Robert Bonet
NIÑOS DE LA CALLE EN MELILLA

Niños de la calle EN Melilla

Desde hace años, en Melilla es fácil encontrarse a grupos de menores migrantes pidiendo comida o dinero y sobreviviendo en la calle o en el puerto. En la mayoría de los casos, la gente los rechaza y las instituciones miran hacia otro lado. Esta situación ha sido denunciada por algunas entidades, como Prodein.

Lejos de los focos de la atención mediática, puestos casi siempre y de manera intencionadamente demagógica, en la valla, los niños de la calle de Melilla viven una realidad diaria llena de abusos e injusticia. Son niños y adolescentes, en su mayoría de origen marroquí, que migraron solos, y que, una vez en Melilla, huyen o son expulsados del sistema de protección de menores. Sobreviviendo en la calle esperan la oportunidad para colarse, desde el puerto, en alguno de los barcos que zarpan casi a diario hacia la península.

Las denuncias de malos tratos físicos y psicológicos por parte de los menores extranjeros no acompañados (MENAS) hacia el centro de protección de menores, La Purísima; la retirada del permiso de residencia al llegar a la mayoría de edad y la no escolarización de los chicos en el sistema público educativo, son los principales motivos por los que huyen del centro. El autoritarismo, la rigidez disciplinaria y la poca atención material y afectiva que reciben, se suman a la lista de quejas de los chicos. Mientras que la prueba de determinación de la edad es el principal motivo por el que muchos de ellos son expulsados.

Han emprendido un proyecto migratorio solos, siendo niños o adolescentes. Su experiencia vital es mayor, o cuanto menos más intensa que la de muchas personas adultas. Esta trayectoria vital, en lugar de ser tenida en cuenta en pro de una mayor protección o de una mayor atención sobre sus necesidades, se utiliza por parte de las instituciones para criminalizarlos y estigmatizarlos, colocándoles la etiqueta de inadaptados, antisociales o maleducados.

La hostilidad del sistema de protección de Melilla hacia los MENAS supera en muchos aspectos a la de los sistemas de protección de otras comunidades autónomas. Por ello, la esperanza de un entorno más garantista les lleva a jugarse el pellejo cada noche en el puerto intentando colarse en los barcos.

Condenados a la desprotección. Debajo del puente que cruza el Río Oro a la altura del CETI (Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes), una pequeña e improvisada hoguera cobija un grupo de miradas. A veces perdidas, otras muy conscientes, siempre rebeldes. Las de Bilal y Mehdi se encuentran entre ellas. Ambos tienen 17 años. Música africana de fondo. «Cuando Mehdi se cure volveremos al puerto a intentar el risquie». Mientras pronuncia estas palabras, Bilal decora sus pantalones con tachuelas. En cada una de sus perneras, “dibuja” con ellas las iniciales de los dos nombres. La M de Mehdi está acabada ya. La suya, a medias. Parece que hasta para decorar sus pantalones piensa antes en su amigo que en él. «Yo puedo estar en La Purísima, pero a él lo han echado porque ha ‘fichado’ como mayor, y yo prefiero quedarme con él en la calle y cuidarlo». A Mehdi, como a otros, lo han expulsado del sistema de protección de menores porque las pruebas de determinación de edad han dado como resultado que es mayor de edad.

El Tribunal Supremo estableció el pasado mes de julio que este tipo de pruebas no se pueden realizar a los menores que acrediten su minoría de edad mediante documentos, pasaportes o partidas de nacimiento oficiales emitidos por sus países de origen. Sin embargo, estas pruebas se vienen realizando desde hace muchos años a menores de los que se presupone que los documentos que presentan son falsos. Son pruebas médicas que tienen un margen de error de dos años, dándose casos de menores con documentación que les acredita como tales, pero en situación de calle y doblemente desprotegidos y vulnerables.

El Tribunal Supremo establece que si se duda de su documentación, la Administración debe demostrar su falsedad, y solo en ese caso, realizarse las pruebas de edad. Pero en todos los casos, la condición indispensable para realizarlas es que su apariencia física pueda hacer dudar de su minoría de edad. Bilal, Mehdi y el resto nos presentan a varios chicos expulsados por este tipo de pruebas. A simple vista, resulta más que evidente que varios de ellos no superan los 13 o 14 años. Explican, además, que estas pruebas son utilizadas por los responsables de La Purísima para decidir quién se queda y a quién se expulsa del centro. Y que a veces se les pide dinero si quieren que sus pruebas de edad les avalen como «menor».

Colectivos de defensa de los derechos de los menores migrantes han denunciado que cuando el centro llega al máximo de su capacidad, los nuevos chicos empiezan a tener problemas y a ser presionados para que se marchen. Toda una maquinaria puesta en marcha, que vulnera de la manera más efectiva posible los derechos de los menores migrantes.

Del sistema de protección, a la calle y al apartheid sanitario. La cura de la que Bilal habla se refiere a la herida que Mehdi tiene en el antebrazo izquierdo. Una venda sucia, que no se ha podido cambiar desde hace casi un mes, cubre un corte de 20 cm. con otros tantos puntos de sutura. En el sistema sanitario de Melilla le atendieron de urgencias. Pero ahora, para seguir con la cura y el tratamiento, no le atienden, porque al haber sido expulsado del sistema de protección de menores, dicen que no saben si él es menor o mayor de edad. En el Hospital Comarcal le dicen que tiene que demostrar que es menor de edad presentando un papel de La Purísima que lo acredite. Porque hasta que no demuestre lo contrario, él es un “sin papeles” más, al que el sistema sanitario, como a otros tantos cientos de miles de personas, excluye, desde que en 2012 el PP aprobó la reforma sanitaria que dejaba fuera de la atención sanitaria a las personas en situación administrativa irregular. Según organizaciones como Amnistía Internacional o Médicos del Mundo, en sus dos años de existencia se han retirado 873.000 tarjetas sanitarias.

La Ley de Protección Jurídica del Menor (L.O 1/1996) garantiza que a los MENAS se le considere menores antes que extranjeros, y que, por tanto, tengan los mismos derechos que los nacidos en el Estado español. Pero el margen de error de las pruebas de determinación de edad, que es de 2 años, conlleva consecuencias dramáticas. No solo la expulsión del sistema de protección de menores, sino la exclusión del sistema sanitario (o la inclusión en el apartheid que supone), y en último caso, la expulsión sumaria, sin procedimiento legal alguno (como pasa en Melilla tan a menudo) a Marruecos por parte de la Policía Nacional.

La Purísima: cultura del maltrato, cultura de la impunidad. Pero la mayoría de los chicos de la calle en Melilla han decidido huir por su propio pie (y por su propia dignidad) de La Purísima. Para quien se acerca a ellos por primera vez, la primera pregunta podría resultar obvia: ¿por qué preferir la calle, el frío, el hambre, la mendicidad y demás miserias, antes que, al menos, un techo, un plato de comida, ropa y, por supuesto, la posibilidad de conseguir el permiso de residencia?

Osama es un niño de 8 años que vive desde hace unas semanas en la calle. Se acerca a la gente pidiendo comida o dinero con una sonrisa conmovedora y tierna, que es también una especie de máscara, la expresión de una corteza emocional que no ha tenido más remedio que construirse para no seguir sufriendo y poder tirar adelante. Explica con esa misma sonrisa que en La Purísima, un educador le pega. El mismo educador que todos los chicos acusan de ser, no el único, pero sí el que más lo hace. El que más presiona para que los chavales se vayan. El que extorsiona a los chicos para que le paguen si quieren que sus pruebas de determinación de edad diagnostiquen que es menor, y también el mismo al que algunos chicos argelinos que estuvieron en el centro, ahora mayores de edad, acusan de haber extorsionado económicamente también para poder entrar al CETI.

El segundo argumento fundamental para entender por qué los chicos se fugan del centro es el hecho de que cuando llegan a la mayoría de edad, se les extingue ilegalmente el permiso de residencia. Para estos, no tiene ningún sentido aguantar en La Purísima, menos aún si la perspectiva es llegar a los 18 y salir sin ni siquiera los papeles.

Debido a las denuncias que, sobre todo, la asociación PRODEIN (Pro Derechos de la Infancia) ha realizado, las alarmas empezaron a sonar en los despachos de la Consejería de Bienestar Social. Desde ámbitos judiciales y políticos comenzaban a plantear demasiadas preguntas por la cantidad de denuncias al respecto, así que, aunque a nivel judicial no haya habido ninguna sentencia favorable, la Consejería tuvo que empezar a modificar esta práctica ilegal. Aun así, resulta difícil saber con exactitud cómo está actuando la Administración, porque este tipo de casos siguen dándose. Como el de Omar, un chico subsahariano que después de pasar más de un año en La Purísima, al cumplir la mayoría de edad hace 3 meses, fue trasladado al CETI sin permiso de residencia. Recientemente, ha sido trasladado a la península, donde en pocas semanas, después de la primera acogida por parte de alguna ONG, quedará en situación administrativa irregular y podría ser detenido, encerrado en un CIE y deportado a su país de origen.

La vida en la calle: heridas, cuidados y descuidos. Frente a toda esta cultura del maltrato institucional y de la impunidad que lo permite y lo promueve, la expresión auténtica de la adolescencia: rebeldía y dignidad. La vida –o la supervivencia– de los chicos de la calle es frágil, precaria, expuesta a multitud de riesgos y peligros. Esa mala vida produce heridas. Todas las dificultades y amenazas imaginables se ven multiplicadas o agudizadas porque quienes las sufren son niños y adolescentes. En peligro, y vulnerables.

Algunos chicos viven en los alrededores del CETI. Las ventajas de vivir allí no son muchas, pero sí importantes. El CETI y sus aledaños son un espacio de sociabilidad y, por otro lado, a las horas de las comidas, los internos en él sacan una parte a los que viven fuera. Ellos son los desheredados de entre los desheredados.

Muchos otros viven en el puerto, que hace de hogar y, a la vez, centro de operaciones y conspiraciones. Desde allí intentan colarse en los barcos –de carga y pasajeros– que se dirigen a la península. Después de descender por un muro de 8 metros a través de una cuerda hecha de sábanas atadas entre sí, acceden al muelle de carga, bien para meterse en los contenedores de mercancías, bien para llegar desde la mar a los barcos de pasajeros. Pero la Guardia Civil y la Policía Local están allí para impedírselo. La tensión se palpa cuando los chicos saltan al muelle. Miradas perdidas, carreras, nervios, persecuciones policiales, táctica y estrategia, adrenalina y coraje.

Y a menudo, de nuevo, maltrato. En este caso, policial. Hay chicos que denuncian que la policía, después de aporrearlos, los ha lanzado al agua en alguna ocasión. La vida en la calle, el maltrato y el racismo institucional, las peripecias en el puerto, los saltos a los barcos y los encontronazos con la policía, todo ello produce heridas importantes. A menudo, se (las) cuidan entre ellos, con sus recursos, que son escasos. La vida de la calle es, para “sus niños”, una sucesión de heridas, descuidos y cuidados.