«Me llamaron para comunicarme el Max y creí que era un timo para cambiar de compañía de móvil»
Ignacio Aranguren y Vicente Galbete han sido galardonados con el Max por su trayectoria como responsables del Taller de Teatro Escolar del Instituto Navarro Villoslada de Iruñea. El Comité Organizador les reconoce por impulsar el teatro en las aulas sacando a la luz actores, creadores y público.

Eligen ellos un apartado del Café Iruña al que se accede por una escalera de caracol para estar tranquilos. Sonríen felices. Se lo están pasando bien con esto del premio Max. Tienen tanta química entre ellos que pronto convierten la entrevista en una suerte de dos contra uno frente al periodista, a quien desbordan y acaban contando lo que les da la gana. Ojalá todas las entrevistas fueran así.
¿Qué aporta el teatro a un adolescente?
Ignacio Aranguren: Es un gran amplificador. Amplifica lo bueno, afortunadamente, aunque en la adolescencia también puede amplificar cierto vedetismo, un excesivo afán de lucimiento. Por eso un profesor de teatro tiene que saber bastante de teatro. Desde el año 1978 cuando empezamos con el taller hasta 2013, que me jubilé, vi un cambio muy radical en ese sentido en unos pocos adolescentes que venían al taller. Se volvieron muy del yo, yo y yo. Pero, gracias al cielo, la mayoría no cambia en ese sentido. La mayoría vive la sorpresa y la novedad. El teatro aporta saber estar en grupo, compartir las decisiones, expresar, contar, disciplina de trabajo.
Vicente Galbete: Aporta mucho más de lo que imaginas, tiene muchos más frentes. Algunos chavales jamás se habían visto en la necesidad de apretar un tornillo, y no aprenden, si no se les enseña.
Y de repente, usted les ponía a montar las tramoyas.
V.G.: Al preparar una obra se les presentan muchas situaciones por primera vez.
I.A.: ¡Es un filón de situaciones educativas! Suelo decir que hay que lograr que cada hora valga por sí misma. La de fregar un escenario vale tanto como un ensayo. Son momentos muy bonitos esos: los de verles con el mocho.
¿Os siguen parando aquellos chavales?
I.A.: Sí, pero ya no son tan chavales. Me dicen: «¿Te acuerdas de mí?». Le pregunto: «¿De qué papel?». Y, a veces, se da el milagro feliz de que te acuerdas.
Si le dice cuál fue su papel, lo mismo recuerda hasta qué decía.
I.A.: No siempre. 35 años duró aquel Taller de Teatro Navarro Villoslada. Lo creamos de la nada. Lo hacíamos siempre con gente del último año, de COU. Estaban un año. Luego se iban. ¡Y para adentro la siguiente hornada! Eso fue muy bueno, porque pasó mucha gente. Aunque para nosotros, los profesores, no fue tan bueno. Una vez que has enseñado un poco el oficio... «Adiós, Ignacio. Muy interesante. Me voy a ingeniería». Era así.
«Una vez que has enseñado un poco el oficio... ‘Adiós, Ignacio. Muy interesante. Me voy a hacer ingeniería’», era así».
V.G.: Calculo que trabajamos como con unos 2.000 intérpretes en unas 800 obras.
¿De qué autores?
I.A.: Jugábamos al despiste. Si tocaba un año un clásico, al otro un contemporáneo rabioso más desnudo.
¿Molière?
I.A.: El ‘Tartufo’ de Molière abrió y cerró, sí. Hicimos ‘Las brujas de Salem’....
V.G.: ‘El Diario de Ana Frank’, ‘Las bicicletas son para el verano’. Esas fueron muy vistosas. ‘La posadera’...
I.A.: En ese estuvo Natalia Huarte, que también está en los Max.
V.G.: Hicimos una muy interesante, muy premiada. Nos dieron el Premio Internacional de Investigación Educativa. Era ‘Los últimos días de soledad de Robinson Crusoe o veinte años de aventuras de amor’, de Jérome Savary. Muy gamberra y divertida. Fue supercoral. La montamos entre tres institutos, cada uno aportaba 15 alumnos. Yo era el tramoyista jefe. Y, encima, tuvimos la suerte de que nos salió bien.
I.A.: Nos dieron un millón de pesetas. Inmediatamente las gastamos.
V.G.: En bombillas, creo.
¿Y en tornillos, no? Para que aprendiesen algo.
I.A.: Hemos actuado en escenarios improvisados de esos que hacen crac-crac-crac cuando andas. Y también hasta en salas muy en condiciones, de esas con moqueta en los camerinos.
V.G.: Vimos morir una infraestructura teatral que había y que era maravillosa. Todos los pueblos de la Ribera tenían su teatro. Todos hechos un desastre: apolillados, las bambalinas rotas... pero ahí había habido algo. Y había magia.
¿Cambiaba mucho la actitud de sus alumnos hacia el teatro con el pasar de los meses?
I.A.: Claro. En septiembre te decían: «Yo, bueno... Yo para las luces». Y nosotros: «Venga, prueba esto. Prueba este papel... Oye, pues no te veo tan mal». El chico: «¿Sííí?». Zas, ya había caído. «Ale, ale. Que sí, que para adelante». Y luego... esto no lo pongas, al final llorábamos. Porque, al final, se llora. Al terminar la obra, me hacía el duro: «Señores, ¡se acabó! ¡Se llevan la ropa a casa y me la traen planchada!». Da mucha pena. Yo lloraba, sí.
Y ustedes, ¿fueron así alguna vez? Timidicos, digo. En algún momento tuvieron que engancharles a esto.
I.A.: Trabajé con Valentín Redín en el Lebrel Blanco, haciendo papelitos. Enseguida me gustó más la dirección. [Señalándole] Vicente me ayudaba muchísimo. Con él todo lucía un montón. ¡Qué escenarios! ¡Qué decorados!
Cuénteme algún papel que haya interpretado.
I.A.: Yo... ¡El enanito octavo! De coro, de pueblo...
V.G.: [Señalando ahora a Ignacio] Este era más de tripas. De mover cosas. Tocó todos los palos del teatro.
¿Y usted, Vicente?
V.G.: Yo nunca he sido teatrero. No me creerás, porque fueron 37 años, pero es así. Yo no iba por este camino.
¿Nunca un papel protagonista?
V.G.: Ni protagonista, ni papel. Que ese no era mi camino, como te digo. No había tenido contacto con el teatro. Estas cosas son siempre casualidades, circunstancias. Alguien te dice: «Oye, no podrías hacer...».
«Soy muy hábil para liarme sin necesidad de demasiada colaboración»
Que le liaron, vaya.
V.G.: Me liaron o me lié, yo ya no sé. Soy muy hábil para liarme sin necesidad de demasiada colaboración. El caso es que empecé a colaborar con el Taller de Teatro, con Ignacio. Me encargaba de la escena, del atrezzo, el vestuario. Luego me dieron bastantes premios, aunque menos de los que merecía.
I.A.: No digas eso. La verdad que nos han dado premios a punta pala. Demasiados. A mí me hizo mucha ilusión el Príncipe de Viana a la Cultura, en 2016.
Y ahora, un Max. ¿Cómo se recibe un Max?
V.G.: Los premios deberían dárselos a los jóvenes. Nosotros estamos viejos.
I.A.: Es halagador. Mucha ilusión, muy agradecidos. No te lo esperas ni de coña. Nos enteramos porque nos llamaron de la SGAE. A mí, el primero. Me pidieron que les diera el teléfono de Vicente, pero que no le dijera nada. Luego me dijeron que gracias, que se pondrían en contacto conmigo. Colgué sin tener muy claro si aquello era un timo, porque no me cogieron muchos datos.
V.G.: Tienen un tono de comunicarlo que da la impresión de ser una máquina. Te llaman por tu nombre completo, luego se identifican como la agencia de publicidad de la SGAE, y después te sueltan lo del Max. ¡Menudo potaje! Es muy confuso. Yo como Ignacio, me dije: «Esto es un timo. Me sueltan este coñazo para que me cambie de compañía de móvil». Luego la mujer fue hablando en tono más normal, menos protocolario y ahí ya es cuando empiezas a pensar que sí, que es de verdad. Llevábamos tanto tiempo fuera de esto...
Menuda sorpresa.
V.G.: Ni me acuerdo ya cuál fue la última obra que monté.
I.A.: ‘Navarra sola o con leche’ fue.
«Fuimos como un Teatro Nacional en pequeñito: peluquería, maquillaje, alumnos de talleres de FP que nos cubicaban la madera para el decorado...»
V.G.: Sabes lo que pasa. El Taller de Teatro se hizo muy grande. Como una empresa. Había profesionales de todas las ramas. Eran amigos o teníamos una relación de buen trato. Era muy fácil hacer ciertas cosas. Contábamos con colaboradores para el sonido, para la fotografía, los Traperos de Emaús [entidad benéfica que gestiona recogida de residuos centrada en la reutilización], nos recibían como de la familia. Fuimos como un Teatro Nacional en pequeñito: peluquería, maquillaje, talleres de FP que nos cubicaban la madera para el decorado... Con el teatro, además, sucede algo entrañable. Cuando iba al comercio y hacía pedidos raros, arandelas extrañas y esas cosas, me preguntaban para qué demonios las quería. En el teatro nunca se usan las cosas para lo que son. En cuanto el tendero se enteraba de que era para el teatro, se volcaba en colaborar.
Supongo que el teatro se basa en crear engaños y eso le divierte a todo el mundo.
V.G.: Despierta una simpatía natural. No me digas por qué.
Saben qué es lo que más me gusta de su premio, que va para el teatro amateur, no para la gran escena. Es un premio a la gente que hace teatro, simplemente, para pasárselo bien. Han premiado al teatro disfrutón.
I.A.: El teatro está hoy en Navarra mejor que nunca, con muchos escenarios, con mucha oferta. Cuando empezamos, la gente se asustaba. Con 17 años te decían a todo que no. Ahora, le dices a alguien que hay que cantar, bailar, hacer el pino puente... A todo te dice que sí, que «ay, qué guay». Mucha más desinhibición. Dan ganas de decir: «¡Pero si tú no cantas, desgraciao!». Esa desinhibición es una maravilla, pero al personaje hay que ir construyéndolo poquito a poco. Uno encuentra a su personaje cuando encuentra el del otro y en ese momento ve qué les está pasando a los dos. Funciona así. Esta verdad sucede igual en el teatro profesional y en el amateur.

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