Isidro Esnaola
Iritzi saileko erredaktorea, ekonomian espezializatua / redactor de opinión, especializado en economía

El gas, un combustible caro para la economía y el medio

Un estudio ya advertía hace cuatro años de las falsedades que se esconden tras la retórica del gas como «combustible de transición». Resulta una apuesta cara en términos económicos y medioambientales.

Imagen de archivo de la construcción del gasoducto Nord Stream 2, cuyo proceso de certificación ha paralizado la Agencia Federal de Redes de Alemania. (T. SCHWARZ / AFP)
Imagen de archivo de la construcción del gasoducto Nord Stream 2, cuyo proceso de certificación ha paralizado la Agencia Federal de Redes de Alemania. (T. SCHWARZ / AFP)

En nuestra visión, el gas natural ayuda a hacer real un futuro limpio. Reemplaza a otros combustibles intensivos en emisiones de CO2 y trabaja codo con codo con las renovables para construir un futuro de energía limpia». Esta frase recoge una idea con la que la mayoría de los lectores posiblemente esté de acuerdo. Lo sorprendente del asunto es que esa visión corresponde a GasNaturally, el mayor lobby europeo del gas y que tiene como miembros a multinacionales de la energía como Shell, Enim E.on, Statoil, BP, Exxon, Chevron, Gazprom Alemania, Fluxys, Enagas, y así hasta un centenar de grandes empresas. Puede dar la impresión de que el lobby energético ha asumido la tesis de la emergencia climática y la necesidad de una transición energética, aunque también se puede interpretar al revés: la sociedad ha asumido la tesis sobre la transición energética de las multinacionales.

El investigador Alfons Pérez, en un informe titulado “La trampa global del gas. Un puente al desastre” que fue publicado por la fundación Rosa Luxemburg en 2017, desentraña las falsedades que acompañan a esta apuesta por el gas. No solo se trata de la tesis que abre este reportaje. Son muchos las aspectos que considera en su estudio, desde las importantes inversiones que requiere, pasando por su carácter no renovable del combustible, hasta la dependencia de fuentes exteriores que acarrea. En este artículo nos centraremos en dos aspectos: su impacto en el calentamiento global y el enorme negocio que mueve.

Gas ¿natural?

El llamado gas natural es en realidad una mezcla de hidrocarburos gaseosos ligeros entre los que predomina el metano, aunque también contiene etano, propano y butano, así como otros gases como nitrógeno y el CO2. Resulta sorprendente que se llame gas natural a algo que esencialmente es metano. Es cierto que es el combustible fósil que durante la quema produce menos emisiones, pero las fugas tienen un potencial de calentamiento global 86 mayor que el CO2 para un horizonte de veinte años; no es precisamente lo que se dice un gas inocuo para el calentamiento global.

Conviene no olvidar, asimismo, que en modo convencional se extrae asociado a una explotación petrolífera y el resto de yacimientos serían de extracción no convencional, se utilice o no la fractura hidráulica. Robert Howarth es uno de los principales expertos en fuga de gas y ha llegado a la conclusión de que durante la extracción de gas convencional se pierde entre un 0,31% y un 2,17%, y considerando el transporte las pérdidas de gas pueden ir desde 1,71% hasta el 5,96% En la extracción de gas no convencional, las fugas son mucho mayores. Solo en la extracción fluctúan entre el 2,2% y el 4,06%, e incluyendo el transporte, las pérdidas pueden estar entre el 3,6% y el 7,85%. Pérez señala en su estudio que un solo tránsito de un barco cargado desde Omán hasta Europa con 150.000 m3 de gas convencional equivale a las emisiones de entre 16.000 y 50.000 europeos. Y si es de gas no convencional, el mínimo subiría hasta 31.000 personas. Y todo ello sin contar las operaciones de regasificación, la combustión final y el peligro de pérdida por accidente.

A raíz de estos datos, un estudio liderado por Ramón Alvarez calculó que cambiar carbón por gas natural reduce el potencial de calentamiento un 25% en los primeros 40 años, siempre que la proporción de fugas de gas sea del 2,4%. Si la tasa sobrepasa el 3,6%, cambiar de combustible no conlleva ningún beneficio. Y concluye que casi cualquier gas que llegue a Europa como gas licuado GNL estaría en esos parámetros. La retórica de «combustible de transición» no cuadra muy bien con estos datos.

Precios, contratos y mercado

En 1959, con la explotación del yacimiento de Groningen en Holanda, empezó el desarrollo de la industria de extracción de gas en Europa. El entonces ministro holandés de Economía, Jan Willen de Pous, propuso una fórmula para fijar el precio del gas que nada tenía que ver ni con los costes de extracción ni con la oferta y la demanda. Simplemente vinculó el precio del gas al precio del combustible por el que podía ser sustituido, el petróleo. De este modo, el precio del gas quedó indexado al del petróleo.

Si la extracción de gas no era muy costosa, el transporte, el almacenamiento y la distribución sí exigían grandes inversiones por lo que los países con gas buscaron garantizar las ventas con contratos a largo plazo –20-25 años– que incorporaban además cláusulas de garantía de compra (or take or pay, ‘o lo compras o lo pagas’), es decir, los compradores debía pagar un volumen mínimo aunque finalmente no lo consumieran. Un esquema mutuamente beneficioso ya que los vendedores de gas se aseguraban un flujo de ingresos que permitía costear las infraestructuras de transporte y los compradores conseguían un suministro constante y lograban cierta seguridad energética.

Este esquema no era del agrado de la UE y en los últimos 15-20 años ha estado forzando a los proveedores a utilizar precios de mercado, obligando a los exportadores de gas a renegociar reducciones en el importe cuando los precios del petróleo caían. Entre 2005 y 2012, este tipo de contratos aumentó un 30%. Varias son las diferencias con los anteriores: son contratos a corto plazo, cuyo precio cambia en función de la oferta y la demanda, y en los que no hay cláusulas del tipo «lo compras o lo pagas», sino que si el comprador decide no comprar solo tiene que pagar el peaje por los «servicios de capacidad», es decir, por la reserva del gasoducto.

Este cambio era un paso esencial para crear un mercado de derivados en el que se pudiera negociar nuevos activos financieros como el precio futuro del gas. De este modo,  el gas se convierte en un activo financiero más, como las acciones o la deuda pública. Es lo que se conoce como financiarización y suele provocar la entrada masiva de especuladores que hacen que la volatilidad de los precios se multiplique.

Para que un mercado de este tipo pueda funcionar, debe existir una infraestructura capaz de asegurar que el gas se pueda llevar a casi cualquier sitio en cualquier momento (any place any time). Esto requiere una gran capacidad nominal, interconexiones y flujos reversibles para que el gas pueda trasladarse con la máxima libertad, aunque apenas se utilicen. En 2015, las conexiones internacionales de la UE funcionaban al 60% y las terminales de importación de gas licuado (GNL), en un 19%. Sin embargo, la UE sigue impulsando la construcción de estas infraestructuras al considerarlas Proyectos de Interés Común (PCI) que pueden recibir fondos públicos y facilidades para acelerar el proceso administrativo. Al final, ha logrado tener enormes inversiones ociosas al servicio de un mercado especulativo del que ahora sentimos los zarpazos. Un despilfarro de recursos sin precedentes para que el precio del gas siga en máximos

Las inversiones en infraestructuras se han convertido en un lucrativo negocio para el capital privado. Las políticas de austeridad cerraron el grifo público, pero las administraciones vieron una oportunidad de capturar dinero y dirigirlo hacia estos megaproyectos que teóricamente estimulan la economía. Dieron garantías públicas que cubrían los riesgos de la inversión haciendo que el negocio fuera muy atractivo. Un buen ejemplo de esas garantías es el fallido proyecto Castor, que costó al Estado español al menos 1.350 millones de euros, 4.730 millones si se incluyen los intereses. Deuda ilegítima sin lugar a dudas.

Y no hay que olvidar que todo ello se hace para gestionar un combustible fósil no renovable a escala humana. Su uso intensivo está acercando el pico máximo de extracción que la mayoría de estudiosos sitúan alrededor de 2030. A partir de ese momento es muy probable que los vaivenes en los precios aumenten al tiempo que se encarece y se incrementan las tensiones por su control, redoblando sus impactos más negativos. Recientes son todavía las tensiones entre EEUU y Alemania a cuenta del gasoducto Nord Stream 2, que a día de hoy sigue sin entrar en servicio.