Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Entre las sombras

(Getty)

Cualquiera que tenga niños cerca sabe que la oscuridad puede ser terrorífica para ellos en determinados momentos. Y es que, en la oscuridad se pueden ocultar depredadores que nos miran sin ser vistos; al menos, para un cerebro cincelado evolutivamente a base de precauciones. Ese miedo atávico es más evidente en personas que se sienten más vulnerables, como el caso de los pequeños, y de algún modo, recuerda a aquellos días -muy- pasados en campo abierto. Milenios más tarde, la noche nos rodea de esa capa de incertidumbre de la que huiríamos si pudiéramos. Rápidamente buscaríamos la linterna del móvil o la tradicional, para saber dónde pisamos y qué hay ahí.

La oscuridad contiene como nada más la incertidumbre, el no saber y, por tanto, evoca también la necesidad de saber. A las personas se nos da muy mal dejar los acertijos sin resolver, las dudas a medias, o los eventos sin sentido. Y esa indefinición mental ante las interrupciones de la vida, a veces se nos vuelve una ‘oscuridad’ interna, un lugar de incertidumbre que rellenar con toda suerte de fantasías.

No por casualidad cuando apagamos la luz por la noche nos visitan nuestros asuntos pendientes, nuestros monstruos o preocupaciones, nuestras preguntas. Normalmente lo hacen, además, con más intensidad que por el día, se quedan más tiempo rondándonos, nos piden más atención. Simplemente porque tienen el espacio para hacerlo.

Sin embargo, también sabemos que lo más probable es que, si se enciende una luz lo suficientemente potente, el terrorífico pasillo o el callejón se convertirán tan solo en un tránsito sin mayor misterio. Es improbable -que no imposible-, que haya algo acechándonos. Y es que, a menudo, cuando nos encerramos en nuestras preocupaciones, cuando nos obsesionamos con lo que no se ha resuelto, es más que probable que empecemos a llenar la oscuridad de monstruos. En otras palabras, llenar nuestra mente de los escenarios más catastróficos, de los que más nos asustan. El miedo y la oscuridad -bien sea real o figurada- combinados, suelen colocarnos en el lugar de una víctima, de una presa, y el cóctel nos hace querer huir.

Es entonces cuando necesitamos iluminar de algún modo ese espacio incierto, y los demás son de gran utilidad para eso. Cuando nosotros, nosotras, no podemos mirar más allá en una situación determinada, poner palabras delimita lo incierto, lo convierte en algo sobre lo que poder pensar, y por tanto, sobre lo que poder influir de alguna manera. Y la luz que eso arroje puede no ser la solución completa pero puede posibilitar el siguiente paso, puede que esa pequeña luz ilumine tan solo ese pedazo de suelo. Compartir también funciona por dentro, porque cada vez que lo hacemos y nos dejamos acompañar, estamos, sin saberlo, dándonos luz a nosotros mismos, a nosotras mismas, porque quizá, si tenemos compañía, podamos mirar más fijamente a lo que asusta, a lo que creemos que espera en las sombras.