Miren Sáenz
Elkarrizketa
WILLIAM FINNEGAN

«El mar puede ser peligroso, pero es una fuerza de la naturaleza. Por contra, la violencia humana es deprimente»

William Finnegan ha visto mucho mundo como escritor, periodista y surfista. Nacido en Nueva York en 1952, se crió entre Los Ángeles y Hawái, donde pronto comenzó a explorar el mar subido en una tabla. Pero no quiso contarlo hasta hace un par de años, cuando publicó “Años salvajes” (Libros del Asteroide), sus memorias que en 2016 le valieron el Premio Pulitzer en el apartado de mejor biografía. Después vinieron otros reconocimientos hasta llegar al Euskadi de Plata 2017, galardón que otorga el Gremio de libreros de Gipuzkoa y que le trajo a Donostia a finales del mes de mayo.

La primera vez que recaló en la capital guipuzcoana tenía 17 años, vino de mochilero y durmió en un parque atraído por Iruñea, sanfermines y Hemingway, aprovechando un viaje por distintos lugares de Europa. Ha surfeado en Biarritz, en Mundaka y en diversos lugares de la costa vasca. En realidad, ha surfeado por todo el planeta. Empezó a los 10 años y sigue haciéndolo. Fue un niño de «tierra adentro» porque Woodland Hills, donde vivía, estaba en el extremo noroccidental de Los Ángeles, pero terminó siendo un tipo de mar. Lo cuenta así en su autobiografía.

William Finnegan es el mayor de cuatro hermanos –uno de ellos también es periodista y otro, según nos confesó, político– y el más apegado al mar. El trabajo de su padre en el terreno audiovisual –documentales, y series de televisión como “Hawai 5-0”, donde ejerció de productor ejecutivo– propició que la familia se trasladara a Hawái, uno de los paraísos de ese surf con el que desde entonces este estadounidense mantiene una relación de amor y odio. De hecho, rompe esquemas al hablar sobre una actividad «improductiva y obsesiva, porque la gran ola no llega nunca y puede arrastrar todo lo demás», un llamémosle deporte que no quisiera para su hija y no recomienda a casi nadie, aunque él no vea la manera de despedirse del océano. Pese a su piel quemada y los ojos y oídos delicados por el prolongado contacto con el mar, los surfistas como él siempre vuelven al agua.

Desde 1987, Finnegan es staff writer de la revista “The New Yorker” para la que ha escrito amplios reportajes sobre temas internacionales como el apartheid de Sudáfrica, la guerra de los Balcanes, la política estadounidense o la situación de lugares de América Latina, el último sobre Venezuela. Tiene una experiencia como informador larga y en ocasiones peligrosa, como cuando en Dubái escribía un reportaje sobre el tráfico de seres humanos y tuvo «que salir por piernas del emirato» o en México, investigando las tramas del crimen organizado, «metí las narices demasiado dentro de la guarida del león», cuenta en su libro. Ha ejercido de corresponsal de guerra y también de analista político, pero también es escritor. Ha publicado cinco libros, aunque es el último, “Años salvajes”, el que le ha reportado el éxito.

Curiosamente, para alguien que ha escrito tanto y tan variado, el surf era uno de sus temas intocables. El mismo pensaba que, en general, la gente tiende a creer que los surfers son poco serios y poco trabajadores. Primero pensó en un blog, pero finalmente fue un libro de memorias. Su costumbre de mantener un diario desde que era un chaval ha sido clave para reconstruir lo que ha querido enseñar de su vida. Y de ella cuenta mucho, porque en esta autobiografía nos sitúa en su infancia, su juventud, su madurez, habla de sus amigos y novias, de su familia, de sus intenciones literarias, de sus escritores favoritos, de sus viajes buscando olas mientras compone su propio retrato e introduce al lector en su particular mundo surfero.

Finnegan habló y posó para 7k en la tienda Hawaii, situada frente a la playa de La Zurriola, precisamente el sitio donde más gente coge olas en la capital guipuzcoana y donde el escritor tenía intención de surfear aunque un percance con la bicicleta le obligó a olvidarse del traje de neopreno y solo le permitió descalzarse y posar para las fotos. A sus 65 años no ha perdido un ápice de esa curiosidad que se le supone a todo periodista que se precie. Entre tablas y bikinis se tomó su tiempo mirando el material y charlando con el dueño del establecimiento. Se expresaba en inglés, pero a menudo intercalaba el castellano, un idioma que chapurrea desde que en uno de sus viajes un amigo eligió el español como «código secreto» para comunicarse entre ellos sin que nadie les entendiera.

¿Qué es para usted el surf?

Es una pregunta difícil. Se necesita mucho tiempo para aprender a coger olas, años y, cuando has aprendido, se convierte en una obsesión. Esta obsesión te puede aportar cosas buenas, por ejemplo una relación con el mar muy especial, pero por otra parte, el tiempo que has tardado en aprender y la adicción que te ha generado puede que te lleve a dejar de lado aspectos muy importantes de la vida como son la familia, los amigos, el trabajo o los estudios para concentrarte exclusivamente en algo que no tiene mucho sentido. Es complicado encontrar el equilibrio entre el tiempo que necesitas para surfear, lo que te obsesiona y que no destruya tu vida, porque puedes llegar a un punto en el que solo haces surf, que solo eso te importe.

Se puede entender como una diversión, arriesgada por cierto, o ¿es más un estilo de vida?

Es un estilo de vida. Cuando tú ves a la gente cogiendo olas aquí –se refiere a la playa de Gros– parece una actividad muy razonable, porque viven al lado, cogen la tabla y bajan a surfear. Pero en realidad no funciona así, porque los surfistas no lo hacen cerca de casa sino en las olas que consideran mejores. Así que se levantan y van a buscarlas o están todo el día pensando en el viaje que van a hacer a Indonesia, Hawái... La mayoría se mueven para encontrar olas buenas, tengan spots –sitios secretos– o no. Entre surfistas podemos discutir durante horas sobre las condiciones de una playa, de una ola, de una tabla.

Usted lo ha practicado desde pequeño, incluso de niño vivió en Hawái.

Empecé a los 10 años, así que llevo más de 50. Se empieza pasando mucho tiempo en el mar para conocerlo y después vas entendiendo de qué va. Es una experiencia muy común entre los surfers. Lo básico es saber qué va a hacer la ola. Se estudian todas las variables, el viento, la dirección, el invierno..., pero solo los mejores tienen un sexto sentido para entenderlo. Son los que más se anticipan. No es por experiencia, están a otro nivel y eso se acerca mucho al arte.

También está la competición, los campeonatos, el deporte con sus reglas.

No es mi experiencia. Cuando tenía 13 o 14 años no había profesionales, ni Word Tour, y eso que algunos de los que conocí entonces se hicieron famosos y ganaron algo de dinero, más que nada haciendo fotos o vídeos. El surf puede ser un deporte pero, en realidad, esa no es la manera de entender su esencia. Es verdad que hay competiciones deportivas, pero hay muy pocos profesionales. La mayoría de la gente que surfea no está pendiente de eso. [Y como si hubiera oído nuestra conversación su editor le enseña un washapp que le acaba de enviar Aritz Aranburu, el primer vasco que participó en el circuito mundial ASP World Tour, en donde el zarauztarra está leyendo su libro].

En Tokio'2020 el surf será olímpico, ¿qué le parece?

Una tragedia (se ríe), porque todavía se va a hacer más popular y ya está bastante masificado.

Para alguien con su experiencia no debe ser complicado «marcar territorio» en la lucha por poder coger olas.

Hay mucha competencia entre los surfers porque ahora está muy masificado, pero esa especie de pelea es muy interesante porque es una reacción de primate e influye el factor sicológico. Los gestos que te hacen o les haces a otros para establecer el territorio, es un lenguaje muy sutil cuando se cruza la línea. Hay incluso cierta agresividad y entra en juego la actitud del grupo. Ahora estoy mayor, me miran como si fuera su padre. Pero todavía estoy en esta competición informal solo por las olas.

¿Le tientan las olas grandes?

Hay poca gente que se dedica a coger olas grandes y yo no soy uno de ellos. Eso es otra categoría, cada persona tiene sus límites. En Portugal hay un sitio, Nazareth, y en México hay dos con olas de 10 y 20 metros. No todos las cogen con motos de agua, aunque se necesitan tablas especiales. Es muy peligroso porque el mar es tan poderoso y yo tengo mis limitaciones.

Pero con 65 años sigue surfeando. ¿Se nota el paso del tiempo?

Es terrible, cada año estoy peor. No tienes la misma habilidad.

A estas alturas, ¿qué tipo de ola busca, cuál es su sitio preferido?

Todavía las mismas, pero pienso que con menos capacidad, aunque aún hay días buenos. Me gusta Hawái, me voy cada año en invierno y normalmente encuentro algunas olas increíbles en sitios famosos y en otros que pocos conocen. Cerca de Nueva York, donde llevo viviendo treinta años, tenemos buenas olas en invierno. No me gustan las condiciones porque hace mucho frío, pero en verano no hay olas.

Ha conocido lugares prácticamente vírgenes que ya no lo son porque alrededor del surf se ha desarrollado toda una industria que incluye el turismo, las marcas, los patrocinios. ¿Cree que se deberían haber hecho las cosas de otra manera?

Es un proceso social que no se puede parar porque están los intereses comerciales. La industria del surf quiere que haya más surfistas y más clientes comprando sus productos y, al mismo tiempo, los surfistas reniegan de la masificación, pero cada vez hay más gente incluso buscando sitios secretos.

Usted que ha sido corresponsal de guerra ¿dónde ha sentido más cerca el peligro: en alguno de los conflictos que ha cubierto o en el mar?

Cuando se tiene mucha experiencia en el mar se puede prever lo que puede pasar. A veces ocurre lo peor, porque estás entre rocas y agua, pero el riesgo viene dado por las fuerzas naturales. Trabajando como periodista en situaciones de conflicto existe el elemento humano: los francotiradores a los que no ves, balas perdidas y también gente que parece estar loca, es violenta y poderosa. El mar puede ser peligroso pero la sensación es diferente porque la violencia humana es verdaderamente deprimente.

Ha ejercido de reportero en la época en que Internet no existía, tampoco el GPS y se viajaba con el mapa en la mochila. También lo hace en la actualidad, cuando estamos conectados a aparatos que en un segundo aclaran dudas. Las nuevas tecnologías han transformado dos de sus escenarios, el de los medios de comunicación y el del surf. ¿Qué opina?

Que Internet ha cambiado profundamente a ambos. Ahora el surfer consulta en su teléfono hasta cincuenta veces por día para ver qué pasa con el viento, si puede ver las olas... y así va decidiendo a dónde va. En periodismo se puede aprender mucho y consultar rápidamente. No sé como lo hacíamos antes. Ahora no sabría trabajar sin Internet.

Buscando olas, a menudo en sitios pobres, con problemas políticos y sociales. ¿Cómo hace el surfista viajero para abstraerse de todo eso o no lo hace?

A veces en esos sitios contactas con personas que tienen más contenido que otras con las que puedes coincidir en otros lugares con muchos más medios. Cuando buscaba olas y viajaba solo permanecía meses viviendo en Indonesia, en las islas y me instalaba en las casas de los nativos. Era diferente a los viajes que hago hoy en día.

Acostumbrado a escribir sobre otros, en «Años salvajes» cuenta parte de su vida en casi 600 páginas. ¿Cómo resultó el proceso?

Es difícil tomar la decisión de compartir la experiencia personal. Siendo periodista se hace extraño porque es tu vida privada y vas hablar de tus amantes, amigos, familia, padres... sin su permiso. Así que en cada frase te planteas si tienes derecho a publicar esto, y muchas veces la respuesta es no. Es muy diferente que escribir un reportaje periodístico. Normalmente hablo de otros, ese es mi trabajo. Ahora lo he hecho de mí, me ha costado veinte años y ha sido un proceso largo.

¿Qué tal lleva la promoción?

Bien (risas). A veces me gusta, porque hay conversaciones interesantes, aunque después no quiero hablar durante mucho tiempo. Yo también soy periodista y me agrada tomar notas y hacer preguntas.

¿Por qué se hizo periodista?

Después de escribir “Crossing the Line” –su primera novela en 1986–, trabajé como profesor en una escuela de secundaria en la Sudáfrica del apartheid. Fue una experiencia tan poderosa que cambió mis ideas sobre lo que debía hacer. Ante tanta injusticia me surgió un interés nuevo por la política. El ejemplo de los profesores y los estudiantes, que estaban metidos en la lucha por la liberación de la población negra y ver cómo se desenvolvían contra ese sistema racista, me convenció de que en lugar de novelas debía escribir de política e injusticias sociales. Por eso terminé de periodista.

Como periodista político o reportero ha informado sobre Nicaragua, México, Venezuela, Mozambique, Sudáfrica o los Balcanes. ¿Alguna vez ha escrito sobre el conflicto vasco?

No. Me mandaron a los Juegos Olímpicos de Barcelona'92 para hacer un reportaje para la revista “The New Yorker”, pero en realidad hice un reportaje político sobre la confluencia del expresidente Pujol, el nacionalismo de derechas, el socialista Maragall y el franquista Samaranch. Fue mucho más interesante que hablar de los Juegos. Cuando escribí sobre Cataluña pensé que podría hacerlo sobre el conflicto vasco, pero al final no lo hice.

Como estadounidense y como periodista ¿se ha sentido cuestionado por la influencia política y militar que su país ha tenido y tiene en el planeta?

Muchas veces y hasta he recibido acusaciones de ser de la CIA, el Mosad..., pero en la mayoría de los sitios la gente entiende la diferencia entre el Gobierno y el individuo. No todos, pero muchos pueden discutir la política del Gobierno, qué ha pasado, lo que ha hecho nuestro país. A mí nadie, en los lugares que he estado me ha atacado personalmente, ni en plan serio porque soy americano.

¿El mundo tiene arreglo?

No. Hay muchos sitios en el mundo cuya situación con el tiempo ha empeorado. Por dar dos ejemplos, Sudán y Somalia. Se puede trabajar para mejorar la sociedad en países o regiones, donde hay movimientos sociales. Todo cambia, pero nuestros deseos o buenas intenciones chocan con otros intereses. Hay gente verdaderamente cruel y muy peligrosa.

¿Piensa jubilarse?

No, me encanta mi trabajo.