Mikel ZUBIMENDI

Ni la mentira tiene color ni la integridad identidad racial

La noticia de que la activista afroamericana Rachel Dolezal no es negra y de que mintió para construir su identidad ha encendido un interesante debate global. Muchas voces hablan de una «persona transracial» como otras son transexuales. Pero no se puede obviar la evidencia: antes de la identidad racial siempre está la integridad de la persona.

Rachel Dolezal, en una imagen de archivo. (AFP PHOTO)
Rachel Dolezal, en una imagen de archivo. (AFP PHOTO)

Rachel Dolezal es una reconocida activista por los derechos de los afroamericanos. A sus 37 años, esta profesora de estudios étnicos y africanos en la Eastern University de Washington y una de las principales líderes de la asociación NAACP (National Association for the Advancement of Coloured People) se ha situado en el ojo del huracán del debate público y su caso ha despertado un enorme interés global. Desde que sus padres hicieron saltar la noticia y trascendió que «no es negra», que no es hija de un matrimonio mixto ni que nunca tuvo ancestros negros, que se maquilla todos los días, se hace la permanente afro y se saca selfies para subirlos a su perfil diciendo que «este es mi pelo natural», su caso se ha convertido en trending topic y ha encendido un fuerte debate.

¿Cuál es el problema? Se acusa a Dolezal de no ser una «negra de verdad», de ser una «impostora racial», de construir su carrera y de ganar poder a través de un engaño. ¿O quizá era un deseo, una fantasía de «ser negra»? O como dicen muchos medios y pensadores progresistas norteamericanos que salieron en su defensa, ¿la suya era la vida de una negra atrapada en el cuerpo de una blanca? ¿Una cuestión «transracial»? ¿Un caso parecido al de Caitlyn Jenner, antiguo campeón olímpico de los 1.500 metros que tras cambiar de género hizo furor cuando posó en la portada de “Vanity Fair”?

«La cuestión no es tan simple como parece», señala en su defensa Rachel Dolezal, que a continuación argumenta una generalidad: «en definitiva, todos somos descendientes del continente africano». Su apuesta por una «negritud a la carta» puede casar con una historia americana plagada de gentes que recrean mascaradas de otras razas, de hombres como mujeres y mujeres como hombres. O de máximos dirigentes –Gran Dragones– del Ku Klux Klan y del Partido Nazi Americano que fueron judíos militantes o autores de best-sellers sobre las memorias de los nativos americanos que, en realidad, eran miembros del Klan y militantes segregacionistas. Ciertamente la historia está repleta de historias de gente que transgredía divisiones sociales y confeccionada identidades a su gusto, imagen y semejanza.

Cualquiera puede vestir como quiere, parecer lo que quiera e identificarse con lo que le plazca. Nunca un bronceado o un rizo hicieron a nadie negro y, seguramente, con la información genealógica y la posibilidad de análisis de ADN cada día más baratos, se está haciendo más difícil decir cuál es la clave que hace a uno ser negro. Máxime cuando se sabe que la tonalidad del color de la piel es una cuestión de biología pero que la raza es una construcción social.

Ahora bien, parece también evidente que cuando una persona se inventa que tiene padres negros, que nació en un tipi indio y todo el resto de su historia, sencillamente está mintiendo. Su credibilidad queda muy tocada.

La raza es mucho más que un color, es una tecnología que puede ser utilizada para posicionarse social y políticamente, para conectarse culturalmente y para promover vías de sentirse y de realizarse en este mundo. La raza biológica no existe pero las razas dan capas de significado social y de valor político a la existencia y a la experiencia humana.

Y como con las últimas versiones del Photoshop, ahora que el tono del color de la piel, el volumen del pelo y los rasgos faciales pueden cambiarse mediante procesos cosméticos y filtros fotográficos, hacerse pasar por otra persona o cambiar de identidad racial será un tema de actualidad en las conversaciones porque seguirá siendo una manera de vivir.

Rachel Dolezal nos da, en cierta medida, la bienvenida a un futuro donde la tecnología permite editar todo sobre uno mismo –localización, ocupación, estatus, estilo, la cara e incluso la raza–. Ahora que parecía que la gente se acostumbra a vivir en la diversidad, con un ideal de igualdad, otras personas experimentan que tienen la «piel equivocada», el descontento con su identidad racial y con los roles estereotipados asociados a ella. Su historia nos enseña mucho sobre cómo se siente la raza en este mundo tecnológico.

Las fronteras raciales, los privilegios y la identidad están tan grabados en la conciencia de la gente que violarlos, transgredirlos, saltar de uno a otro y correr entre ellos hacen sonar más acordes que en un concierto de piano. Sin duda, leer y tratar de comprender la historia de Rachel Dolezal produce un exclamación de sorpresa. Un «¿qué?» atronador que invita a la conversación y a la reflexión.

Pero circunscribir todo el debate en torno a si Dolezal es una persona «transracial» de la misma forma en que Caitlyn Jenner es una persona «transexual» es obviar una verdad: la mentira, aunque no tenga como objetivo conseguir poder o un puesto de trabajo, no tiene color. Por principio, por encima de la identidad, racial o de otro tipo, siempre debe estar la integridad.