Manu Brabo
maras en El Salvador

El Salvador. Relatos pandilleros del fin de la tregua

El Salvador experimenta los meses más violentos desde que terminara la tregua entre maras y Gobierno. Mayo se cerró con 635 homicidios, junio con 667 y julio no se quedó corto, pese a apreciarse un descenso cercano al 30%. Las cifras del año 2015 solo son comparables a los peores años del conflicto civil finalizado en 1992 y, de seguir así, El Salvador pronto superará a la vecina Honduras en el triste ranking de los países más violentos del mundo.

La presión policial en las urbes ha extendido el problema a cafetales y zonas rurales y se calcula que las maras son un problema presente en el 90% del territorio salvadoreño, transformado en una guerra sucia en la que nadie puede considerarse a salvo. Asistimos a escenografías en Youtube en las que los integrantes de las maras adoptan poses guerrilleras ataviados con pasamontañas, ametralladoras y granadas en ristre, y lanzan mensajes de corte populista con menciones a Monseñor Romero y referencias a la guerra civil. Mientras, desde el lado oficialista, se entrenan batallones especiales del Ejército y aparecen grupos paramilitares –algunos con página en Facebook– que se toman la justicia por su mano y reciben el aplauso de una gran parte de la población que ha sucumbido, no sin razones, al miedo y al odio.

Podría decirse que todo el pensamiento y la acción en El Salvador están condicionados por la violencia de las maras, que han captado el poder de negociación político y social de la violencia. Su palabra, real o ficticia, se ha transformado en ley y cualquier rumor lleva a un cambio de actitud en quienes se sienten al alcance de las balas de los «gatilleros» de las bandas.

Más allá de datos y cifras, se esconde el miedo del día a día y la paranoia social que se extiende con cada muerto añadido a la lista. Pupuseras, vendedores ambulantes, policías, militares o los propios mareros… nadie se siente a salvo en El Salvador y pocos son los que quieren vivir aquí. Son muchos, en cambio, los que deciden arriesgar la vida para llegar a EEUU.

Recogida de muertos. Es viernes y han dado ya las 22:00 horas en el Instituto de Medicina Legal de San Salvador. Los médicos de guardia se entregan al ritual diario: cigarros, cafés, archivos, papeleo y datos que compilar sobre la casi veintena de asesinados que llegaron a la morgue la noche anterior. La doctora Carolina Paz charla con su ayudante y el conductor mientras la camioneta avanza por una oscura carretera hasta el centro de salud de Ilopango, a pocos kilómetros de la capital. Hace horas que un bus espera allí aparcado al levantamiento del cadáver que yace en su interior. «Marina Guadalupe Velasco. 43. Regentaba negocio de comidas en estación bus San Pedro Perulapán…». La fiscal lee mecánicamente mientras la forense toma notas en un bloc y su ayudante levanta la sábana ensangrentada que cubre el cuerpo de Marina. «Les dispararon sin mediar palabra», añade un policía con el tono neutro de quien ha pronunciado ya demasiadas veces las mismas palabras. La otra persona de la que habla es el hijo de Marina. En ese momento se debate entre la vida y la muerte.

Sobre el asfalto del aparcamiento, el ayudante revisa el cadáver bajo la luz de linternas. Mientras los fotógrafos revolotean a la búsqueda de otra portada sangrienta, la fiscal y la forense mantienen una conversación trivial. El último mes se cerró con más de 600 muertes por la violencia de las maras y el actual ha comenzado con el acelerador pisado a fondo. Incluso a quien no está habituado al escenario, no le extraña la sensación de normalidad.

Mientras embolsan el cuerpo, suena el teléfono de la fiscal. No muy lejos del lugar ha aparecido otro cadáver. Otra muerte que requiere del mismo ritual. La víctima yace semidesnuda en el interior de un coche cerca de un centro de salud en Soyapango. «Roque Eduardo Costa. 20. Regentaba negocio de pupusas en…».

«Soyapango es como el far west», comenta la doctora mientras descendemos del coche en una zona fronteriza entre “La MS”, también conocida como “Salvatrucha”, y la “Barrio 18”, las dos maras rivales que desangran El Salvador. Los hombres de la Policía Científica intentan hacer el trabajo lo más rápido posible. Pupilas dilatadas y tensión en los rostros. Esto es zona de fuego cruzado.

La camioneta regresa veloz con su macabro cargamento hacia San Salvador. No falta mucho para que el sol despunte y los bultos blancos del remolque se mueven a cada bache. «¡Más despacio, no haya algún herido!», bromea el ayudante. Todos ríen. Un momento de relax para romper la presión, antes de llegar a la base y calcular la cifra total del día. Esta vez son más de veinte. El fin de semana, solo en San Salvador, la cifra superará los sesenta.

Un Estado impotente. Howard Cotto es un ex guerrillero del FMLN y ahora jefe de la Policía Nacional. Posters del Che y Bob Marley adornan su oficina junto a la bandera salvadoreña y numerosos diplomas de reconocimiento a su labor por la nación. Acostumbrado a los medios, su discurso sigue una línea trazada y, ante cualquier atisbo de situación comprometida, remarca las bondades de la acción policial pese a la descoordinación entre instituciones y la evidente falta de medios para combatir lo que califica de «este virus» que se extiende por la sociedad salvadoreña. «Llevamos más de 25 bajas de agentes confirmadas en lo que va de año», explica. En su cálculo, como en cualquier cálculo oficial, quedan fuera los desaparecidos. Sujetos a salarios de unos 400 dólares americanos al mes, los ingresos de los agentes no alcanzan para una vida digna y son muchos los que viven en barrios controlados por “La MS” o “La 18”.

«Cuando quiero ir al cine con mi familia, ellos van en dos autobuses antes que yo», relata el cabo Gumiel, al que hemos dado nombre falso, mientras patrulla por la noche salvadoreña junto a sus otros tres compañeros del grupo de «Halcones», nombre con el que se conoce a la unidad de respuesta rápida de la Policía salvadoreña. Toda medida de seguridad es poca cuando se vive en la colonia. «Juego con mi hija en casa, veo la televisión, hago pesas, entreno movimientos con la pistola descargada y practicamos rutas de escape en familia». Son, como él dice, «pobres rehenes de la violencia de los pobres». La triste realidad es que está en lo cierto y, pese al estricto respeto a las leyes de derechos humanos que debería seguir la Policía, no le cuesta reconocer que si ve venir a un «bicho» (marero) «lo reviento antes de que me reviente él a mí».

La radio alerta de la presencia de pandilleros en un área céntrica. La patrulla acelera y se detiene al avistar a dos individuos que corren tratando de alejarse de los agentes. Gumiel y uno de sus hombres saltan del remolque, suenan los seguros de las armas y comienza una persecución por varios callejones, asegurando el perímetro en cada cruce. La calle desemboca en un núcleo de humildes viviendas donde nadie sabe nada. La ley de la mara está clara en los muchos graffitis de “La MS” que adornan El Salvador: «Oír, ver y callar».

Comienza el registro de domicilios: gritos de histeria, llantos de niños, una habitación sospechosa y una madre que bloquea la puerta. En el interior, un hombre con la respiración entrecortada y el cuerpo sudoroso trata de negar la evidencia de la carrera que acaba de acometer. De rodillas contra la pared, las excusas no sirven para evitar su próximo destino en los abarrotados calabozos de sede de los «Halcones».

Son las 3 de la mañana en la comisaría de Sierra Morena en Soyapango. El operativo antipandillas acaba de comenzar. Dos camionetas llenas de policías de asalto bloquean un callejón vecino. Mientras algunos hombres se despliegan cubriendo el perímetro, otros se dirigen a una residencia. Suenan ruidos en el tejado y una sombra escapa a los agentes en la noche. Madres y hermanas hacen de escudos humanos durante el registro del domicilio: «¡Cállese ya puta vieja y díganos dónde está el bicho!». La frustración de los agentes se hace patente al ver que han fallado, de nuevo, el objetivo. El registro se ha transformado en venganza y los objetos de la casa vuelan por los aires. A la salida, todo es un desbarajuste de cajones volcados, cojines rotos y sofás destripados.

Llegan a comisaría otros dos grupos de policías que han sido más afortunados en su operación. La primera furgoneta trae a tres miembros pintados (tatuados) de “La MS”. Ninguno supera la veintena y todos clavan la mirada en el suelo en señal de sumisión. La segunda trae un sorprendente cargamento: dos jóvenes mujeres de unos 16 o 17 años, que han sido apresadas junto a los tres anteriores. Las alinean contra la pared junto a sus compañeros.

El comisario Oswaldo comienza a dar explicaciones del operativo. Número de detenidos, áreas atacadas, objetivos fallidos, funciones de los detenidos…«¡Bajen la cabeza!», ordena un agente de casi dos metros que incrusta su puño en el bazo del elemento más tatuado. Se agacha para entrar en el ángulo de visión del detenido y le dice en susurros: «Contra los inocentes bien disparas: sé valiente ahora». Su puño se detiene antes de impactar en la cara del detenido, que ya se encoje para encajar un golpe que no llega. «¡Culero de mierda!», le espeta provocando la carcajada de los compañeros. Oswaldo se justifica: «Estamos nerviosos, ayer enterramos a nuestro compañero».

Carne de cañón. Youtube es el medio elegido para expandir el mensaje. Como fondo, solo la vegetación del bosque; en primer plano, un grupo de hombres encapuchados y ataviados con licra negra, pantalones de bolsillos y botas militares, blanden armas de asalto y granadas mientras habla uno de ellos.

El discurso, alejado de la violencia gratuita a la que estos grupos acostumbran, adquiere aire de movimiento político: igualdad, continuas referencias a un conflicto de ricos contra pobres, alusiones a discursos simbólicos de Monseñor Romero. Cualquier desconocedor del contexto podría pensar que se trata de un grupo irredento del FMLN. En realidad, pocos son los ajusticiamientos hechos en pro de una mejora social, pocos los ataques a las fuerzas de seguridad del Estado, si los comparamos con la cantidad de gente humilde que se llevan por delante. Aun así, está claro que una elite de los elementos pandilleros ha aprendido a dotar a su lucha de un discurso durante los años que ha durado la tregua.

En la comisaría central de Soyapango queda en evidencia quiénes son la carne de cañón de las pandillas. En dos de sus tres calabozos preparados para albergar a una veintena de personas encierran a más de doscientos pandilleros de ambas maras; muchos aún a la espera de juicio y algunos, desde hace casi un año.

Los miembros de cada mara están separados por razones de seguridad, pero pueden verse, escucharse y olerse. Ninguno de los allí arrestados niega que mataría al rival si se abriera la puerta. La hamacas hechas con bolsas de plástico transforman cada celda en un nido de arañas de diferentes niveles, de donde cuelgan jóvenes mareros, más o menos tatuados. El hedor es casi insoportable y las afecciones de la piel reinan por doquier. Un vistazo rápido da para observar que la media de edad no supera los veinte años.

Una línea de fuego invisible en el país. «Nacemos pobres y sabemos que vamos a morir, así que matamos. Es nuestra única oportunidad de sobrevivir, de mejorar», responde un chaval de apenas diecisiete años cuando se le pregunta el porqué. Es su manera de crecer dentro de la comunidad. Es, por así decirlo, su oportunidad de hacer carrera laboral.

Con la implantación de la ley del menor y el endurecimiento de las penas para los mareros adultos, la táctica es usar a menores como gatilleros. Se les motiva fácil, no tienen tanta noción del peligro y quieren demostrar, como cualquier chaval del mundo, que ellos valen tanto como sus adultos; si no, más. Al mirar al interior de esas celdas uno se da cuenta de que las opciones de la mayoría de la juventud salvadoreña pasan por amenazar o ser amenazado, por liquidar o ser liquidado en un lado u otro de esa línea de fuego invisible que se extiende a lo largo y ancho del país centroamericano.

Resulta difícil encontrar un calificativo para esta vida, la de los pandilleros, que han transformado la cárcel en un sueño, en un objetivo, en un descanso. A la salida de la comisaría, cuando ya son cerca de las siete de la mañana, una interminable línea de madres y esposas espera paciente para llevar alimentos y medicinas a los suyos. Es la otra cara de la pandilla, la humana, la del amor, la que desgraciadamente muy poca gente ve o quiere ver.