto a aquella realidad porque, indirectamente, es una manera de posicionarse respecto al futuro en temas como la economía, los derechos humanos, la diversidad, etc. Como licenciado en Historia, me parece importante conocer el pasado, pero al mismo tiempo soy consciente de que nadie es dueño de la historia. Por eso me alarman ciertos discursos revisionistas que dan una visión sesgada, reduccionista y fuertemente ideologizada de ese pasado. Pero, al mismo tiempo, pienso que tampoco es del todo malo porque, cuantos más libros, películas u obras se hagan evocando una época concreta, más oportunidad se le da a las personas para aproximarse a esa época y para encontrar respuestas nuevas y más complejas sobre ella.

El caso es que usted siempre ha ambientado sus novelas en épocas pretéritas, ¿por qué ocurre? ¿El presente no le inspira?

Para mí el peso del pasado, en las personas y en las sociedades, es una fuerza a tener en cuenta. Dicho lo cual, nunca he pretendido escribir libros de Historia, sino simple literatura. La literatura lo que le ofrece al lector es una invitación para que piense dónde está parado en la vida y dónde estuvo parado en la vida, a nivel de sus afectos o de su relación con el contexto social.

De todas maneras, su mirada hacia el pasado está lejos de ser nostálgica, en ninguna de sus novelas hay una idealización de esos años que evoca.

Lo que ocurre es que tengo una mirada bastante trágica sobre la especie humana en general. Esas utopías sobre un futuro perfecto nunca me las he creído, no creo que lleguemos a ser mejores de lo que somos hoy, ni de lo que fuimos. Eso no quiere decir que no piense que podemos mejorar, pero ese fatalismo me pone un poco al margen de unas cuantas ideologías. Por cada mejora, hay riesgo de un montón de deterioros, siempre vas a estar generando desequilibrios, hasta cuando arreglas algo, empeoras otra cosa. Y eso es algo que no está bien ni mal, simplemente es así.

¿Hasta qué punto esa mirada fatalista queda proyectada sobre los personajes de sus novelas? La mayoría de sus historias, directa o indirectamente, están definidas por un sentimiento de pérdida de la inocencia por parte de quienes las protagonizan.

A todos mis personajes les suelo atribuir esa misma filosofía: estás en el mundo de paso, eres muy chiquito, careces de herramientas para acometer una transformación profunda de la realidad, entonces confórmate con mejorar un par de cosas porque la vida no te va a dar para más. Por eso mis personajes son así de pequeñitos y sus horizontes son así de chicos también.

Eso les situaría de lleno dentro de esa categoría de lo que viene en llamarse perdedores, sin embargo, estos personajes terminan por reivindicarse en su rebeldía y en el tomar conciencia del lugar que ocupan, lo cual es un triunfo.

Bueno, convengamos que son perdedores, ¿y? ¿Quién no lo es? ¿Acaso no nos vamos a morir todos? Dentro de ese fatalismo que te comentaba, yo tiendo a vernos a todos como perpetuos perdedores. Eso no significa que tengamos que refugiarnos en un rincón a llorar, simplemente basta con tenerlo en cuenta, sobre todo para no creerte más de lo que eres. Hay que ser conscientes de nuestras limitaciones y de que nuestras posibilidades de incidir sobre la realidad propiciando un cambio de paradigma social son más bien escasas.

¿Esa filosofía de vida también se la enseñó el fútbol?

Yo siempre digo que la humanidad se divide entre los que saben perder y los que no saben perder. Independientemente de a qué equipo pertenezcamos, hay que asumir la derrota como posibilidad. Eso es algo que aprendí jugando al fútbol. Con esto no quiero decir que me guste perder. Cuando juego y pierdo, me enojo, me enrabieto y siempre tomo la precaución de ir a un rincón para tranquilizarme y no decir nada de lo que pueda arrepentirme después. Pero soy consciente de que perder es uno de los naipes que hay en la baraja. ¿Y cuánta gente hay, por desgracia, que no sabe perder? Yo cuando veo a uno de esos políticos reacios a entregar el poder después de haber perdido unas elecciones, lo primero que pienso es: “este tipo jamás jugó al fútbol” (risas).