Amalur ARTOLA DONOSTIA

Nori Ushijima se despide de Donostia con «Desembalarte»

El pintor y muralista japonés Nori Ushijima desembala su creación de los últimos 35 años en la galería Arteko para despedirse de Donostia y volver a su país natal. La exposición, que recibe al visitante con la sugerente «La máquina del tiempo», recoge trabajos realizados en Italia, Barcelona y Donostia, ciudad en la que residió durante siete años y en la que creó gran parte de las piezas que recoge la exposición, titulada con el juego de palabras «Desembalarte».

Reflexivo. Amable. Sonriente. Así se muestra Nori Ushijima (Kumamoto, Japón, 1956) en nuestra visita a «Desembalarte», exposición que tiene por escenario la galería Arteko de Donostia y que recoge parte de la obra que este pintor y muralista japonés ha realizado durante los últimos 35 años.

«La exposición abarca varias fases de mi vida», cuenta, a la vez que señala la obra que da la bienvenida al visitante, «La máquina del tiempo», trabajo que realizó en 1997, fecha en la que dejó el monte Ulia de Donostia. «Allí residí durante siete años, hasta que me tuve que marchar», relata, frunciendo el ceño. Ahora reside en Barcelona, ciudad en la que ha pasado los últimos 18 años de su vida y de la que se despide para volver a su Japón natal para ocuparse de su madre y padre, ya mayores.

En la galería Arteko deja parte de su creación artística, trabajos realizados en Italia, Donostia y Barcelona y que llevan al visitante a un mundo marcado por la mitología -de la que Nori se confiesa «un enamorado»-, los dioses y las musas, las leyendas y las creencias. Todo ello en un estilo figurativo que roza lo abstracto, y una paleta atrevida en la que destacan los rojos, ocres y amarillos y los remolinos y estructuras circulares que arrastran al visitante a otros espacios y tiempos.

Recuerda que empezó a pintar antes de cumplir los 5 años, en el cuarto de baño de su casa natal. «Detrás del inodoro había una pared. Cogí una moneda de un yen y empecé a hacer marcas, a serigrafiar. Me quedé asombrado al descubrir que podía hacer algo así. Sentí algo así como un desahogo», sentimiento que, admite, existe y plasma en cada una de sus obras.

Su padre se dedicaba a la ingeniería y su madre «siempre ha tenido un gran gusto por el arte». Así, llevaron al pequeño Nori ante Junhichi Tashiro, un conocido pintor de paisaje japonés. «Recuerdo que mi madre le enseñó mis dibujos y él me dijo que me prestaría su `caja mágica': contenía tubitos al óleo. Me pidió que pintara una pieza de cerámica que aún conservan en mi casa natal», relata. Pronto vinieron los estudios y los premios, el primero de los «grandes», el Shoreishio de 1978 en Yokohama.

Tras licenciarse en Bellas Artes en la universidad Ochianomizu de Tokio se trasladó a Italia, donde estudió pintura en la Accademia di Belle Arti Pietro Vannucci de Perugia y, después, cursó estudios de restauración en Roma. «El director del Instituto Central de Restauración me preguntó qué haría tras terminar Bellas Artes. Yo no quería volver a Japón, así que cuando me ofreció enseñarme los secretos de la restauración acepté». En su estancia en Italia ha realizado obras de restauración de autores como Filippo Lippi, Rafael, el Perugino o Caravaggio, y admite que el tener contacto con la restauración ha afectado en su manera de pintar y de ver el arte: «Creo que, ante todo, cambió la manera en la que percibía las cosas; hay cosas que no podemos ver, que solo podemos sentir, y la manera de sentir de cada uno es diferente, peculiar. Es eso lo que transmitimos mediante el arte. Restaurar una obra de arte es casi como cuidar de una persona que está a punto de morir y, además, al trabajar con ella tienes que respetar su naturaleza; no puedes ponerle la cara de una chica de veinte años a una señora de ochenta. Con la restauración ocurre igual. Todo eso hace que tu conceptualidad cambie, descubres nuevas perspectivas, puntos de mira, ángulos...».

Visita a la exposición

Nori recibe al visitante con «La máquina del tiempo», obra de grandes dimensiones que resume el espíritu de esta muestra que nos transporta por 35 años de creación. Cuenta que la pintó en el monte Ulia, donde residió durante sus siete años de estancia en Euskal Herria. La elección de las obras que se muestran a corrido a cargo de Arteko, pues Nori se admite «incapaz» de hacer una selección de este tipo: «Es como si te preguntasen cuál es tu hijo favorito... No sabría qué hacer», dice, riendo.

Uno de los más recientes es «Cornucopia de Zeus». «Zeus fue amamantado por la ninfa Amaltea y, jugando con su rayo de luz, rompió uno de los cuernos de la ninfa. Zeus le dijo que pensara en un deseo y soplara el cuerno y, Amaltea, al pensar en las estrellas, se convirtió en la constelación de Capricornio», cuenta, con entusiasmo. Y es que Nori confiesa ser un apasionado de la mitología. Opina, en efecto, que su inclinación a lo abstracto tiene que ver con las leyendas, «tan abstractas, épicas, con tantos significados... la mayor parte de la mitología es abstracta en materia de conceptos. Creo que las leyendas son fundamentales para la humanidad; si nos quitaran nuestras leyendas, estaríamos desnudos».

Esta faceta se deja ver en la exposición, con pinturas y murales que hacen referencia a las mitologías griega y romana, y también a la vasca, con obras como «Casamiento de la diosa Mari» o «Lamiak».

El artista japonés también plasma lo que le transmite el conflicto vasco en «Esperanzas del País Vasco», una de las pocas obras de la exposición en la predomina el gris: «Viviendo aquí, cada vez que encendía la radio o la tele hablaban de dolor, violencia, angustia... Sentí que tenía que hacer algo, plasmar la esperanza que hay detrás de la desesperación». Dice ver esperanza en lo oscuro y pone de ejemplo el «Guernica» de Picasso, obra en la que dice ver esperanza: «Si sabes mirar, siempre encuentras esperanza».

Aunque se incline por lo abstracto y por las grandes dimensiones (el más grande, un mural en Lanzarote de 20 metros de largo; en Euskal Herria pintó un mural de 14x3 en el caserío Berasaluze de Deba en el que experimentaba con las herri kirolak), en la muestra pueden encontrarse pinturas de pequeño tamaño y de lugares que ha habitado o visitado, como el Ratón de Getaria, la vista del Palacio de Miramar de Donostia o Las Ramblas de Barcelona. Sobre su etapa en esta última ciudad, cuenta que hubo momentos en los que «no tuve casi contacto con los seres humanos. No soy introvertido, pero durante mis investigaciones sobre el arte tiendo a enfrascarme y, a la hora de charlas con mis amigos y amigas, la mayoría, no es que se aburran, pero me miran como si creyeran que estoy medio loco», cuenta, riendo. «Cada uno tiene su manera de trabajar», concluye, a la vez que admite que su «vicio mental» es «pensar en dos cosas a la vez; no es que sea esquizofrénico, pero me encanta. Las ideas vienen y se van de mi cabeza».

Ahora tiene la cabeza en Japón, donde acude a cuidar de su madre y padre, en la última etapa de su vida. Dice que no se va sin proyectos: «Estoy tratando con una ceramista de Kamamura para hacer algo juntos, y quiero seguir trabajando allí como muralista. La verdad es que ya tengo un par de proyectos», admite. Dice estar seguro de que, algún día, volverá a Europa y a Euskal Herria, en especial a Donostia, ciudad que reconoce amar: «Los que han viajado poco fuera de Donostia no saben apreciar el lugar donde viven», concluye.