Kepa Arbizu
PASADO, PRESENTE Y FUTURO DEL HOMOEROTISMO EN LA MUJER

La homosexualidad femenina a través de los siglos

Si el presente difícilmente puede explicarse sin el pasado, aquellas historias relegadas a las sombras, como lo son todas las relacionadas con la condición homosexual femenina, necesitan ser recuperadas indispensablemente, propósito que asume “Historia de la homosexualidad femenina en Occidente” (Catarata, 2023), un revelador viaje por los sentimientos afectivos e íntimos de las mujeres a lo largo de las épocas.

Marrazkiak: Koldo Landaluze
Marrazkiak: Koldo Landaluze

Cuando Jorge Luis Borges escribió el relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, una de sus pretensiones consistía en cuestionar la interpretación de la historia pretérita utilizando códigos pertenecientes al presente. Una ecuación todavía más resbaladiza cuando se extiende al ámbito académico, por lo que conviene desligarse de ella si se pretende ser riguroso a la hora de descifrar de manera global ciertas conductas humanas. Por eso, el metódico ensayo “Historia de la homosexualidad femenina en Occidente”, convierte en una advertencia reiterada e imprescindible, a la hora de adentrarse en su recorrido por los diferentes periodos con el fin de retratar la evolución de las relaciones homoeróticas entre mujeres, despojarse de todo el equipaje conceptual con el que contamos en la actualidad. Solo así podremos valorar con la trascendencia y el ánimo revelador que se merece la secuencia de hechos que contiene.

Frente a la naturaleza ingobernable que dicta los instintos, emerge el sesgo infligido por el encargado de trasladarlos a generaciones venideras de forma escrita, una tarea ligada históricamente al género masculino, quedando bajo su propia decisión aquello que merece trascender o no. Un primer, y esencial, escollo a la hora de conocer una actividad sexual entendida durante las épocas griega y romana casi en exclusividad bajo el binomio activo-pasivo, lo que reducía cualquier otra manifestación a la clandestinidad. Si añadimos que no es hasta hace escasas décadas cuando se ha despertado un interés por conocer los vestigios de dichas actividades, por lo que se trata de una materia en estado casi embrionario, pocas conclusiones realmente definitivas, y por supuesto aplicables de manera universal, se pueden obtener.

SAFO, UN ICONO ENTRE HOMBRES

Fue Alcmán uno de los primeros autores, en torno al VII AC, que incluye en sus obras un repertorio de connotaciones eróticas, Safo representa la primera mujer que abordó tal temática, convirtiéndose en referente inexcusable al mismo tiempo que su perfil fue amoldado convenientemente a los intereses de cada época. Mitomanía desprendida no tanto por el único poema que se conserva íntegro bajo su autoría, “Himno a Afrodita”, que guarda sus connotaciones más sexuales en la simbología paisajística, como en lo que respecta a su propia vida, de la que pocas certezas hay al margen de su nacimiento en la isla de Lesbos y de haber formado un círculo exclusivo de mujeres. Una suerte de ateneo donde es costoso saber cuál era su cometido pero que constituía un ejemplo de organización, también afectiva, al margen del dominio masculino. Toda una anomalía para una sociedad reflejada en sus más ilustres autores, como Platón, capaz de catalogar con objetividad en “El banquete”, por boca de Aristófanes, los diferentes tipos de encuentros sexuales, también los lésbicos, para en “Leyes” ubicar a quienes realizan dichos actos en el escalafón más peligroso y deleznable.

COTIDIANIDAD CONTRA ARTE

Dado el carácter marginal en el que se tenían que dirimir esas relaciones, las pruebas que más valor atestiguan son aquellas surgidas de manera anónima o en entornos privados. Así, las primeras representaciones bajo esas premisas eróticas se pueden encontrar en el plato de Thera (Santorini), fechado a finales del siglo VII A.C., que recoge un leve gesto de afecto expresado en el mentón de una mujer hacia otra, o en los grabados conservados en ciertas pélices (un tipo de ánforas) donde ahora es el pecho el que entra en contacto con la mano. Metafóricamente más elocuentes resultan los dibujos estampados en espejos o vasijas donde la presencia de Eros, dios del amor, sobrevuela dos figuras femeninas. Escenas costumbristas a las que hay que sumar inscripciones donde su contenido altamente emocional completan algunos ejemplos que cuanto menos abren el debate sobre una devoción entre mujeres latente en la vida cotidiana.

Ni el periodo de bonanza situado entre la muerte de Alejandro Magno y Cleopatra, donde los episodios mitológicos de homosexualidad femenina están repletos de ambigüedad y travestismo, al contrario que en el ámbito masculino, ni la irrupción del imperio romano, que heredó parte del legado helénico, dejó de señalar con dedo acusador a unas tendencias a las que dedicó el término de tribadas para aquellas mujeres de gestos y comportamientos varoniles, fuertemente vilipendiadas bajo la escritura de Séneca, Marcial o el “El satiricón”. No es de extrañar que los únicos rastros libres de esas afinidades recayeran en formas anónimas, algunas realmente sorprendentes como un mural situado en Pompeya donde se puede apreciar con claridad la práctica de un cunnilingus entre mujeres. Reflejo probablemente de toda una existencia de ciertas actitudes relegadas a terrenos ocultos amenazados por la mirada inquisitorial.

CON LA IGLESIA Y LA MEDICINA HEMOS TOPADO

Dado que todo conocimiento científico está sujeto a su contexto histórico, solo así se pueden entender ciertas conclusiones vertidas durante la Edad Moderna como Antigua, donde el aspecto físico, incluido el del aparato genital, en el que no se hará mención al clítoris hasta el siglo XII, funcionaba como fiel reflejo de una ley natural descrita bajo una razón moralizante, en este caso custodiada por la religión católica que hacía de la capacidad de reproducción su único dogma. Fuera de ese ámbito todo era sodomía, y susceptible de ser punible, primero por normas eclesiásticas y luego civiles. Condenas que, por una cuestión física, recayeron muy anecdóticamente sobre las mujeres, ya que para la ciencia tenía un difícil encaje la capacidad de profanación de éstas, a pesar de que sus descubrimientos, como asignarles testículos invertidos, no dejaban de ser la materialización de la sumisión recogida por el pasaje bíblico donde Eva es hecha a partir de una costilla de Adán.

NUEVOS CUERPOS PARA NUEVAS NECESIDADES

En aras de mantener el orden social a través del binarismo, con una de las partes encumbrada como preponderante, el decoro y la decencia también se aplicaba a los usos y costumbres diarias, que debían ir acorde con las características encomendadas a cada género, otorgando el sentido espiritual al hombre y el corporal a la mujer. Un intento por mantener a cada uno en su sitio predeterminado por don divino que, sin embargo, conseguiría en muchas ocasiones lo contrario. Mientras a aquellas mujeres que tenían trazas masculinizadas, o que simplemente se comportaban bajo rasgos ajenos a lo sobrentendido, se las denominaba “virago”, el ámbito religioso se convirtió en un entorno propicio para que algunas beatas, en busca de alcanzar esa pureza mística y humana, encarnada en los valores de tesón e inteligencia designados al varón, intentaran invertir su condición sexual. Una nómina de “alteraciones” que convirtió, por ejemplo, a la mártir Wilgefortis en icono para el ideario LGTBIQ+.

Fuera de los muros de los conventos, nunca exentos de escenas lujuriosas, durante la Edad Moderna, igualmente se extendió la necesidad de encontrar afectos no constreñidos a un matrimonio heterosexual muchas veces acometido por obligación. Aprovechando que las leyes seguían rigiéndose por una máxima dependiente de la penetración, siendo ajenas a otro tipo de tocamientos, se fue tejiendo toda una red de lugares privados donde dar rienda suelta a esas eróticas interacciones. A veces desde el propio hogar, apoyados en silencios cómplices, o por medio de posadas, existía todo un flujo de mujeres que de manera itinerante, para no ser detectadas por las autoridades, buscaban en su mismo sexo el calor humano. Porque puede que los escritos oficiales no atestiguaran un número excesivo de casos, pero resulta incuestionable que el camino hacia el siglo XIX muchas lo emprendieron juntas de la mano.

AFECTIVIDAD E INTIMIDAD

Sin menoscabar los avances que se produjeron durante la época, en un claro viaje por dejar atrás ritos y creencias, paradójicamente en el tema que nos atañe una vez más los nuevos discursos apuntalaban el matrimonio heterosexual y revestían de lenguaje científico la sempiterna persecución de otras opciones. Pero la floreciente sociedad burguesa, en la que se instauran nuevos parámetros en el imaginario femenino, como la domesticidad y la separación entre ámbito privado y público, resultó un escenario perfecto para hacer realidad ciertas pasiones. Las llamadas “amistades románticas” no dejaban de ser un vínculo consecuencia de esa diferenciación entre géneros donde la cercanía y empatía con sus congéneres tomaba forma fuera del yugo conyugal, y a pesar del intento por parte de los defensores de la moral tradicional de desposeerlas de todo sentido romántico, las ardientes palabras registradas en casos concretos como los de Germaine de Staël y Juliette Récamier o Bettina von Arnim y Karoline von Günderrode se empeñan en derrumbar dichas teorías.

Fuera de toda ambigüedad, los “matrimonios bostonianos” disipaban cualquier duda sobre su naturaleza. Consecuencia de esos lazos inevitablemente surgidos en muchas ocasiones al albur de los segregación escolar, la opción del celibato, la amistad íntima o directamente las relaciones homosexuales eran sus posibles puestas en escena. Un rico muestrario al que pertenecen desde la denominada “primera lesbiana moderna”, Anne Lister; el arquetipo andrógino de fuerte personalidad esgrimido por la escritora George Sand , pseudónimo de Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant, capaz de seducir a cualquier varón pero que optaba por el sexo contrario, o el sentido colectivo que acogieron los encuentros de Charlotte Saunders Cushman, en lo que se denominó como una “familia sáfica”.

LA METAMORFOSIS DE SAFO

Y es que la figura de la poeta clásica ha mutado de forma e interpretación según la manera en que ha interesado a cada momento histórico representar ese instinto erótico alejado de la norma. Un estandarte que desde inicios de siglo sufrió alteraciones desde su reconocimiento más lírico, y hasta cierto punto inofensivo, para convertirse en emblema de las pasiones más indómitas, y, por una vez, no ser solo moldeado al antojo del hombre sino también como expresión femenina de disfrute. Una simbología que ya se percibe en el grabado “El sueño de Sappho”, de Anne Louis Girodet, y que se desplegaría en los cuadros de Gustave Courbet, como “Las durmientes”, o sobre todo en el poemario de Charles Baudelaire, “Las flores del mal”, donde recrea el lesbianismo como algo visceral y amenazador, formulando una disidencia afectiva contra la estandarización.

Un aperturismo que los tratados psicológicos pretenderán cercenar recuperando el concepto de “invertido”, que más allá de una perversión en la esfera privada lo entendían como un riesgo social, en lo que era una llamada de atención a los poderes públicos para reconducir “las buenas costumbres”. En esa continua retroalimentación que literatura y ciencia mantenían activa todavía, dichas soflamas se trasladaron al terreno creativo especialmente por medio de un movimiento como el positivismo, que hizo de su más insigne representante, Émile Zola, bastión de esa deriva en obras como “Nana”, donde de nuevo la sombra de la prostitución y depravación se transformaba en sinónimo de lesbianismo.

Un siglo de contrastes y paradojas que sin embargo marcaría el rumbo definitivo hacia una percepción más amplia respecto al homoerotismo femenino, un logro alcanzado a através de una eclosión de fuerzas, de direcciones contrarias en ocasiones, pero que, unas desde la determinación del cambio y otras involuntariamente señalando las insostenibles contradicciones, ayudaron a configurar un nuevo paisaje donde se escucha ya el resquebrajar del hasta hora irrompible orden heteropatriarcal.

LA SEXUALIDAD EN TIEMPOS DE GUERRA

No hay duda que el siglo XX supone un punto de inflexión en la historia no ya solo de la homosexualidad femenina sino en lo concerniente al ámbito global afectivo-erótico, por fin exento de la incómoda rémora de los códigos religiosos. Añejas terminologías acuñadas en torno a la marginalidad dejan paso a una mujer moderna dotada de una independencia ejercida en el ámbito privado y como sujeto político, precursora de avances tan significativos como el sufragio universal. Aspectos que, sin embargo, debían seguir lidiando con ciertos estertores, como la aplicación del psicoanálisis a la sexología puesta en marcha por Sigmund Freud, donde sus tesis en torno a la envidia de pene o la angustia de castración aspiraban a constituirse como zancadilla a un cambio que durante las primeras décadas había convertido al lesbianismo en un habitual acento de los círculos artísticos de las principales urbes occidentales, conformando toda una red que operaba desde el divertimento y el ocio más que desde una verdadera actitud reivindicativa, aunque de facto lo fuese.

Una situación que quedó alterada con el estallido de la I Guerra Mundial, dinamitando la segregación de roles al tomar las mujeres una fuerte presencia en dicho armisticio más allá de las tareas hasta ahora asignadas a ellas, llegando a formar células independientes de trabajo de cierta envergadura. Un primer paso que tomaría impulso tras el final de una contienda que espoleaba una regeneradora laxitud moral. Berlín, auténtica cuna de la visibilización del movimiento homosexual; París, convertida en la capital de los placeres, e incluso Gran Bretaña, con una incipiente creación literaria alrededor de esa temática, en la que sobresalía Virginia Woolf, se erigieron en epicentros que extenderían su ola expansiva alrededor de todo Occidente.

Las consecuencias de la II Guerra Mundial por el contrario serían totalmente opuestas, a la dura represión sufrida en los países con regímenes fascistas, se iba a sumar un clima posbélico donde se trata de rescatar los valores tradicionales en torno a la familia canónica, cargando al lesbianismo de su pasada raíz perversa. Los cambios de rumbo evidentes que sufren las expresiones culturales, algunas especialmente significativas como la poca trascendencia encontrada en un libro esencial para el feminismo como es “El segundo sexo”, de Simone de Beauvoir, del homoerotismo entre mujeres, completan unas leyes restrictivas encarnadas en el “macartismo” o las comisiones francesas censoras de contenidos amorales. Un estado de opresión que paradójicamente sirvió para que desde la clandestinidad se armara con más determinación un movimiento que pasó de ser incipiente a convertirse en punta de lanza del cambio social.

LA SEXUALIDAD COMO ARMA POLÍTICA

El tránsito hacia los años sesenta trajo consigo que elementos hasta hora excluidos de la cuestión erótica tomaran valor. La raza, la clase social o la nacionalidad son incógnitas que ahora se añaden a una ecuación que asume infinidad de sensibilidades. Convertido en cuna de toda esa amalgama se yergue Estados Unidos, que acoge el surgimiento de Daughters of Bilitis, una de las primeras y más reconocidas asociaciones de mujeres lesbianas y bisexuales. Pero su carácter apolítico rápidamente genera tensión entre sus integrantes, dirimiendo una lucha entre radicales y acomodaticias que desembocó en una ramificación en sendas vertientes. Una situación revertida gracias a la llegada de una nueva generación empeñada en solventar cuitas personales integrándose masivamente en el movimiento feminista, con su propia sección, y con una clara vocación contestataria.

El 28 de junio de 1969, una de las habituales redadas rutinarias en el bar gay Stonewall en Nueva York, derivó en fuertes enfrentamientos consecuencia de una actitud irredenta que se extendió durante varios días y, lo mas importante, consiguió universalizar un conflicto que gracias, entre otras cosas, a la formación del Gay Liberation Front, retumbó de manera global. Una efervescencia plasmada en un libro clave, “Política sexual”, de Kate Millet, donde culpaba a la cultura patriarcal y heterosexista de haber condicionado toda la historia íntima de los seres humanos, lo que llevó a replantearse a buena parte de la militancia su papel secundario en organizaciones homosexuales tuteladas por hombres. Una disputa que, cada una bajo su propia naturaleza, se instaló en otros lugares de Europa, y que quedó taxativamente compendiada en la sentencia escrita por Monique Wittig: “Las lesbianas no son mujeres”.

Los años ochenta aparecieron teñidos por toda una cultura lésbica que no dejaba estrato por ser conquistado, un logro no resuelto de manera lineal si no en todo un carrusel de vaivenes que pese a las discrepancias entre facciones, incluidas posiciones enconadas todavía hoy latentes en temas como la pornografía, nunca aminoró su paso, tanto que llegó a implantarse en diversas zonas de América Latina. Pero si un elemento resultó, lamentablemente, canalizador de la fuerza grupal, fue la aparición del SIDA, especialmente cruento con los homosexuales y que encontró en la alianza de fuerzas y la solidaridad el salvoconducto definitivo para organizar actitudes colaborativas que desembocarían en un movimiento global como el LGBT, antecedente directo de otra de las corrientes más importantes en estas décadas, la “queer”, enfrentada al asimilacionismo y que despliega la bandera de la marginalidad como un arma revolucionaria con el fin de añadir nuevas realidades a un movimiento de todavía escueta trayectoria pero con una tremenda inquietud por alterar y derrumbar definitivamente las cadenas ligadas al género o la sexualidad.

Si sobre el papel nada parece tan fácil de aceptar como que cada cual es el único dueño a la hora de demostrar sus instintos eróticos con quien le plazca, la lectura de “Historia de la homosexualidad femenina en Occidente” nos revela un extenso relato plagado de nombres, la mayoría anónimos, que han visto impedida la manifestación de sus pulsiones. Una marginalidad que las mujeres, y sobre todo las interesadas en interaccionar íntimamente con su propio género, han sufrido especialmente, siendo la cruenta respuesta a ese terror a lo desconocido y a todo lo que pone en entredicho el “orden social” percibido por los poderes. De ahí que su lucha emprendida a través de los siglos aspire, más allá de defender sus propios derechos, a democratizar el ámbito cotidiano de los sentimientos, donde la única ley natural válida es la que dicta nuestra propia pasión.