Amaia Ereñaga
JULIETTE GRÉCO

La Gréco es mucha Gréco

Con su ronca voz tan característica, vestida toda de negro y un toque masculino en su vestimenta tan llena de «charme», delineados los ojos con el khol marca de la casa, parece mentira que Juliette Gréco tenga 88 años. Este icono de la canción francesa se despide de los escenarios con una gira en la que dice “Merci” (Gracias): gracias a su público y a la vida, a los que ha dado y de los que ha tomado tanto.

Ha sido pareja de Miles Davis, musa de Jean-Paul Sartre y Boris Vian, amiga de Jacques Brel y Georges Brassens, y compañera de juergas de Orson Welles. La vida de Juliette Gréco (Montpellier, 7 de febrero de 1927) ha sido todo menos aburrida. Porque la Gréco –para los franceses siempre ha sido «la Gréco»– es mucha Gréco. Le ha costado, pero a sus 88 años parece que por fin ha asimilado que ha llegado el momento de retirarse, consciente de que su corazón «es un viejo loco, a imagen y semejanza de su dueña. Cuando estoy sobre el escenario, no llego a cansarme –dice–. Pero no me gustaría dar el espectáculo, como si fuera una anciana que se aferra a las tablas, y tampoco quisiera avergonzarme por haber llegado demasiado lejos». De hecho, su edad le ha jugado alguna pequeña mala pasada estos últimos años y al menos en dos ocasiones ha tenido que abandonar precipitadamente la escena. La última fue en agosto de 2013, cuando sintió un «golpe de calor» mientras actuaba en el Festival de Ramatuelle, acompañada al piano por su marido Gérard Jouannest.

Pasión es, posiblemente, el concepto que mejor define a esta mujer de, valga la redundancia, apasionante vida. Izquierdista y osada, la Gréco no dudó, por poner un ejemplo, en liarla parda en 1981, durante una gala televisada en directo en el Chile de Pinochet, donde interpretó solo temas prohibidos por la dictadura militar, antes de ser acompañada al hotel manu militari y dejar el país al día siguiente con sus músicos. «Tengo un motor que se llama pasión y amor por el oficio, así como un interés absoluto por las otras personas», reconoce esta mujer que nunca ha cantado tonterías.

Supervivencia sería tal vez la otra palabra que la define. Su trayectoria vital, aparte de en sus canciones, la ha recogido en dos libros de memorias: “Jujube” (1982), porque Jujube era su sobrenombre cuando era una niña; y “Je suis faite comme ça” (Flammarion, 2012 ), un título tomado de un verso de “Je suis comme je suis”, de Jacques Prévert. El verso, que la Gréco convirtió en canción, parece toda una declaración de intenciones. Es la historia de una mujer que dice ser como es: cuando tiene ganas de reír, se ríe a carcajadas; ama a quien ama y, en cualquier caso, no es culpa suya si aquel a quien ama no es siempre el mismo. Je suis comme je suis / Je suis faite comme ça / Quand j'ai envie de rire / Oui je ris aux éclats / J'aime celui qui m'aime / est-ce ma faute à moi / Si ce n'est pas le même / Que j'aime chaque fois / Je suis comme je suis / Je suis faite comme ça. Que voulez-vous de plus / Que voulez-vous de moi.

Existencialistas, pobres y libres. Durante la Ocupación alemana, Juliette era una cría que iba para bailarina de la Ópera de París, pero las cosas se torcieron cuando fue detenida junto con su hermana mayor, Charlotte, y su madre, miembro de la Resistencia. Al separase sus padres, Juliette había quedado al cargo de sus abuelos, porque su madre, siempre lo ha dicho, nunca le quiso. Aunque su juventud la libró de ser deportada a un campo de concentración, estuvo encarcelada varios meses en Fresnes; su madre y su hermana no corrieron la misma suerte, porque fueron deportadas a Ravensbrück, de donde no volvieron hasta después de la liberación de los campos de concentración por el Ejército norteamericano.

Era principios de 1943 cuando a Juliette la soltaron. Tenía 16 años, había recuperado sus papeles en la central de la Gestapo del distrito 16 de París, y caminaba sola y con un billete de metro en el bolsillo como única posesión «por la avenida más bella del mundo, la avenida Foch». Sabía que la única persona que conocía en la capital, una amiga de su madre llamada Hélène Duc, vivía en una pensión cercana a la iglesia de Saint-Sulpice. Hélène Duc se hizo cargo de ella y la acogió en su habitación, que estaba a dos pasos del barrio de Saint-Germain-des-Prés. Allí Juliette descubrió la efervescencia intelectual de la rive gauche (orilla izquierda del Sena) y de la vida política a través de los jóvenes comunistas. Hélène apuntó a la joven a algunos cursos de arte dramático, mientras que paralelamente hacía algunos pequeños papeles en el teatro y en emisiones de radio dedicadas a la poesía.

En aquel Saint-Germain-des-Prés de la posguerra, Juliette trabó amistad con jóvenes artistas como el poeta Boris Vian o la periodista Anne-Marie Cazalis. No tenía casi ropa, por lo que «reciclaba» la que le daban sus amigos varones. Si le quedaban grandes, enrollaba las camisas, jersey, pantalones… lo que fuera, y listo. Creó así su propio estilo, un intenso aspecto que sería inmortalizado por grandes de la fotografía como Robert Doisneau. Aquella era una vida de privaciones, pero a la vez muy feliz, recuerda, porque eran libres. En uno de los bares que frecuentaban, Le Tabou de la calle Dauphine, descubrieron accidentalmente que había un gran sótano –una de las muchas cave parisinas– que no se utilizaba y al que el dueño llamaba «el túnel». Juliette y sus amigos encontraron allí un lugar ideal para hacer música y bailar, mientras discutían de filosofía. Apenas una semana después, los curiosos se acercaban a ver a este extraña y nueva fauna, que fue bautizada como «los existencialistas».

Convertida en la musa y mascota de aquel movimiento, la Gréco decidió entonces que tenía que justiciar su fama haciendo algo como cantar. «No soy María Callas, ya lo sé», admitía en una entrevista reciente con una sonrisa pícara, «pero he tenido una carrera realmente asombrosa, con la que he recorrido el mundo cantando todas estas canciones maravillosas ante grandes multitudes».

De París a Hollywood, y vuelta. Jean-Paul Sartre le confió entonces una letra que había escrito para su obra de teatro “Huis clos” y le aconsejó que fuera a ver al compositor Joseph Kosma, para que le pusiera música. Así nació “La Rue des Blancs-Manteaux”, surgida de la unión de la pluma del «padre» del existencialismo y del autor de las bandas sonoras de Jean Renoir. «Gréco tiene un millón de poemas en su voz», escribió el intelectual más famoso del mundo. «Es como una luz cálida que revive las brasas ardiendo dentro de todos nosotros. Gracias a ella, y por ella, he escrito canciones. En su boca, mis palabras se convierten en piedras preciosas».

Cuando cantó “Parlez-moi d’amour”, supuso una señal de que sus días de ganar cinco míseros francos por actuación habían terminado. Este clásico, que ha sido grabado en 37 idiomas, es una de esas canciones sobre amor y besos que la chanson française hizo famosas en el mundo entero.

La Gréco ha cantado a Jacques Prévert, Bertolt Brecht, Boris Vian o François Sagan. Ha conocido a Edith Piaf, Charles Aznavour, Jacques Brel, Brassens, Simone de Beauvoir, Truman Capote, William Faulkner… Otro de los grandes nombres de la vida de esta seductora es el músico de jazz Miles Davis, a quien conoció en 1949. Se enamoraron locamente. «Sartre le preguntó Miles por qué no nos casamos, pero Miles me amaba demasiado, dijo, para casarse conmigo. Sería considerada en EEUU como ‘la puta de un negro’, me dijo, y esto destruiría mi carrera. Nos veíamos regularmente hasta su muerte. Fue uno de los hombres más elegantes que he conocido».

A su segundo marido, el actor Philippe Lemaire, padre de su única hija, lo conoció en el rodaje de “Quand tu liras cette lettre” (1953), de Jean-Pierre Melville, pero el matrimonio duró poco. En el 56 se divorció, cruzó el charco para debutar con éxito en Nueva York, mientras que Hollywood la cortejaba. Durante el rodaje de “¡Fiesta!”, de Henry King, conoció al productor Darryl F. Zanuck, con quien formó una extraña pareja, debido a las diferencias de edad y de carácter entre ambos. En su etapa hollywoodense, la Gréco rodó muchas películas con directores como Otto Preminger (“Bonjour tristesse”, 1958), John Huston (“Las raíces del cielo”, 1958) o Richard Feischer (“Drama tras un espejo”, 1960).

Pero quería volver a la canción y no la ha vuelto a abandonar hasta ahora, en una longeva carrera durante la que ha descubierto y nos ha hecho descubrir a talentos como Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Guy Béart o Léo Ferré. Mujer de izquierdas, a su vuelta de Estados Unidos se embarcó en una gira por las Casas de la Cultura de la Juventud de los barrios pobres de la periferia, ofreciendo conciertos gratuitos a un público compuesto por jóvenes estudiantes y obreros. Quería revelarles la poesía de los autores que ella amaba. Otros de los conciertos que marcaron su larga carrera son los que protagonizó en otoño de 1965 para el TNP (Théâtre National Populaire) con otro grande, Georges Brassens.

El Jacques Brel de la Gréco. De Juliette Gréco se puede decir que ha creado auténticos clásicos. Resulta complicadísimo elegir algunas de sus canciones, pero, por decir algunas ahí están “La Javanaise” –una preciosa canción con letra de Serge Gainsbourg–, la desafiante “Déshabilllez-moi” –«desnúdeme, pero no sea usted como todos los hombres, que tienen demasiada prisa»–, “Si tu t’imagines”, “Paris canaille”… La larga discografía de Juliette Gréco la cierran dos trabajos dedicados a su adorado París (el trabajo de estudio “Ça se traverse et c’est beau” y el álbum colectivo y femenino “ElleSonParis”), y un último disco muy especial editado en 2013, dedicado a su amigo Jacques Brel. El pianista de Jacques Brel, el compositor Gérard Jouannest, es el autor de los arreglos de las 35 canciones seleccionadas para este disco, que incluye también el icónico “Ne me quitte pas”. Por cierto, Jouannest es el tercer marido de la Gréco. Le precedió en la lista el actor Michel Piccoli, a quien conoció en una cena organizada por una popular revista francesa en 1965. Les sentaron uno al lado del otro y pocas semanas más tarde se casaron. Piccoli y Juliette Gréco estuvieron juntos una década.

Titulado “Gréco chante Brel”, este trabajo es una declaración de amor al cantante que conoció hace sesenta años y al que admiraba, dice, porque decía la verdad en sus canciones. «Dice las cosas de forma muy cruel, muy lógica. No tiene debilidad alguna, ni en sus descripciones del amor ni en las de la muerte, de la vida, de las prostitutas. Es mucho menos teatral que Ferré, mucho menos tierno que Brassens». Por eso no le gusta la interpretación del cantautor belga del “Ne me quitte pas”. «Me cabrea verle tirarse por el suelo, como un trapo viejo. ¡Mierda! Esto me tenía tan revuelta que decidí darle la vuelta y lo canto de esta forma: no me abandones, porque ¡vas a ver lo que te pasará si lo haces!».

A Jacques Brel le descubrieron un cáncer en 1974, a resultas del cual murió cuatro años más tarde. Durante mucho tiempo Juliette Gréco se negó a visitarle porque no quería «verle en una situación de desventaja», a él que estaba hecho «de risa y de sangre». Sobre su propia muerte, no tiene empacho en hablar de ella. «No está lejos, pero no me crea preocupación alguna: me alimento, sigo adelante, tengo necesidades. Y también tengo miedo. Pero no de mi muerte, ¿sabes? Me río de ella, pero temo más a la muerte de los demás».

La gira de despedida, que comenzará el próximo día 24 en el festival Printemps de Bourges, la ha concebido como un homenaje «a la historia de amor» que mantiene con sus fans desde hace 65 años. «Cantaré mucho de Brel, mucho de Gainsbourg, mucho de Ferré y de todos a los que amo». Suponemos que seguirá cerrando sus conciertos como siempre, con una canción de revolución y amor: “Le temps des cerises”.