Reconozcámoslo. Estamos sobrepasados. Cuando resulta que el autor del atentado no era un refugiado sirio sino un británico converso al islam cuyo apellido original era Rusell, cargamos las tintas en el hecho de que la Policía no lo tuviera cercado. Como si se pudiera controlar a los miles de potenciales lobos solitarios, de los que no pocos son personas con trastornos no convenientemente tratados y predispuestas a sublimarlos en nombre de Alah, de Napoleón, de Thor o de sursuncorda.
Algo hay que no estamos haciendo bien a la hora de aproximarnos a este fenómeno. Y no digo que haya que quitarles hierro y pasar por alto su buscada carga simbólica en la elección del objetivo. Pero lo que sí conviene es que no nos volvamos tan locos de ansiedad como sus autores. Porque nuestra reacción ante ellos denota ante todo nuestra debilidad.

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