Ricard Altés Molina
LA MARAÑA UZBEKA

El nuevo Uzbekistán

Uzbekistán es uno de los cuarenta y ocho países sin acceso al mar y, junto con Liechtenstein, uno de los dos doblemente aislado de cualquier litoral. Con antecedentes de un pasado glorioso, pero una historia relativamente reciente como Estado nación, el 80% del territorio de Uzbekistán es desierto, aunque goza de una ubicación estratégica en el nuevo «Gran Juego» de los hidrocarburos.

La entrada por el aeropuerto de Tashkent es como un martillazo en pleno sueño, una conmoción, sobre todo cuando se llega a las 03.00, después de varias horas de vuelo con escala incluida. El desorden es absoluto y solo la agilidad en las gestiones burocráticas puede atenuar la sensación de agobio y acallar ese «¡déjenme salir ya!» que el absurdo papeleo se encarga de agravar. Primer contacto con la burocrática Uzbekistán, que le acompaña a uno por cualquier rincón del país y no se suelta de la mano hasta salir de sus fronteras, convirtiéndose en una sombra incómoda.

Uzbekistán abandonó la obediencia soviética para centrarse en su propio proyecto de construcción nacional. Al entrar en el país aún se respiran esos residuos de su reciente pasado que no ha conseguido dejar atrás, ni se esfuerza por airear, este joven Estado moteado de anacrónicos dejes soviéticos. Veinticuatro años después de su independencia, Uzbekistán aún no se ha desligado de aquellas estructuras, y mantiene el proceder y la pompa que embargaron setenta años de su historia. Se ha recubierto la antigua mampostería de bloques de cemento por cristal y aglomerado de mármol, la nueva moda en la arquitectura y el diseño urbano. Un nuevo y estéril Uzbekistán levantado sobre los dividendos que proporciona el algodón, su oro blanco; el gas natural, su oro azul, y en cierto grado el turismo.

La cara amable. De las cuatro ciudades más visitadas en Uzbekistán, Bujará es quizá la que mantiene viva aún la llama de ese pasado. Ciudad Patrimonio de la Humanidad, su polvoriento casco antiguo repleto de madrazas, caravasares, tims y toqs logra hacernos retroceder y crearnos la ilusión de estar callejeando por la Bujará del período shaibánida del siglo XVI. El «Pilar del islam», la noble Bujará que fue nudo de atracción cultural en los ya lejanos siglos IX y X, era un centro de conocimiento y fe. Un territorio desde el que emergieron y concurrieron figuras como Rudakí, al-Juarismi, al-Balamí, Daqiqí, al-Bukharí, Avicena... Todo este pasado transpira de entre los muros de ladrillos de adobe, impregnados de leyendas y testigos excepcionales de capítulos centrales de la historia.

Por su parte, Tashkent fue arrasada en 1966 por un terremoto, cuyas consecuencias los órganos de seguridad soviéticos se encargaron de mantener velados. La ciudad fue completamente rediseñada y hoy queda poco de su pasado.

La mítica Maracanda −que fascinó a Alejandro Magno cuando la vio con sus propios ojos, aunque ya le habían hablado maravillas de ella− fue devastada por las hordas de Gengis Kan en 1220 y actualmente los restaurados restos esparcidos que se han conservado de la Samarcanda timúrida permanecen de pie casi a título de ejemplo de lo que fue la capital de Tamerlán.

En el caso de Jiva, parece más el escenario de cartón piedra de un sugerente cuento de las mil y una noches al que nuestra imaginación consigue transportarnos y cautivarnos en este oasis oriental.

De hecho, la mayoría de viajeros centra su visita en estas cuatro ciudades, las perlas turísticas del país, y deja muchas veces a un lado el tradicional y efervescente valle de Ferganá. Los más curiosos quizá se acerquen a ver los restos varados de los cascos de los buques en lo que ahora es un desierto y hasta hace pocas décadas era el mar de Aral, uno de los mayores desastres medioambientales de la herencia soviética. Incluso habrá quien se avecine a visitar el excepcional y aislado museo Savitsky, o se acerque hasta la tórrida Termez, o se adentre en el abrasador desierto en Nuratá, pero serán probablemente los menos.

Desajustes identitarios. Bajrom es la viva estampa del símbolo nacional, el pícaro Nasreddín, profusamente estampado en cerámicas, camisetas, imanes para frigoríficos y todo lo susceptible de ser adquirido por un turista. De aire bonachón, con barriga y faz típicamente uzbeka, de ojos rasgados y piel morena, este joven ha asumido la nueva identidad uzbeka, algo así como la idea de la turquicidad que Kemal Ataturk logró inculcar a toda una generación de turcos. Pero en Uzbekistán esta idea no ha cuajado y funciona mejor para unos que para otros. Bajrom, con trazos típicos uzbekos, se siente cómodo en su papel de miembro de la nación titular del Estado, pero muchos de sus compatriotas identificados con otras nacionalidades (qarakalpakos, tayikos, kirguises, kazajos, por no hablar ya de armenios, rusos, ucranianos...) sufren una clara discriminación respecto a la nación titular, erigida gracias a la intercesión rusa.

Entramos en una chaikhoné y nos sentamos sobre un tapchán, una especie de catre con cojines, y nos enfrentamos a dos tazas de té verde humeante. Bajrom es consciente de cómo se ha reescrito la historia en las últimas décadas. Cuenta que históricamente los uzbekos como etnia no llegaron al territorio de la Transoxiana hasta el siglo XVI. Anteriormente, otros pueblos nómadas de origen túrquico (qarajánidas, selyúcidas, mongoles, entre muchos otros) dejaron su impronta durante siglos sobre un sustrato de población sedentaria de raíz irania. «Aún no existía la idea de pertenencia a una nación, eso fue un producto importado, nosotros nos identificábamos con nuestro clan. El paso de los siglos fue moldeando la interacción entre tribus nómadas y población sedentaria y fortalecieron los vínculos entre ellos. De ahí surge realmente lo que ahora llaman nación uzbeka». A toda esa mezcla se unieron en el siglo XVI los uzbekos, de quienes los rusos ya en el siglo XX cogieron su nombre para etiquetar a todo un territorio que, grosso modo, coincidía con los límites del Emirato de Bujará y el Janato de Jiva. Así surgió esa nueva creación, Uzbekistán, siguiendo el modelo imperialista de trazado de fronteras.

Acompañamos el té con trozos de tierno non o pan, con su distintiva forma redondeada. Después de sorber un poco de té, Bajrom comenta que Uzbekistán es un país de nueva creación, «ciertamente con un pasado rico y heterogéneo, pero también con un déficit de señas de identidad nacional. La impulsiva independencia de la férula soviética en 1991 supuso para Uzbekistán, y el resto de repúblicas centroasiáticas, un ejercicio de gestión e inversión de esfuerzos para su construcción nacional».

Como comenta Bajrom, las fronteras heredadas se crearon a partir del criterio de la etnia mayoritaria en cada territorio. La realidad era que muchos ignoraban a qué nación pertenecían. Con el tiempo, los soviéticos consiguieron infundir un sentido de afiliación territorial, aunque vacío de modelos históricos. Así, los recién creados estados exsoviéticos necesitaban concebir unos referentes históricos que los soviéticos truncaron, un vacío que los nuevos dirigentes se encargaron de rellenar.

«Y ahí tenemos la figura omnipresente de emir Timur, al que los occidentales denomináis Tamerlán» comenta Bajrom. «Timur fue, en época soviética, símbolo de despotismo y sometimiento. Si lo hubiesen podido juzgar, probablemente lo hubiesen condenado como enemigo del pueblo. Pero el régimen actual lo rehabilitó y lo erigió como héroe nacional y símbolo de la unidad del país, a pesar de un pequeño detalle: Timur murió cien años antes de la llegada de los uzbekos. Ahí está la paradoja, ¡nuestro gran héroe resulta que fue un uzbeko avant la lettre! Estamos creando símbolos identitarios tergiversando la historia».

Todo el país ha asumido esta paradoja, la aceptan como una licencia poética. Lo importante es que el territorio sobre el que se erige Uzbekistán fue la cuna de uno de los grandes imperios de la historia. Esa es la sesgada carta de presentación que se muestra al mundo.

El oro blanco. Son las 8.00 de la mañana y la carretera de salida de Jiva está atascada. Le pregunto a Bajrom como puede ser posible que a estas horas estemos atascados. «Cada mes de setiembre las carreteras de todo el país se llenan de convoyes de autobuses y camiones que movilizan a la población para recolectar algodón, que es monopolio del Estado. Los funcionarios y estudiantes universitarios son enviados a los campos para cumplir con su cuota de recolección». Como quinto país exportador, la economía se basa en parte en que haya una buena cosecha.

Observo que los convoyes van precedidos por un despliegue de unidades policiales. Bajrom me aclara que «las autoridades consideran el algodón estratégico. Cualquier persona está atenta para que nadie ajeno a esta actividad pueda acercarse a tomar ningún documento gráfico». Bajrom no me dice nada, pero sé que la razón de tanta desconfianza es porque organizaciones de derechos humanos han acusado a Uzbekistán de emplear trabajo infantil esclavo para recolectar algodón, y el Gobierno es muy sensible a cualquier imagen que pueda tomarse en su contra.

A pesar de la cantidad de melones y fruta que se produce, los campos de cultivo están en su mayor parte dedicados al algodón. Es un arbusto que necesita grandes cantidades de agua en un país dominado por el desierto. El agua procede en su mayor parte de los grandes ríos Amu Daria y Syr Daria, y mediante una extensa red de canales se consiguen regar todos los campos.

La anticuada y deteriorada red de canalización, la evaporación y el sistema de riego por inundación provocan que se haga un uso ineficaz del agua. Lo cierto es que se van introduciendo sistemas innovadores para disminuir el impacto del derroche de agua, pero aún resultan insuficientes. Este monocultivo empezó a cosecharse a gran escala en época zarista y fue intensificado en la época soviética. Está claro que no se hizo un cálculo sostenible de los recursos necesarios destinados a su producción y aún menos de su impacto a largo plazo en una época en la que se creía que los recursos naturales eran inagotables.

El resultado de todo este despilfarro lo tenemos en el desastre del mar de Aral, cuya recuperación de la orilla sur, la uzbeka, es ya prácticamente imposible.

Todo está atado, pero no tan bien atado. Mi buen compañero Bajrom evita siempre cualquier pregunta incómoda. No le gusta hablar de política en público, siempre aprovecha la intimidad del coche para hacer comentarios comprometidos. Lo cierto es que en Uzbekistán la política es un coto vedado. Está reservada a unos pocos, previo veto de las estructuras de poder y siempre para perfiles de candidatos afines al régimen. Uno puede dedicarse a la política siempre que supere la nota de corte y no sobrepase ciertas líneas rojas.

El 29 de marzo de 2015 el veterano Islam Karímov fue reinvestido en su cargo como primera autoridad del país con un impresionante 90,4% de los votos. Elegido presidente del Soviet Supremo del Partido Comunista uzbeko en 1990, Karímov se ha limitado a renovar su cargo de presidente desde entonces. A punto de cumplir 78 años, ya hace tiempo que muchas voces hablan de un posible relevo de poder. De hecho, tres de los cuatro regímenes autoritarios de Asia Central están buscando un relevo para sus presidentes. En Uzbekistán, la candidata que se postulaba con más claridad era su propia hija, Gulnara Karímova, pero en febrero de 2014 esta controvertida princesa con un imperio particular y con dejes de niña consentida, envuelta en numerosos escándalos de corrupción y polémicas intervenciones, colmó la paciencia de su padre, cayó en desgracia y desde entonces se encuentra bajo arresto domiciliario.

«Vosotros no lo entendéis, pero el poder en Asia Central tiene una ideosincracia y un funcionamiento divergentes a los de la política que se cuece en vuestros países occidentales», suelta Bajrom con un tono afectado. Desde nuestra visión europea, los resortes de poder en Uzbekistán siguen un modelo más próximo a los clanes mafiosos. Pero desde una mentalidad centroasiática es precisamente este el modo de proceder tradicional de las elites. Bajrom me aclara que hay varios elementos que conforman esta especificidad.

«Está la institución del clan, fuertemente arraigada en las sociedades centroasiáticas, y que se sitúa por encima de cualquier otra cosa. Una persona no es nadie fuera del clan, es como si perdiera su identidad», asegura Bajrom mientras bajamos del coche para tomar un té. Fruto de esta situación, las redes clientelares y el nepotismo son una consecuencia inevitable en el juego político.

Entramos en una tetería en la que resuena de fondo una cadena rusa de noticias. Bajrom continúa: «Está muy consolidada la imagen del líder, más cercana a la de un jan, que a la de un presidente. La concepción tradicional del poder aborrece de tecnócratas y funcionarios. El pueblo en general equipara la democracia a debilidad y espera que quien encabece el país sea una persona resolutiva y autoritaria». Olvida añadir el papel paternalista del gran líder, con algún que otro correctivo en público a sus subordinados. Lo he ido observando en las telenoticias, una escena clásica de estos regímenes, cuando el presidente pone en entredicho de forma humillante el trabajo de sus colaboradores en el Consejo de Ministros.

Observo alrededor y todos los feligreses de la tetería miran con admiración distintas imágenes propagandísticas del presidente Putin. Mientras Bajrom sorbe su té, permanezco en silencio al observar las caras embobadas frente al televisor que dicen: «¡Esto sí que es un presidente!».

Este autoritarismo conlleva la ausencia de una oposición real. Los resortes de poder en Uzbekistán se han encargado de sofocar cualquier divergencia o voz crítica, como fue el caso del levantamiento en Andiján en 2005. Algunos países occidentales han criticado esta política represiva y han intentado que el presidente Karímov suavizara su mano de hierro. Pero la cruda realidad es que el país se encuentra en una zona geopolítica muy sensible, con un equilibrio débil de poderes y con el constante fantasma de la violencia. Un caldo de cultivo ideal para que Occidente no apremie a Uzbekistán en la aplicación de un programa de derechos y libertades.

Hacer la vista gorda a la política represiva de estos estados autoritarios es, así lo creen, la única forma de mantener el orden y poder continuar aprovechándose de los recursos que ofrecen, como el gas natural.