Fede de los Ríos
JO PUNTUA

Cosas de Perogrullo

El fascismo no consiste tanto en impedir decir sino en obligar a decir. De ahí esta suerte de fascismo en que se ha convertido el consenso. La nuestra, en todo momento, debe ser la apuesta por el disenso, por el antagonismo que refleja lo real

Quizás resulte excesivamente obvio el afirmar que para mentir es condición imprescindible conocer la verdad pero, en los tiempos de confusión en que nos encontramos, no está de más recordarlo. Y aunque el asunto acerca de la verdad resulta en extremo peliagudo y siempre provisional, sobre las mentiras se pueden establecer certezas incuestionables y definitivas. Una sola excepción da al traste con la regla a pesar de lo que reza el manido refrán.

Es lo que tiene el tan cacareado como necesario consenso social entre sujetos sociales desiguales, que a fuerza de aceptar como si fuesen verdad ciertas mentiras acabamos de tildar de mentira ciertas verdades.

¿Desde cuándo las leyes son igual para todos si fueron redactadas en beneficio de unos, los menos, para perjuicio de otros, los más? ¿Acaso no siguen reformándolas a su antojo en todos los órdenes de la vida: penal, laboral, administrativo? Acrecentando el control de nuestros cuerpos en un tiempo y un espacio perpetuamente vigilados con objeto de dificultar las posibles respuestas por el aumento del malestar que generan las nuevas relaciones sociales. Lo dijo nada menos que un marqués cuando finalizaba el S XVIII: «¿Es justa una ley que obliga al que nada tiene el respeto de los derechos del hombre que lo tiene todo? La respuesta es no». Era Sade.

¿En qué momento la violencia se volvió condenable venga de donde venga? ¿Es que alguna vez se fue? La deslocalización de fábricas, los ERE, los despidos, los desahucios, la disminución salarial, la constante incertidumbre que conlleva la precariedad, la dispersión carcelaria, la represión de la protesta... ¿no son muestras suficientes de la violencia fundacional del orden existente?

El fascismo no consiste tanto en impedir decir sino en obligar a decir. De ahí esta suerte de fascismo en que se ha convertido el consenso. La nuestra, en todo momento, debe ser la apuesta por el disenso, por el antagonismo que refleja lo real. Perder el miedo a que, el nuestro, sea un discurso estructurado por verdades provisionales siempre que tengamos la honradez de rechazar de manera diligente las que poseamos la certeza de haberse demostrado falsas.

Aunque sean tiempos electorales y no quede otra que participar en el carnaval, lo nuestro no puede resultar una mascarada. Sería impropio y aburrido.