Amaia EREÑAGA
BILBO
Entrevue
ANA LAURA ALÁEZ
ARTISTA

«El laboratorio de tizas de Oteiza fue un verdadero alegato punk»

De la Euskal Herria de los 90 a las calles de Nueva York, con parada ahora en la tranquila Mallorca. Siempre haciéndose las mismas preguntas pero con distintas respuestas. Ana Laura Aláez (Bilbo, 1964) es una de nuestras artistas más internacionales.

Ana Laura Aláez habla suave, muy suave, dándose tiempo a reflexionar sobre lo que quiere decir. No es de esas personas a las que les gustar tirar de frases hechas. Y tampoco, porque parece que le obsesiona, quiere resultar pretenciosa. Mientras, su obra se despliega mezclando camisetas punkies con esculturas aéreas, un traje del cómic de Wonder Woman y chaquetas o chupas de cuero que exudan noche clavadas en una pared maquillada. Bajo el título “Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío”, esta artista, una de las más destacadas del panorama contemporáneo, protagoniza la retrospectiva que hasta el 26 de setiembre le dedica la Alhóndiga bilbaina.

Elementos cotidianos, como hilos o ropa –su primera obra de arte fue su ropa: la colcha de ajuar de su madre, la tiñó y se hizo un vestido– combinados con otros propiamente escultóricos. Romper, meter, subir, bajar, deshacer. Al fondo, una fila de ropa callejera parece supermoderna, de lo más actual, pero es de mediados de los 90. Delante cuelga una escultura que formó parte de “Dance & Disco” (2000), un club de música, arte y baile que creó dentro del Museo Reina Sofía de Madrid y que, dicen, provocó filias y fobias. Aláez, que ha expuesto en museos y galerías de todo el mundo, bebe de la cultura popular, del pasado obrero, del feminismo y de muchas otras fuentes. Vamos a buscarlas.

Esta retrospectiva es una coproducción de la Alhóndiga con el Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid, donde estuvo expuesta en 2019. Después de un año de impasse, en una época tan transformación para todos, la trae a Bilbo renovada. Me pregunto si ahora la ve desde otra perspectiva, después de todo lo que ha pasado.

Te mentiría si te dijera que no, aunque sí que estoy muy brava en el sentido de que no me gusta o intento no justificar temas pandémicos a la hora de abordar temas vitales. Hay como una constante en mi trabajo y es abordarlo todo con una intensidad que, si no se da, para mí es imposible que llegue a hacer nada. Ahora más que nunca las cuestiones de mortalidad están a flor de piel, pero en el trabajo artístico esa cuestión siempre está implícita: aunque pongas una superficie de lentejuelas estás hablando de mortalidad.

¿Y cómo ve su trayectoria?

La historia de un artista, creo que nos pasa a todos, es: arriba y abajo. Constantemente tienes ese pulso, en el sentido de que puedes estar como muy, la palabra no es satisfecha, no sé cómo decirlo que no suene raro... Yo me alegro de haber hecho todo este trabajo, por muchas razones que no puedo explicar porque sonaría como pedante. Me resulta muy difícil hablar de ello porque ese trabajo te hace verte a ti misma a través del tiempo, y te das cuenta de que siempre te haces las mismas preguntas existenciales. Las mismas preguntas, pero las respondes de distinta forma.

Tengo curiosidad por cómo ve el Bilbo actual. El de su juventud, y la mía, era gris; ahora es el de la opulencia. ¿Qué sensación le da el reencuentro?

Me gusta mucho venir a Bilbao porque han desaparecido los fantasmas que me hacían sentir el espacio donde he nacido como un lugar que me ahogaba. Eso ya ha desaparecido. Además es que Bilbao, sin ánimo de rollo nacionalista, me parece una ciudad maravillosa por muchas razones: hay muchísimos artistas super interesantes en el País Vasco, en general, pero es que luego también yo pertenezco a la clase obrera, y lo digo con orgullo. Una clase obrera que te negaba pertenecer al arte: «El arte no estaba hecho para ti», te decían. Entonces está toda esa opresión que hayamos podido tener personas de mi generación y, a la vez, dices: «¡Qué bien que haya habido ese confrontamiento!». Me gusta tener en cuenta la huella de generaciones como las de nuestros padres, que lucharon para que sus hijos tuvieran una vida mejor. Y esa vida mejor se traducía en trabajo. Eso lo he heredado: yo soy una trabajadora. De profesión soy currela y lo digo con orgullo. Me siento super orgullosa y además te diré que no soporto cuando me encuentro gente en el arte que no trabaja y solo quiere recoger los frutos. Aunque yo también he luchado para transgredir el concepto de trabajo, no solo el de escultura, porque ¿qué es trabajo?

Volviendo a lo anterior, estos días me han venido muchos recuerdos. Me han alojado en un apartamentito de la zona de San Francisco, y estoy encantada ya que es una zona que me gusta mucho, porque es multirracial y muy plural, pero me trae recuerdos muy duros, porque amigos de mi adolescencia murieron a causa de las drogas duras y eso es algo que también está en mi memoria. Esa idea de no futuro que había, que impregnaba tanto las calles y las conciencias, todo eso está en mí. No es que me guste, porque ¿cómo me va a gustar haber vivido las muertes duras de personas queridas? Pero, por otra parte, ese País Vasco herido también hay que reconocerlo.

¿Qué es lo que le impulsó a dedicarse al arte?

En realidad, fue una cuestión menos mitológica de lo que te puedes imaginar. Siempre me ha gustado dibujar, he sido muy expresiva a nivel de lenguaje corporal y, cuando acabé el instituto, miré a un lado, al otro y no me veía estudiando como la mayoría de mis amigos Periodismo, que en aquel momento era la carrera de futuro. Simplemente por falta de aspiración dije: «Voy a hacer lo que sé hacer». Pedí una beca, me la concedieron y accedí a Bellas Artes. Empiezas a ir pensando que no vas a tener futuro; es decir, y lo digo francamente no para hacerme la interesante, no tenía ninguna aspiración. Simplemente me dije que no tenía nada que perder. Tan solo estar en contacto con personas afines a mí fue una revolución.

Pasó por Arteleku [centro artístico en Martutene, entre 1987-2014], un referente para nuestro arte contemporáneo. ¿En qué le influyó?

Arteleku ha sido para mí, y para compañeras y compañeros que conozco, muy importante. Estamos hablando de una generación que no tenía acceso a la red como ahora, y yo ni siquiera podía comprarme un libro... Y eso que la facultad de Bellas Artes era mucho mejor que cualquier universidad del resto del Estado, luego lo supe. Pero sí que es verdad que había una pátina muy académica y rancia.

La escultura, con los Oteiza y Chillida, era muy masculina. Su generación rompió eso.

¡Claro! Siempre hay como un pulso en mi trabajo de contravenir esa idea como de un sujeto seguro de sí mismo, en masculino, y de la fuerza, de la prevalencia de lo físico. De hecho, en la Universidad me decían: «Lo que haces es muy interesante, pero no es arte». Y justamente me lo decían unos hombres. Acabar Bellas Artes y acceder a Arteleku fue un chorro de energía, porque en mi caso hice los dos talleres largos con Angel Bados [escultor y profesor, enmarcado en la Nueva Escultura Vasca]. Estuve casi un año y medio en Donostia, y fue maravilloso, porque toda esa rareza que se había estigmatizado en la universidad era parte del material escultórico. Hablando de currelas, Angel estaba allí desde que se abría hasta que se cerraba Arteleku. No era el profesor, sino el artista que hablaba con otro artista.

Es una pena que desapareciera.

Una pena, porque ahora que se habla tanto de lo pedagógico... Yo he tenido la suerte de participar en Kalostra [escuela experimental de arte creada por EH Bildu en 2015, cerrado poco después por el Gobierno PNV-PSOE] con compañeros tan increíbles como Itziar Okariz, Asier Mendizabal, Sergio Prego, etc. Fue un experimento que funcionó muy bien pero que, por razones políticas, desapareció.

¿Qué pasó?

Llevamos mucho tiempo en el que se le pide al arte un efecto inmediato. Y el arte no es de efectos inmediatos, el arte es a largo plazo. Entonces, si estás esperando hacer una experiencia de este tipo y que recojas ya los frutos, es imposible. Pero ahí hay que invertir.

Volviendo a la escultura, me va a perdonar, pero en trabajos suyos he visto referencia al vacío de Oteiza, como en «Mujeres sobre zapatos de plataforma», con ese vacío entre los zapatos y los sombreros. ¿O no hay Oteiza por ningún lado?

A Oteiza yo no lo descubrí en los libros. Cuando era estudiante de Bellas Artes digamos que no entendía por qué se hablaba de Oteiza con tanta “cosa”, pero cuando luego se hizo su exposición en el Museo de Bellas Artes, donde pude ver el laboratorio de tizas y la fisicidad de lo que yo no había podido ver en los libros, uaaauuuuu, aquello fue para mí un verdadero alegato punkie. Yo le veía a Oteiza como un punk: claro, nos agarramos a lo que necesitamos, y yo necesitaba imaginar ser capaz de que, a pesar de que no tenía recursos, ni económicos ni físicos, podía hacer lo que quería hacer. Entonces, ver esa locura de pequeñas piezas hechas con tizas, con alambres, con latas oxidadas... para mí fue un buen puñetazo en el estómago. Salí de la exposición, lo recuerdo todavía, temblando. A mí me cambió la vida.

¿Ser mujer artista sigue siendo una doble carga? ¿El mundo del arte sigue siendo igual de masculino?

Era muy difícil el tema del género. Muy difícil. Debido a mi procedencia, cuando digamos que empecé a tener un cierto reconocimiento en el arte, de una manera naif yo pensaba que el arte era una arena donde no se cuestiona ni tu procedencia social, ni tu género, ni tu raza ni nada de eso. Y luego te das cuenta de que no es así. Pero eso sucede en todos los ámbitos. Yo creo que tienes que ser feminista desde que te levantas, desde cómo tomas el café a cómo tratas a la gente, porque no solamente existe lo conceptual sino que también lo vital. Para mí, feminismo es vida.