La memoria histórica tiene en Alfred Wetzler, al que conocían en el campo de concentración de Auschwitz como Freddy, a uno de sus grandes valedores. Gracias a él el mundo supo del genocidio que allí se estaba cometiendo, aunque al principio no daban crédito a su relato ni en organizaciones como la Cruz Roja.

Pero pudo sobrevivir para contarlo, tras su increíble huida de regreso a Eslovaquia junto con su compañero de penurias Rudolf Vrba, alias Váler. Para poder escapar del infierno tuvieron que ocultarse bajo el suelo de los barracones, siendo testigos mudos de las represalias por su acción. Lograron despistar a los perros de las SS rodeando su escondite de tabaco empapado en gasolina, y así evitar cualquier rastro de olor.

La adaptación cinematográfica de sus memorias pone de relieve la obsesión numérica, tan presente en el modus operandi nazi. Evidentemente, se trataba de robar a los prisioneros su identidad, sustituyéndola por un número, que era tatuado a fuego en la piel, como se marcan a los animales. De ahí la importancia que cobra que Wetzler fuera el preso 44070 y su colega Vrba, el 29162.

Un recurso que junto con una cámara opresiva, al estilo de la utilizada por el húngaro László Nemes en la agobiante ‘El hijo de Saúl’ (2015), crea una sensación de constante angustia. En cambio, la fotografía alterna los tonos grises y descoloridamente fríos de los embarrados exteriores con los rojizos aplicados a unos interiores que son como la antesala del infernal crematorio.

El informe del título es también conocido como el Protocolo de Auschwitz-Birkenau. Sirvió para salvar miles de vidas, aunque el total de víctimas resulta difícil de cuantificar.

El trabajo de Freddy y Váler como registradores de los ingresos en el campo permite acercarse a la realidad, como la de la existencia de los sonderkommando.