
Que Hillary Clinton se vea obligada a escorarse a la izquierda de los demócratas y que outsiders como el esperpéntico Donald Trump seduzcan a tantos republicanos refleja el hartazgo creciente de la población de la primera potencia mundial ante un viejo orden –el liberal occidental, que conjugaba la reivindicación de una supuesta superioridad política con la pretensión de dominar militar y económicamente al resto del mundo– en franca retirada tras la crisis global desatada la pasada década.
El fenómeno Obama, que acaba su segundo y último mandato este año, no se explica sin esa crisis. Lo hace, empero, con un balance de claroscuros –repunte económico y repliegue mundial– que ya habrá tiempo de analizar durante el nuevo año.
El malestar y la crisis de identidad no son exclusivas de EEUU. La Unión Europea afronta un año con la certeza de que sufrirá nuevos atentados yihadistas –la única duda es dónde– y esperando otra avalancha de refugiados, como mínimo, similar a la que llegó en 2015.
Ante ello, el fortalecimiento de la extrema derecha (el FN francés...) y el repunte de la islamofobia en gobiernos del Este europeo dibujan un escenario preocupante para la siempre pendiente cohesión de la UE. Una situación que puede saltar por los aires si Londres acaba forzando su salida (Brexit).
Viejos debates y recetas ante los que nuevas políticas –en la Escocia proeuropea, en la Grecia de Syriza, en el Portugal de la coalición de izquierda e incluso en el laborismo del socialista Jeremy Corbyn– no acaban de emerger y despuntar.
Y es que, sin descartar errores e indecisiones –el pan nuestro de cada día en la política–, no se puede obviar el peso inercial de lo viejo, que muestra la fortaleza propia del que sabe que corre el riesgo de desaparecer.
Lo viejo, lo nuevo y lo retro –como reacción extemporánea pero muy eficaz en tiempos de zozobra– seguirán pugnando este año y los que vienen.
En esta secuencia, el «regreso al pasado» en Latinoamérica, apuntado ya en la derrota del chavismo y del kirchnerismo en Venezuela y Argentina, refleja, de un lado, el carácter paradójicamente cíclico de las apuestas cuando se someten al mandato de las urnas, y de otro, y más preocupante, la incapacidad de las diversas izquierdas, bolivarianas o progresistas, de consolidar alternativas política y económicamente autosuficientes y que vayan más allá de pasar de ser repúblicas bananeras al servicio de EEUU a economías no diversificadas y suministradoras de materias primas a potencias como China.
La crisis de las potencias emergentes y de los BRICS (con la excepción de China) ha revelado en 2015 los límites de sus economías. No estamos ante gigantes con pies de barro, sino ante países integrados en el sistema-mundo. El estornudo chino es un indicador de que la imbricación de esos países en la economía mundial les hace vulnerables a sus crisis.
Fiarlo todo a potencias que disputan la discutida primacía estadounidense como Rusia y China no es solo un fallo de diagnóstico en un mundo cada vez más multipolar y que recuerda, salvando las distancias, a las primeras décadas del siglo XX, sino que apela al error estratégico de sustituir una dependencia por otra, lo que costriñe aún más las limitadas pero reales posibilidades de lograr una in(ter)dependencia.
El riesgo, en fin, de que estemos, como en los prolegómenos de la Gran Guerra, en una pugna por los cada vez más escasos recursos mundiales podría verse reducido si las potencias acordaran una solución, no exclusivamente militar, al drama de Oriente Medio.
Un drama que, cinco años después de las llamadas y malogradas Primaveras Árabes, ejemplifica como pocos los tiempos que vivimos. Lo viejo no se fue. Lo nuevo no terminó de llegar y le sucedió un monstruo llamado Estado Islámico (ISIS).
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