Biden remueve el tablero contra Rusia y por Ucrania al final de su presidencia
A los 1.000 días del inicio de la invasión rusa, el Kremlin advierte del Armagedón a un Biden que cruza otro Rubicón y autoriza a Ucrania a usar sus misiles en territorio ruso, en la región fronteriza de Kursk. Un mensaje a Moscú, a Kiev, a los aliados europeos y un regalo envenenado a Trump.

Joe Biden es un «pato cojo» pero por partida doble. El término, ‘lame duck’, se aplica a los presidentes que apuran su mandato porque, o bien, no se pueden volver a presentar o porque han decidido no hacerlo.
El todavía inquilino de la Casa Blanca no solo fue conminado a renunciar –tras su desastroso cara a cara con Donald Trump– sino que ha visto cómo este último ha arrasado en las elecciones zampándose a su vicepresidenta y candidata Kamala Harris.
El «pato cojo» es, según la versión oficial, aquel que, lisiado, no puede seguir a la bandada y es blanco de los depredadores. Pero, en política, es también un dirigente que está de vuelta y puede tomar decisiones sin miedo a las urnas.
El octogenario y para no pocos «senil» Biden ha optado por esta segunda acepción y, con su permiso a Ucrania para que use misiles de 300 kilómetros de alcance en la disputada región fronteriza rusa de Kursk, ha lanzado un mensaje con cuatro destinatarios.
El primero, por proximidad, es el propio Trump. Su objetivo es no ya impedir, algo imposible, sino dificultar lo máximo el cambio de paradigma internacional anunciado por el magnate cuando dentro de dos meses arranque su segundo mandato. Un giro que incluye, según él mismo, el final del suministro de armamento a Kiev para forzarle a negociar prácticamente la rendición, y una revaluación de las relaciones de EEUU con sus aliados.
Biden sabe que la de Ucrania es la única cuestión que puede generar fisuras en el seno de la doble mayoría republicana en el Congreso (Senado y Cámara de Representantes). El mismo Congreso que hace un año, y a instancias de Biden, endureció las condiciones para que, en su caso, Trump tratara de hacer efectiva su muchas veces reiterada amenaza de abandonar la OTAN.
El principal destinatario del mensaje es, cómo no, Rusia. Biden utiliza el despliegue de miles de soldados norcoreanos en la región de Kursk –hay quien asegura que ya han entrado en combate–, ocupada parcialmente desde agosto por tropas ucranianas, para justificar el levantamiento de su veto y autorizar al Ejército ucraniano a utilizar sus misiles de largo alcance limitados ATACMS (300 kilómetros) pero «solo» en esa región.
Estamos ante un vuelco estratégico de importancia, pero de alcance matizado. EEUU no permite a Ucrania usar su arsenal en todo el territorio ruso y le impone limitaciones geográficas y de alcance.
Otra cosa es que las armas las carga el diablo y que Kiev hace tiempo ha mostrado su disposición –quizás relacionada con su siempre crítica situación militar- a tensar la cuerda y apurar, cuando no superar por la fuerza de los hechos, las limitaciones que le imponen sus aliados.
Llegados a este punto, Ucrania es el otro destinatario. Biden ya ha prometido que le entregará hasta el último dólar de ayuda (faltan 6.000 de un total de 60.000 millones comprometidos este año) y, con su anuncio, trata de apuntalar la posición de Kiev de cara a un seguro proceso de negociación que acabe, o por lo menos congele, el conflicto.
El presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, ordenó en agosto una incursión de las mejores y más experimentadas de sus escasas tropas en la región rusa de Kursk con tres objetivos. Los dos primeros, distraer tropas rusas del frente ucraniano y el de influir en la opinión pública rusa, fallaron.
El control vertical de la información por parte del Kremlin y el pavor a la represión son un hormigón que se refuerza con la nostalgia, con el resquemor contra Occidente y con la resignación, derivada del miedo a que un cambio tras una derrota en la guerra desemboque en algo peor, en la población rusa.
El presidente ruso, Vladimir Putin, no cayó en la trampa, y decidió mantener la ofensiva en Ucrania pese al revés simbólico de ver cómo territorio ruso, aunque fueran unos cientos de kilómetros, era ocupado por Ucrania. Por vez primera desde la invasión nazi.
Y ha apostado por echar mano de su impresentable aliado, la Corea del Norte de la dinastía «¿comunista?» de los Kim, según la inteligencia occidental tanto para conseguir carne de cañón para recuperar el control de Kursk como arsenales suplementarios (munición, obuses...)
Todo ello mientras castiga sin piedad la infraestructura energética ucrania, lo que anticipa un cruel invierno a sus habitantes, y prosigue con su lento pero imparable avance para hacerse con el control del resto de la provincia rusófona de Donetsk (Donbass).
Biden manda un mensaje de apoyo a Ucrania y trata de fortalecer su posición de cara a una negociación. Kursk podría ser una baza ante una Rusia que presenta la anexión de Crimea y de los territorios del sur y del este de Ucrania como hechos consumados.
Otra cosa es que Putin sea capaz de sentarse en la mesa ante semejante pretensión.
Ahí entran los principales aliados militares europeos de EEUU. Liberando parcialmente sus ATACMS en manos de Ucrania, Biden marca el camino al Estado francés, Gran Bretaña y Alemania a que hagan lo propio respectivamente con sus misiles de largo alcance Scalp, Storm Shadow y Taurus.
La presión coincide con la llamada telefónica de la semana pasada del debilitado canciller alemán, Olaf Scholz -este no es un pato cojo, es un político dado por desquiciado- al presidente Putin, muy criticada por Ucrania por lo que tiene de legitimación de un hombre sobre quien pende una orden de busca y captura internacional, pero que el aún líder de la socialdemocracia alemana justificó como una advertencia a Rusia de que, pese a la victoria de Trump, el apoyo de Europa Occidental a Kiev no decaerá.
Biden sabe que su movimiento, y los que le sigan, no supondrán un vuelco en el frente y confía en que la alerta de Rusia de que tendrá consecuencias y de que puede abrir la caja de Pandora de una III Guerra Mundial se quede en eso, como en otras ocasiones.
El problema es que «va tanto el cántaro a la fuente»...
Eso sí, el miedo, siempre latente y creciente, de un conflicto de imprevisibles consecuencias en el corazón de Europa no impide señalar que no es Rusia la más indicada para hacerlo. Quien invade parte de un país vecino no está autorizado a advertir de las consecuencias de su acción y de las que ha provocado. Nosotros sí.

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