El «Guernica» es una obra magna, excelsa, donde Pablo Picasso logró condensar con maestría el horror de la guerra. El artista malagueño quiso denunciar la masacre y destrucción causada por la aviación nazi en la villa vizcaina, y se inspiró en las crónicas del corresponsal británico George L. Steer, clave para que el mundo supiera de aquel crimen cometido contra la población civil. De inmediato se convirtió en un símbolo.

Pero desde su traslado, en 1981, del MoMa de Nueva York a Madrid, ha sido también objeto de polémica, rifirrafe y debate. Como el que ayer protagonizaron los grupos en el Congreso, donde EH Bildu expuso, una vez más, la demanda de que el lienzo recale en el lugar al que debe su nombre y existencia. Sin duda, la creación del genio andaluz es universal y tiene la virtud de inspirar a toda la humanidad, pero también es cierto que debe su gestación a la sangre y el dolor de los gernikarras abatidos por la Legión Cóndor, seres humanos cuya mueca de sufrimiento supo representar. Por ello, es en Gernika donde su trabajo puede alcanzar plenamente el objetivo por el que fue creado, que, no olvidemos, es el señalamiento de la barbarie fascista. Por contra, guardarlo como joya de la corona y elemento de tracción turística de un museo con nombre de reina diluye el carácter primigenio con el que Picasso, pacifista y comunista hasta el último aliento, dotó a su obra.

El «Guernica» debe ser trasladado a Gernika por la memoria de las víctimas; tiene que estar en Gernika para que confluya su simbolismo con el del lugar que representa las libertades vascas; y ha de reposar en Gernika por respeto a la voluntad de sus habitantes y de las instituciones de este país, que se han posicionado repetidamente en ese sentido. Sin embargo, Madrid lleva décadas haciendo oídos sordos a esta petición, con argumentos técnicos pero con la esperanza, quizá, de que aun mostrándola ante millones de personas pueda ocultar la interpelación inapelable e histórica que acompaña a esta magnífica obra de arte.