Xabier Bañuelos
Guerras y patrimonio cultural

Cuando las piedras lloran

Las guerras aniquilan vidas, pero también se ensañan en el patrimonio cultural acumulado durante milenios por generaciones. Las piedras, como metáfora, son víctimas silentes en cuya destrucción se encarna la pérdida de la memoria, del presente, de la autoestima y de la identidad de los pueblos.

Un triste día de agosto de 2015 un sonido sordo hizo temblar a las palmeras del oasis cercano. Cargas explosivas, dispuestas estratégicamente a lo largo de la estructura del edificio, hicieron volar por los aires casi 2.000 años de historia. El templo de Baal Shamin había quedado reducido a polvo diluyéndose entre las arenas del desierto. Desde que en mayo de ese mismo año las hordas del ISIS arrebataron Tadmor al Ejército sirio, la amenaza se cernía sobre las piedras milenarias de Palmira. No presagiaba nada bueno la suerte que habían corrido en Irak, devastados por las iras yihadistas, Nimrud, Nínive, Dur Sharrukin, el mausoleo de Imam Dur, la mezquita del profeta Yunus, Hatra, el museo y las bibliotecas de Mosul o el monasterio Mar Behnam. Pero aferrado a una leve esperanza, me esforcé por creer en las promesas que el grupo salafista había hecho de respetar las ruinas. Vana esperanza.

Recuerdo cada una de las veces que he recorrido Palmira. Recuerdo la fascinación que me produjo su Gran Columnata truncada emergiendo de la tierra y confundiendo con ella sus colores; recuerdo los relatos que surgían a cada paso entre el tetrapilon y el teatro, entre el foro y el campamento de Diocleciano, entre el templo de Nabo y el Valle de las Tumbas. Recuerdo los atardeceres desde Qala’at ibn Maan, el castillo árabe encaramado a la colina que domina la ciudad. Desde su altura, en la lejanía, la luz del sol ilumina las ruinas en una llamarada ocre casi irreal que hace renacer la ciudad para la noche y recupera en nuestro imaginario su esplendor de antaño. Y recuerdo la primera y la última vez que estuve: la primera sintiendo con devoción cada aliento de su devenir en mito, embriagado por su encanto, su fuerza y su belleza; la última, envuelto en una tormenta de arena que azotaba sus genios y mis sueños, trasluciendo los fantasmas de su historia y azuzando mis deseos de volver.

El patrimonio cultural de los pueblos vive sobre una permanente zozobra pero, poco antes de comenzar el conflicto en Siria, no imaginaba que su sentencia estaba dictada y que la condena se ejecutaría tan pronto. Palmira fue puerta del desierto y ventana al mundo mediterráneo. Sin caer en huecos romanticismos fue cruce de culturas, foro de intercambio y crisol de mestizajes. Y en su momento de esplendor fue gobernada por una mujer, Zenobia, la rebelde que se puso de pie ante la mismísima Roma. Todo ello es intolerable para mentes obtusas que desprecian la razón, la convivencia, la belleza, y que no ven más allá de sus pestañas cegados los ojos por la bruma del fanatismo.

El patrimonio como víctima. Como consecuencia de las luchas en Irak y Siria, han sido dañados o convertidos en escombros más de 300 monumentos y bienes de alto interés cultural, varios de ellos –como la misma Palmira–, Patrimonio de la Humanidad.

Guerra es sinónimo de estrago y lo primero que roba a las personas es su propia vida. Por ello, puede parecer frívolo lamentarse por la pérdida de piedras y legajos. Pero arrebatarnos la herencia cultural no es baladí. Cada piedra dejada por quienes estuvieron antes es parte de la historia de un pueblo. Su pérdida supone el extravío de la memoria. Cada libro, cada estatua, cada pintura, cada edificio, cada leyenda son testigos de su historia y, si se malogran, se disloca en buena medida su identidad colectiva, construida desde las diferentes cosmogonías que la comunidad ha ido desarrollando en el transcurrir de los tiempos como acervo compartido. Son además parte consustancial de cada persona, de nuestra construcción como individuos; no podemos sustraernos a su influjo, aunque en ocasiones sea para proyectar una mirada crítica y desterrar la práctica de tradiciones contrarias a los derechos humanos.

Cada sociedad es custodio del legado de su pasado, pero no nos pertenece. Parece obvio identificarnos con las obras de quienes nos precedieron en línea directa, pero lo cierto es que no nos son ajenas las obras de cualquier otro hombre, de cualquier otra mujer, en cualquier lugar del planeta y en cualquier época, porque son parte del espíritu creativo común al ser humano.

Así se entendió tras la II Guerra Mundial. Sus consecuencias fueron desoladoras y el quebranto fue tal que en 1954 se aprobó la Convención de la Haya para la Protección de Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado. Sus firmantes, más de un centenar de estados, se comprometen, como lo expresa la Unesco, a respetar «los bienes culturales situados en sus respectivos territorios así como en el territorio de otros Estados Parte, absteniéndose de utilizar esos bienes, sus sistemas de protección y sus proximidades inmediatas para fines que pudieran exponer dichos bienes a destrucción o deterioro en caso de conflicto armado, y absteniéndose de cualquier acto de hostilidad respecto a ellos». Dentro de los bienes a respetar se encuentran «monumentos arquitectónicos, artísticos o históricos, sitios arqueológicos, obras de arte, manuscritos, libros y otros objetos de interés artístico, histórico o arqueológico, así como colecciones científicas de todo tipo, cualquiera que sea su origen o propiedad».

Entre otras medidas, se insta a la creación de unidades especiales del ejército cuyo fin es la salvaguarda de los bienes culturales. Son los antagonistas de los denominados Kata ib Taswiyya, los batallones de liquidación, cuerpos del ISIS cuya función es la demolición y el saqueo. Ni unos ni otros son en realidad algo nuevo. Los nazis, por ejemplo, orquestaron una operación de expolio sistemático de arte y de destrucción de cuanto no se ajustara a los postulados de su ideología. Como respuesta, los aliados organizaron en 1943 el Monuments Fine Arts and Archieve Program (Programa de Monumentos, Bellas Artes y Archivos), un departamento compuesto por cuatro centenas de mujeres y hombres cuyo objetivo era evitarlo y localizar las obras sustraídas. Hablamos de The Monuments Men, retratados por George Clooney en el cine. Se desarrollaron igualmente otras actuaciones, como el programa Safehaven, puesto en marcha en 1945 tras la Conferencia de Bretton Woods en el 44. Se pretendía evitar la acumulación de capital por parte de los nazis en países neutrales e inmovilizar sus activos e inversiones. Entre estos «activos», había infinidad de obras de arte robadas que, posteriormente, serían restituidas. En 1999, como consecuencia de las deficiencias detectadas en la Convención de la Haya tras los conflictos de los 80 y los 90, se aprobó un segundo protocolo que reforzaba los niveles de protección. Con todo, en su artículo 6 persiste la alusión a la «necesidad militar imperativa». Se trata de una excepción en caso de que el bien cultural «haya sido transformado en un objetivo militar» y cuando «no exista otra alternativa prácticamente posible para obtener una ventaja militar equivalente a la que ofrece el hecho de dirigir un acto de hostilidad contra ese objetivo». Aunque el artículo pretende ser restrictivo, su redacción ha sido ampliamente contestada ya que está sujeta a interpretaciones que abren la posibilidad de justificar cualquier tipo de desmán.

Las causas de un lamento. Es tentador pensar que destruir el patrimonio cultural no es más que fruto de la estupidez. Pero nada más lejos de la realidad. En 2001 la dinamita y los cañones atronaron en Bamiyan. Los talibán habían decidido que los budas gigantes esculpidos en la roca del acantilado eran ídolos y debían ser derribados. Llevaban allí erguidos milenio y medio, pero los barbudos estudiantes coránicos afganos tenían motivación, móvil y armas adecuadas. Su destrucción fue un acto mediático perfectamente calculado.

Las causas por las que los bienes culturales se convierten en víctimas de las guerras son variadas. En muchas ocasiones la destrucción viene mediada por encontrarse en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Hallarse en mitad de un campo de batalla o junto a objetivos militares es garantía de sufrir serios daños, y es que en pleno enfrentamiento armado no se acostumbra a discriminar entre lo justo y lo injusto, mucho menos entre lo bonito y lo feo. No pocas veces ocurre también que edificaciones y otras obras son desmontadas para servir como materia prima para refugios o estructuras militares.

La propaganda suele ser otro motivo al uso. La destrucción de bienes considerados ajenos se vende como un acto de fuerza, como prueba de poder sobre lo que representa el enemigo o para demostrar la capacidad de causar terror. Esto es mero pragmatismo. Pero en otras ocasiones viene ligada al fanatismo ideológico –sea religioso o político–, o al desprecio hacia el rival. La consideración del otro como no merecedor de consideración se extrapola a todo lo que es capaz de hacer, hacia lo que dimana de su creatividad, con calificaciones de infiel, decadente, idólatra o simplemente mediocre. Ejemplos como la quema de libros abundan en nuestra historia, o auténticas limpiezas culturales dispuestas a acabar incluso con bienes inmateriales, como la llevada a cabo por las huestes de Pol Pot en Camboya. Pero si de ser prácticos hablamos, pocas situaciones como una guerra para hacer fortuna si no hay escrúpulos. Harry Lime, el personaje de Orson Wells en “El tercer hombre”, traficaba con penicilina adulterada en la Viena de la postguerra; otros trafican con armas, petróleo, personas… y arte. El robo de obras de arte es una lucrativa máquina de hacer dólares, ya sean para lucro personal o para la financiación de los contendientes. Las fuentes de ingresos principales del ISIS probablemente sean el crudo del territorio que controla o el «mecenazgo» de estados dentro y fuera del Golfo; pero tan cierto como que su delirio les lleva a arruinar lo que consideran un ultraje para su fe, lo es el hecho de que no destruyen aquello que pueden vender en el mercado negro y que les reporta pingües beneficios.

En todo conflicto bélico el patrimonio cultural ha sido un campo de batalla en sí mismo. O un arma de guerra, si se prefiere. La gestión de su destrucción se desarrolla bajo parámetros relacionados con su capacidad para minar la moral del enemigo o para acabar con su pasado, con su memoria, con su identidad. Gernika no era un objetivo militar, era el alma del pueblo vasco y lo que se pretendía aniquilar era su capacidad de resistencia. El valor simbólico es un argumento que juega fuerte en las guerras: Por eso fue destruido el castillo de Amaiur 21 días después de que Nafarroa perdiera su independencia el 22 de julio de 1522; por eso voló el puente de Móstar durante la guerra de Bosnia; por eso ardió el Reichstag aunque la autoría del incendio aún no haya sido aclarada. Incluso en ocasiones las mismas personas se convierten en símbolos. Mateos de la Higuera, profesora de la mexicana Universidad Modelo de Mérida, escribe en un reciente artículo sobre la escritura maya: «Es reveladora, por ejemplo, la estela 12 del yacimiento de Piedras Negras (Guatemala) en la que se describe la captura de un escriba, que tiene los dedos fracturados y al que espera la tortura y el sacrificio. El escriba era un blanco prioritario en las guerras, (...) porque eliminándolo se borraba la historia misma del Estado vencido, sustituyéndola por la que escribían los escribas vencedores». Salvando las distancias, en este mismo contexto podemos inscribir el asesinato de Jaled al-Asaad, antiguo director del sitio arqueológico y del museo de Palmira.

Y llegamos al expolio. El botín de guerra no deja de ser una forma de robo que puede tener muchas de las características que ya hemos apuntado. Pero a veces no pretende destruir, traficar o humillar, simplemente responde al supuesto derecho por conquista de tomar lo que se considera valioso. Los museos de Europa están repletos de piezas provenientes de esta mentalidad, cuando no calles e iglesias. Pongamos tres ejemplos: la piedra de Rosseta, doblemente robada, primero por los franceses y luego por los ingleses, que la exponen en el Museo Británico; los obeliscos egipcios de Roma, ocho, capricho de los césares del antiguo imperio; y los caballos de San Marcos, también robados en dos ocasiones, primero por los venecianos en el saqueo de Constantinopla durante la IV Cruzada y después por Napoleón, si bien fueron devueltos a Venecia –que no a Estambul–, tras la derrota francesa de 1805.

El llanto de la historia. «¿Arde París?; ¡¿arde París?!; ¡¡¿arde París?!!». Es la voz alterada de Hitler escupida por un teléfono volcado sobre una mesa vacía y que no encuentra respuesta. La escena es una licencia que los guionistas Coppola y Gore Vidal se tomaron en la película dirigida por René Clément. Dominique LaPierre y Larry Collins, los autores del libro en la que está basada, lo narran de manera menos teatral. A pesar de las intenciones del dictador, el fuego no devoró París aquel 25 de agosto de 1944. El general Von Choltitz, a la sazón comandante de la plaza, se negó a acatar la orden. No está claro si Choltitz quiso evitar más muertes o no ser acusado de criminal de guerra, pero su decisión salvó a la Ville Lumière de la devastación total.

No corrieron la misma suerte otras ciudades. Constantinopla fue saqueada en 1204 durante una semana por la soldadesca de la cuarta Cruzada. La historia de Roma anterior al año 390 a.C. se perdió con los textos que ardieron en la toma de la ciudad por los galos tras la batalla de Alia. La capital de Italia fue de nuevo pasto de las llamas y el latrocinio en varias ocasiones, siendo quizás uno de los peores momentos el sacco por parte de las tropas del rey español Carlos I en 1527, cuya rapacidad dio buena cuenta de las obras de arte atesoradas por el Vaticano.

La revolución cultural china fue una debacle. Se destruyeron libros y monumentos, se persiguió y asesinó a intelectuales y artistas, se dañaron ciudades enteras, como Qufu, cuna de Confucio, y hasta se atacó al sistema tradicional de escritura. La ocupación de Tíbet supuso la desaparición de templos y la aplicación de políticas de aculturación de la población autóctona. Podemos recordar la destrucción de la arquitectura omeya por parte de los abásidas en Oriente Medio. Por esas tierras, el templo de Salomón fue destruido primero por Nabucodonosor II en el s. VI a.C. y por el emperador Tito después en 70 d.C.; no muy lejos, los faraones raspaban los cartuchos labrados que identificaban a las dinastías rivales sin saber que muchos de sus rostros serían a su vez borrados siglos más tarde por integristas de la cruz. Y mientras los cristianos convertían en iglesias las mezquitas de la Iberia –Córdoba por ejemplo–, los almohades marroquíes no dejaban rastro de los almorávides salvo la Qubba Barudiyne de Marrakech. Hoy, Saná ve caer su excepcional arquitectura en la olvidada guerra civil que asola Yemen.

“La última cena” de da Vinci se salvó en el bombardeo de agosto de 1943 por la aviación aliada, que dejó hecha escombros la iglesia de Santa María delle Grazie salvo el refectorio, donde se encontraba el mural. Pero la obra de su coetáneo Mantegna en la iglesia de los Ermitaños de Padua tuvo peor suerte tras los ataques aéreos de 1944: de sus frescos tan solo se salvaron fragmentos de los dos pintados en la capilla Ovetari. Las ciudades inglesas y las alemanas fueron también víctimas del fuego vertido desde el cielo, siendo Frankfurt y la catedral de Coventry dos de sus mártires más representativas. Polonia perdió más del 40% de su patrimonio entre el 39 y el 45 y el Estado francés no le fue a la zaga. Son paradigmáticos los casos de la catedral de Reims, destruida tanto en la primera como en la segunda de las dos guerras mundiales, la ciudad de Brest, totalmente destruida, o la demolición del casco antiguo de Marsella por la Wehrmacht.

La abadía de Montecasino es un ejemplo clásico de destrucción total. Tras la batalla desarrollada entre enero y mayo de 1944 no quedó una sola piedra en pie. Julius Schlegel y Maximilian Decker, dos oficiales de la Wehrmacht, tuvieron la precaución de enviar sus tesoros a Roma previendo lo que se avecinaba. Pero el ejemplo arquetípico de despropósito en una guerra es, por su valor simbólico, la destrucción de la Acrópolis de Atenas. Grecia era en el siglo XVII parte del imperio otomano. Sus militares habían convertido «la ciudad alta» en una guarnición, por lo que en 1687 la armada veneciana, al mando del almirante Francesco Morosini durante la Guerra de la Liga Santa, cañoneó sin piedad la obra de Pericles causando destrozos irrecuperables.

La conquista de América fue también un buen paradigma. Los códices mayas fueron casi en su totalidad quemados en nombre de la religión. No hace mucho saltaba la polémica sobre la propiedad de los tesoros del galeón San José, hundido en 1708 frente a Cartagena de Indias por el navío inglés Expedition. ¿Colombianos? ¿españoles? No entramos en la discusión, pero gran parte del oro convertido en monedas y en lingotes proveniente de la América colonizada por Castilla tenía su origen en la fundición de miles de obras de arte de los diversos pueblos precolombinos sometidos.

Podríamos seguir poniendo ejemplos hasta agotar la paciencia: las torres desmochadas en Euskal Herria tras las guerras de banderizos y la quema de libros en euskera tras la toma de Tolosa por los franquistas; los destrozos causados por la Guerra del 36; la demolición de mezquitas en la guerra de Bosnia; la corriente iconoclasta protestante que arrasó con las esculturas religiosas de media Europa en el siglo XVI; el robo reciente de piezas arqueológicas en los museos de Bagdad y El Cairo o el de los conocidos como “Cobres de Nigeria”, obras de arte africano de los siglos XV y XVI hoy en el Museo Británico... La destrucción de patrimonio es una constante que se ha dado en todo el orbe y en todas las épocas. Si se nos permite el juego de palabras, la destrucción y el pillaje no es patrimonio exclusivo de ningún pueblo, de ninguna ideología. Quien ha tenido poder para hacerlo, con saña o sin ella, intencionadamente o no, lo ha hecho en algún momento de su historia.

Lo que se perderá en Siria

¿Hasta dónde llegan los daños en Siria? Imposible saberlo; nadie, ni la Unesco, ha podido entrar para hacer un diagnóstico preliminar. Habrá que esperar al final de la guerra. Pero, a pesar de la incertidumbre, son inmensos y, probablemente, muchos irrecuperables. Con ellos desaparece la herencia de la diversidad de pueblos que configuraron su ser: babilonios, asirios, hititas, griegos, sasánidas, persas, romanos, árabes, cruzados, otomanos… Un ser que es parte intrínseca de nuestra cultura occidental, ya desde la revolución neolítica del Creciente Fértil entre el Nilo, el Éufrates y el Tigris. Además de los enclaves retratados en las fotografías de este reportaje, aquí un breve glosario de otros de sus monumentos destruidos o en peligro.

Alepo. Es ahora una sombra de almas errantes y combatientes con kalashnikov. Destruido su increíble zoco, dañada su ciudadela, derruidos sus viejos caravansares, derribado el minarete de su Gran Mezquita, arruinadas sus iglesias y devastados su barrios históricos, difícilmente podrá volver a recuperar su pasado.

Damasco. La ciudad habitada más antigua del mundo no ha sido ajena a los efectos de la guerra. El zoco del barrio de Midan es una buena muestra, pero especial incidencia ha tenido en el castigado barrio de Jobar, lugar que guarda la tumba del profeta Elias y la Sinagoga Verde.

Ciudades Muertas. San Simeón, Serjila, Al Bara, Cyrrhus, Karab Shams… así hasta cuarenta antiguas ciudades bizantinas abandonadas. Han sido lugares de acogida para buena parte de la población que buscaba refugio entre sus piedras. Los saqueos son constantes.

Homs. Un esqueleto con los huesos rotos, eso es lo que queda de la ciudad, atacada sin compasión. Nada se ha salvado de su casco antiguo y de los barrios de Al Qarabis, Hamadiyeh o Jouret al Shyah; ni de su barrio cristiano, ni de la iglesia de Umm al Zenar, y su afamada mezquita otomana de Khaled Ibs Al Walid fue también bombardeada.

Deir Ez Zor. Ha sufrido el acoso constante de las bombas y las iras yihadistas, siendo casi totalmente borrada. El colapso de su puente colgante construido por los franceses y la voladura del Museo del Genocidio Armenio son los dos iconos de esta destrucción.

Dura Europos. En el confín del desierto junto a la frontera con Irak y cercana al Éufrates, la antigua ciudad helenística fundada por Seleuco Nicator en el 300 a.C. ha sido objeto de innumerables saqueos.