Iraia Oiarzabal

Show must go on!

Luces, cámaras... y acción. El desenlace de la carrera por la presidencia de Estados Unidos, encabezada por Donald Trump y Hillary Clinton, está a la vuelta de la esquina. En la era del «selfie» y de las redes sociales, la campaña ha sido un espectáculo donde el escándalo y la descalificación han disfrazado la falta de contenido político.

Clinton y Trump, en uno de los debates. (Paul J. RICHARDS/AFP)
Clinton y Trump, en uno de los debates. (Paul J. RICHARDS/AFP)

Pudiera parecer que se trata de una película o cualquiera de las series sobre los entresijos y escándalos en los pasillos de la Casa Blanca que tan de moda están ahora, pero no es ficción. Estamos en los últimos coletazos del ciclo electoral estadounidense. Tras meses de campaña electoral, el próximo martes día 8 miles de ciudadanos estadounidenses –son más de 200 millones los que se han registrado para votar– acudirán a las urnas para elegir a los compromisarios que escogerán al próximo presidente de los Estados Unidos. Los dos principales candidatos, Hillary Clinton por el Partido Demócrata y Donald Trump por el Partido Republicano, están ya en el sprint final.

La carrera ha sido larga y ha estado marcada por los escándalos, las acusaciones mutuas entre candidatos y los insultos, más que por el contenido político. Quien venza en las urnas será quien gobierne la mayor potencia del planeta durante los próximos cuatro años. De ahí que no deje de asombrar, e incluso preocupar, que el foco de atención se centre en lo superficial del debate político. Es sin duda, muestra de cómo ha cambiado la comunicación política arrastrada, entre otras cosas, por la inmediatez de la información, la conexión permanente a la redes y la importancia de las imágenes. La era del selfie ha llegado también a la política.

Es lo que viene a llamarse «política pop», tal y como explica a 7K el politólogo y consultor de comunicación política Xavier Peytibi: «Una forma de hacer política que se refleja en el aumento de las cámaras de televisión siguiendo a los políticos o la presencia de políticos en programas de entretenimiento para llegar a un público al que no llegaban desde los informativos, unido al auge de imágenes en redes sociales». Así, nos estamos habituando a ver la cara más personal de los políticos, entrando incluso en su intimidad. Podemos ver a Barack Obama jugando un partido de beisbol o a un candidato a la presidencia respondiendo ante las cámaras preguntas sobre su vida privada. «Solo destacando se consigue presencia en los medios de comunicación y las redes. Los políticos –y sus equipos– lo saben», añade. La sensación de estar presenciando un show en directo es permanente y se hace difícil calcular cuánto tiene de improvisación y cuánto de una estrategia meditada. Haciendo suyas las palabras del profesor de Sociología de la Comunicación y de Comunicación Política en la Universidad de Milán Gianpietro Mazzoleni, Peytibi señala que «la política se está convirtiendo en ocasiones en puro espectáculo. Los medios son más sensibles al sensacionalismo y a los escándalos. Se trata de un fenómeno global. La televisión es especialmente el primer creador de cultura pop, privilegiando las imágenes y el entretenimiento a grandes audiencias».

En este contexto, cabe preguntarse por el lugar que ocupa la política, los postulados que la mueven y en qué medida las propuestas que se lanzan en campaña se van a materializar una vez en el poder. Ya advertía Antoni Gutierrez-Rubí en su obra “Filopolítica” sobre el descrédito de la política en relación directa al deterioro del lenguaje político. Es por ello que sostiene la necesidad de fomentar y aportar pensamientos sólidos en estos tiempos de «política líquida».

Atendiendo a lo que hemos visto en torno a la campaña electoral de EEUU, es obvio que el espectáculo ha predominado por encima de cualquier planteamiento serio. Los medios y la política se han buscado mutuamente en este camino. Unos con el fin de aumentar sus cuotas de audiencia, los otros para ganar votos. Este modelo de comunicación presenta dos implicaciones, según explica Peytibi: por un lado, sirve para que el mensaje político llegue a un público que no cree en política, pero sí consume esos programas. Por supuesto, ese mensaje puede tener un efecto positivo o negativo en el receptor. De otro lado, las redes sociales se han convertido en un arma poderosa para compartir información, con lo que la presencia en ellas es casi obligatoria.

La expansión de esta cultura online y televisiva influye necesariamente en la campaña. En la esencia de esa imagen más cercana de los políticos entra en juego el factor de las emociones, la importancia de crear vínculos, relaciones y alianzas. Algo que, destaca Peytibi, debe hacerse desde las redes pero sin perder la perspectiva del mundo «real», garantizando la presencia también en las calles, con la gente.

Gutierrez-Rubí también hace aportaciones interesantes al respecto en sus libros “Tecnopolítica” y “Micropolítica”, analizando el papel de las emociones y el uso de la imagen y las redes como factores determinantes a la hora de atraer a la gente. Partiendo de la idea de que nuestro cerebro piensa lo que siente y lo hace en imágenes, el autor apunta que las tecnologías y redes que tenemos a nuestro alcance «favorecerán la relación entre las emociones individuales y las colectivas. Quien, desde la política o desde las disciplinas a su servicio, no comprenda que, sin la creación de momentos o contenidos memorables no hay opciones de éxito político estará perdiendo una gran oportunidad para avanzar». Es decir, detrás de cada uno de los discursos, e incluso de las anécdotas, hay toda una maquinaria dispuesta para hacer llegar un mensaje concreto. Cada intervención tiene como objeto buscar esas sensaciones que nos van a guiar hacia una idea concreta y nos van a persuadir de qué es lo correcto. Para ello, hasta el más mínimo detalle tiene su importancia: el decorado, los colores, la ropa elegida, los gestos... Nada (o casi nada) es casual. Veamos qué han dado los dos principales protagonistas de la campaña.

Miedo, ira y desdén. Con todo lo dicho hasta ahora, es lógico pensar que aquel que mejor se desenvuelva sobre el escenario y más simpatía genere entre el público más opciones tendrá de captar votantes y llegar al poder. Sin embargo, si algo ha demostrado la campaña de Clinton y Trump es que ninguno de los dos responde al perfil de candidato popular. Atendiendo a la opinión pública estadounidense, son muchos los que justifican su voto en sentido negativo; es decir, van a votar en contra de Trump o Clinton, pero no tanto a favor de uno de los dos. En este contexto, la labor de los responsables de campaña y asesores para mostrar una imagen amable de los candidatos, o cuanto menos convincente, se antoja agotadora. Más si han de controlar cada intervención de un candidato poco dado a contenerse de decir barbaridades. Donald Trump no es un político dócil y disciplinado. Su recorrido por la carrera presidencial ha dejado numerosos exabruptos y auténticos disparates que atentan a la cordura y a los derechos más elementales. Por mencionar algunos: propugna la construcción de un muro que separe EEUU de México, país cuyos ciudadanos ha calificado de ladrones y violadores, una xenofobia que predica también cuando se refiere a la inmigración; su machismo es algo innegable a la vista de sus comentarios sexistas, a lo que se suman las acusaciones de agresión que pesan sobre él; en su oposición al aborto llegó incluso a plantear que se castigue a las mujeres que aborten, y la lista sigue con discursos marcadamente violentos en materia de seguridad. Asusta pensar en las implicaciones que podría tener que las decisiones sobre armamento nuclear estén en sus manos.

Pese a todo, Trump ha captado la atención de la gente, para bien y para mal. Parece que ha convencido a un sector de la sociedad indignada con el establishment que Clinton representa. Una oposición al poder establecido que, pese a situarse en las antípodas ideológicas de un Trump alineado a la derecha más extrema, también mostraban los seguidores del candidato demócrata en las primarias, Bernie Sanders, finalmente superado por Clinton. Frente a ella, ahora es un multimillonario excéntrico que se manifiesta contrario a los tratados de libre comercio y se postula como defensor de todos aquellos trabajadores indignados con el sistema, ante quienes se presenta como alternativa. Y una parte de la población le cree. «Estas elecciones marcan un punto: por primera vez un outsider populista ha llegado a ser candidato, por primera vez un potencial candidato ha amenazado con dejar de apoyar a la OTAN, o con bombardear otros países, o con prohibir la entrada a USA a diferentes razas o religiones. Era algo impensable hace tan solo año medio», advierte Peytibi.

«Trump supone poner cara y ojos al miedo, al enfado, al cabreo con el sistema político actual. Y supone dar voz a alguien que dice lo que mucha gente no dice por miedo o incluso por vergüenza», añade. El magnate inmobiliario ha llevado dicha indignación al extremo con un mensaje que incita al odio, y lo ha hecho, además, con ataques directos a su adversaria, a quien se dirige como «crooked Hillary» (corrupta Hillary), llegando incluso a asegurar que la encarcelará si él gana las elecciones.

Es importante atender al perfil de los seguidores de Trump para poder comprender cómo calan sus mensajes, cargados de resignación. A grandes rasgos, el electorado de Trump lo conforman hombres blancos, de clase trabajadora y sin estudios. No obstante, Peytibi destaca que el argumento de que se han dejado convencer por su discurso populista dirigido directamente a sus emociones y no a su cerebro, como razón unívoca del éxito de Trump, deja mucho que desear. La razón de su éxito radicaría, a su juicio, en que están «hartos de escuchar falsas promesas» y sienten que nadie se ha ocupado de ellos. Frente a eso, «Trump les ofrece ese golpe de mesa para decir basta, para decir que están cansados, pagando precios increíbles por sus casas, por sus estudios, la sanidad que necesitan y, sobre todo, porque temen que sus hijos lo tengan aún peor», relata. Ligado a esto, resulta interesante analizar la influencia de los diferentes modos de entender la familia, más protector y conservador entre los republicanos. De ahí que Peytibi destaque que «Trump es un modo de aferrarse a su concepción de la vida, a la nostalgia por su pasado y el de sus padres, por querer que sus hijos tengan como mínimo lo mismo que ellos tuvieron y no se pierda. Votando a Trump luchan también por romper el mundo cambiante que les rodea».

El lema elegido para su campaña, “Make America Great Again” –algo así como «Hagamos a América grande de nuevo»–, simboliza perfectamente esta idea. El magnate vende la imagen de salvador de la decadencia de Estados Unidos, y lo hace valiéndose de la idea de que es un hombre hecho a sí mismo, un líder, un ganador. Tiene dinero y poder. Esa es su gran baza frente a toda esa masa popular indignada y, a falta de medidas serias y concretas, no duda en hacer uso de la amenaza y el menosprecio para defenderse ante sus rivales. Aaron James lo describe así en su libro “Trump. Ensayo sobre la imbecilidad”: «Es a la vez un hombre espectáculo, un maestro del menosprecio, un payaso bobo sin ninguna consideración cívica, sexista, racista, xenófobo, aquejado de ignorancia selectiva, autoritario, demagogo, una amenaza para la república y un imbécil». Lo que, según matiza, no quita para que también sea astuto. Un batido de cualidades que a primera vista nadie querría para el máximo dirigente de su país. Sin embargo, James sostiene que Trump consigue ejercer fascinación sobre una buena parte del público, fundamentalmente por la atracción y la confusión que genera su personaje.

Clinton no es Obama. En la otra esquina del ring en este combate político convertido en espectáculo se sitúa Hillary Clinton, con una dilatada carrera política como primera dama durante el mandato de su marido, Bill Clinton, y después como senadora y Secretaria de Estado. Le falta, sin embargo, una cualidad esencial que sí logró desprender su predecesor, Barack Obama: carisma. «Hay una candidata realmente preparada, con grandes razones para gobernar, pero que no puede mostrar emociones, no lo consigue. Eso reduce su carisma, especialmente en contraste con Trump que, guste o no, tiene personalidad y conecta con los medios y con sus votantes», remarca Peytibi. A su favor tiene que cuenta con el apoyo del establishment, lo que sin duda le ayudará en la decisiva fase final, y atrae el voto mayoritario de mujeres, latinos y afroamericanos. Podría ser la primera mujer en llegar a la presidencia, una buena carta de presentación en determinados sectores. Está por ver en qué medida se traslada en votos el efecto del menosprecio de su adversario hacia las mujeres y los inmigrantes, y el rechazo hacia su figura que esto ha generado.

Aunque las encuestas la han mantenido por encima de Trump con una ligera ventaja, una revista por las imágenes que ha dejado la campaña basta para concluir que no conecta de igual manera con la gente. Tampoco se percibe comodidad y naturalidad en sus gestos. Su imagen desprende rigidez y frialdad, y los constantes ataques en cuestiones como el uso de un servidor de correo privado cuando era Secretaria de Estado la han mantenido en jaque. Clinton no alcanza a suscitar la simpatía e ilusión que despertó Obama hace ocho años. Sentimientos que, en cierta medida, también ha alimentado el senador del Partido Demócrata Bernie Sanders, con una posición marcadamente a la izquierda que desprende aire fresco y habla de cambio real y el fin de las desigualdades. Sin embargo, no fue suficiente para ser designado candidato a la presidencia. El statu quo, representado en Hillary Clinton, ganó la partida.

Algunos analistas destacan de la candidata demócrata que, frente al discurso vacío de Trump, ha puesto sobre la mesa medidas concretas. Pero ni su contenido ni la forma de hacerlas llegar a la sociedad han tenido eco en los medios. Gutierrez-Rubí apela en “Micropolítica” a la importancia de conocer y comprender la percepción final del elector respecto al discurso político, pues es tan importante o más que el contenido de las propuestas. Las claves para ello: simplicidad, radicalismo y claridad. Un territorio en el que sostiene que, en general, se manejan mejor los conservadores al utilizar mejor las palabras y los gestos. Todo influye en el público: el lenguaje, el tono del discurso, las imágenes que lo acompañan e incluso el color de la americana o la corbata elegida por el candidato.

El desarrollo y exposición de propuestas políticas concretas no está enfrentado con buscar maneras amables y dinámicas de socializarlas. La gente necesita comprenderlas y creérselas para, finalmente, compartirlas. Gutierrez-Rubí habla de «la experiencia política con pasión, ilusión y entusiasmo contagioso», entendiendo que desde ahí puede conseguirse un liderazgo que permite llevar a la práctica todas esas ideas. Es aquí donde entra en juego el figura de líder frente a la de representante político –puesto que es evidente que no todos los políticos ostentan el liderazgo–, en la medida en que el primero conseguirá atraer a los ciudadanos, que le otorgarán credibilidad y se identificarán con su proyecto.

Siguiendo en clave emocional, el asesor de comunicación hace una clara distinción entre sentimientos positivos y negativos, y cómo estos se trasladan a la política: «Estoy convencido de que los tristes no ganan elecciones. Ni son capaces de liderar emociones positivas. Tampoco la tristeza puede seducir ni infundir ánimos colectivos. Los que creen que es posible un proyecto político transformador y progresista desde la cultura de lo pésimo, de lo trágico, de lo feo... no se dan cuenta de que el concepto ‘cuanto peor, mejor’ es el núcleo psicológico y cultural de los pensamientos autoritarios, que ceban el desánimo y la desazón, para canalizarla como rabia agresiva... y amenazante» (“Micropolítica”). Dando por buena dicha conclusión –aunque la realidad nos muestra que no todas las elecciones las vencen políticos carismáticos y apasionados– la campaña ha demostrado que Clinton no ha estado a la altura a la hora de trasladar emociones positivas e ideas progresistas creíbles y que Trump se identifica con la agresividad, la amenaza y el autoritarismo.

Falta poco para que se aclare el desenlace de esta trama. Las encuestas han bailado en algún momento, aunque en los últimos días apenas nadie ponía en duda que Clinton será la vencedora. Sobre una eventual victoria de Trump, Xavier Peytibi se mantiene prudente y hace la siguiente reflexión: «Supondría la victoria del miedo, una vuelta al pasado, a cerrarse, a aislarse. En principio, y según todos los indicios, es complicado que pueda llegar a presidente. Tendría que pasar algo muy serio o que casi todos los votantes de Hillary se quedaran en casa. Pero tampoco se esperaba que venciera el Brexit, ni el ‘No’ en Colombia… El miedo y la cerrazón, en estos tiempos, pueden ganar».

Sea cual sea el resultado, todo indica que las emociones jugarán un papel importante. Hace tiempo que en política entró en juego el poder de seducción, que no es lo mismo que la seducción del poder. Seducir a la gente desde planteamientos políticos sólidos, despertando ilusiones y esperanzas, a la par que ganando credibilidad frente a quienes se aferran al poder para que nada cambie es, hoy por hoy, el camino para alcanzar la centralidad del tablero político. El reto está servido.

El escenario queda abierto tras el 8 de noviembre, gane quien gane. Y desde una perspectiva más abierta, está por ver qué implicaciones tiene en el horizonte político la aparición de una figura como Trump. «Show must go on».