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Starmer normaliza el discurso xenófobo en Gran Bretaña

Desde que Keir Starmer fue nombrado primer ministro, el Gobierno británico ha endurecido notablemente su política migratoria, adoptando medidas y un discurso que se acercan cada vez más al de la extrema derecha.

Un migrante corre hacia una lancha en la playa de Gravelines para intentar cruzar el canal de la Mancha hacia Inglaterra.
Un migrante corre hacia una lancha en la playa de Gravelines para intentar cruzar el canal de la Mancha hacia Inglaterra. (Sameer Al-DOUMY | AFP)

Parece que Keir Starmer se ha propuesto superar la marca establecida por Tony Blair y su tercera vía, y hundir a la izquierda británica del siglo XXI aún más hondo. Sin intención de detenerse, el primer ministro está derribando los últimos -y ya debilitados- pilares que aún podían atribuirse al «centroizquierda» británico. Desde que asumió el poder el 5 de julio de 2024, el líder laborista ha convertido la inmigración en el principal problema nacional.

Arrinconado por la extrema derecha y su retórica incendiaria, Starmer ha optado por replicar la propaganda antiinmigración, xenófoba y chovinista característica de ese sector. Aunque se escuda en supuestos objetivos de armonía social y reducción de tensiones, su Gobierno ha aprobado algunas de las medidas más severas contra los migrantes en décadas. Desde el reciente pacto «Uno por uno» con el Estado francés hasta la decisión de publicar la nacionalidad de los criminales, pasando por la reforma integral articulada en el «White Paper», el primer ministro ha endurecido como pocos el discurso y las políticas migratorias.

Es difícil entender la coyuntura actual sin antes reparar en el pasado de Gran Bretaña y su histórica relación con la figura del migrante. Paradójicamente, el imperio que durante siglos ocupó y «administró» territorios ajenos ha sido uno de los más reacios a permitir la entrada de extranjeros en su propio territorio soberano. Ya fueran los judíos rusos a finales del siglo XIX, los refugiados que huían del nazismo en la década de 1930, los inmigrantes de las colonias británicas y la Commonwealth tras la Segunda Guerra Mundial, los ugandeses de origen indio en la década de 1970, los ciudadanos de la Unión Europea a principios del siglo XXI o quienes hoy cruzan «ilegalmente» el canal de la Mancha, Gran Bretaña nunca ha sido un país acogedor.

XENOFOBIA APLICADA

Reflejo destacado de las recientes políticas antiinmigración es el «White Paper», un documento que promueve la migración cualificada y desincentiva el resto de llegadas. Es el último eslabón de una cadena legislativa que se remonta a la Ley de Extranjería de 1905 (dirigida contra los judíos rusos), la Ley de Inmigrantes de la Commonwealth de 1962 (para limitar la llegada de personas procedentes de las colonias) y el Brexit (motivado en gran parte por la oposición a la migración europea). Desde que se presentó este documento -que apelaba a «recuperar el control de las fronteras» y rechazaba que el país se convirtiera en «una isla de desconocidos»-, las medidas migratorias restrictivas se han sucedido sin parangón.

Escudado tras el argumento de priorizar la «inmigración que aporta», el 10 de julio Londres firmó con París un pacto para reducir los cruces de migrantes por el canal de la Mancha. El acuerdo establece que el Estado francés aceptará de vuelta a personas migrantes en situación irregular que lleguen a suelo británico desde sus costas, mientras que Gran Bretaña acogerá, en igual número, a solicitantes de asilo residentes al otro lado del canal con algún vínculo previo con el país. El proceso de selección es cuanto menos peculiar: tras dos fases iniciales (pertenecer a un grupo con un 80% o más de probabilidades de obtener protección y demostrar un vínculo con Gran Bretaña), los aspirantes se someterán a un sorteo que determina quién puede entrar en el que algún día fue un gran imperio que presumía de multiculturalidad.

Por si fuera poco, el 22 de julio, empujado por la presión del líder ultraderechista Nigel Farage, el Ejecutivo de Starmer anunció que a finales de año publicará la nacionalidad, la fase del proceso de asilo y el tipo de delitos cometidos por ciudadanos extranjeros. Con las elecciones locales a la vista, la medida parece destinada a frenar el avance del partido populista de derecha Reform UK.

Sin embargo, la asimilación del discurso racista está contribuyendo a normalizar políticas alejadas de lo que históricamente se entendía como la agenda de un partido «representante de los trabajadores».

En este contexto convulso, el país enfrenta una disyuntiva clara: plantar cara al discurso xenófobo o aceptar la migración como consecuencia de procesos en los que Occidente ha tenido un papel determinante. Por ahora, la opción reaccionaria avanza con ventaja.

PERCEPCIÓN TRASTOCADA

Como ya ocurrió en el Estado español tras los sucesos de Torre Pacheco, o hace poco más de un mes en Ballymena (norte de Irlanda), hechos puntuales protagonizados por personas extranjeras han servido de detonante para estallidos de violencia y movilizaciones reaccionarias. En Gran Bretaña, los dos episodios más recientes son el ataque en Southport el año pasado -tres menores fueron apuñaladas por un ciudadano británico con padres extranjeros- y la detención en Epping (Essex) de un solicitante de asilo acusado de agredir sexualmente a una niña de 14 años.

Estos casos alimentaron un descontento popular que, lejos de basarse en datos objetivos, responde a una percepción generalizada de inseguridad muy alejada de la realidad. Las estimaciones sobre la población de migrantes en situación irregular oscilan entre 120.000 y 1,3 millones. Pese a ello, Zia Yusuf, de Reform UK, la cifró en 1,2 millones. En cualquier caso, estos números no se acercan a los de las personas que viven legalmente en Gran Bretaña: el censo británico de 2021-22 cifra la población total nacida en el extranjero en 10,7 millones.

Aun así, los titulares sensacionalistas contribuyen a reforzar la idea de que la inmigración es masiva, por lo que tal vez no debería sorprender que una nueva encuesta de YouGov sugiera que existe una brecha significativa entre la percepción pública y la realidad. Casi la mitad de los británicos (47%) cree que hay más inmigrantes en situación irregular viviendo en el país que aquellos que residen allí con su situación regularizada. Por otra parte, el 45% de los encuestados apoya detener toda la inmigración y deportar a las personas que han llegado en los últimos años.

Esta distorsión se alimenta también del papel de los influencers de extrema derecha y su dominio de las redes sociales. Tommy Robinson es uno de los más conocidos agitadores y, según Ben Quinn (“The Guardian”), «es el epítome de la extrema derecha posorganizativa: un influencer y activista rodeado de un universo de seguidores que en muchos casos incluye hooligans del fútbol». Robinson intentó amplificar protestas en Islington y Canary Wharf, dirigiéndose a hoteles donde supuestamente alojaban a solicitantes de asilo.

El concepto de «extrema derecha posorganizativa» es clave para entender estas movilizaciones: no se trata de partidos o estructuras formales, sino de individuos conectados de forma difusa por redes sociales, con influencia significativa en plataformas como X. Este ecosistema alimenta protestas que con frecuencia derivan en violencia, como ocurrió tras los disturbios de Southport, señala Joe Mulhall, de la organización Hope Not Hate.

Aun así, la pulsión social exacerbada, que está lejos de retratar el sentir general británico, no se materializaría sin la connivencia de un Ejecutivo promotor de políticas antiinmigración. La combinación de discursos oficiales que legitiman prejuicios y de una cobertura mediática que amplifica casos aislados hasta convertirlos en supuestas tendencias ha creado un marco de normalidad para planteamientos que hace apenas una década habrían sido considerados inaceptables en la esfera pública. Este escenario no solo consolida estereotipos negativos sobre las personas migrantes, sino que también desactiva posibles resistencias ciudadanas, al presentar la hostilidad como una respuesta «racional» y casi inevitable ante la llegada de extranjeros. Así, la convergencia de ambas fuerzas puede configurar un caldo de cultivo xenófobo y racista difícil de resolver, capaz de dejar una impronta duradera en la cultura política británica y de influir en el marco legal durante generaciones.

La deriva de la política migratoria bajo Starmer plantea un dilema de fondo: si el desafío migratorio se abordará guiado por la presión callejera y el discurso polarizado, o por una estrategia que combine control, derechos y responsabilidad histórica. Por ahora, la lógica del control se impone, pero la batalla por definir la identidad y el papel de Gran Bretaña en el mundo sigue abierta.