«En mi familia hay más muertos que miembros del ISIS condenados»
Nadia Murad, Premio Nobel de la Paz en 2018, fue una de las miles de mujeres de la minoría religiosa yazidí convertidas en esclavas sexuales de los yihadistas en 2014. Su historia acaparó la atención del mundo pero, más de una década después, la impunidad continúa y el estigma sigue recayendo sobre las víctimas, denuncia durante su visita a Madrid.

Quizás no sepáis que muchas personas como yo fuimos raptadas y vendidas como esclavas sexuales. Y violadas por muchos hombres. Algunos eran nuestros propios vecinos, que se unieron a las filas del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). Pero muchos otros eran ciudadanos europeos que vinieron a nuestra región para cometer esos crímenes». El aplomo de Nadia Murad (Kocho, Sinyar, Irak, 1993) ante un auditorio lleno es tan patente que pareciera que estuviera relatando lo que le ocurrió a otros, como si debajo de ese elegante vestido no se escondieran las cicatrices de un cautivero inhumano, las marcas de los golpes, las quemaduras de cigarrillos que hace más de una década hordaron su piel y su dignidad más elemental. Quizá no lo parezca porque, tras huir y recomponerse a salvo, como refugiada en Alemania, su objetivo ha sido reunir la fortaleza necesaria para poner la voz y el rostro por los que ya no pueden, por las que no lo consiguen y también, insiste, por las que no quieren, «porque el estigma y la vergüenza que genera la violencia sexual en muchos países es una herramienta muy poderosa para silenciar a las víctimas», asegura. «Hay que dejar de culpar a las supervivientes por lo que les ha pasado y también tenemos que respetar a las que no dan testimonio. Hay que trabajar con ellas para hacerlo fácil y no causarles de nuevo un trauma. Casi todas las mujeres de mi familia estuvieron en cautiverio por miembros del ISIS y sufrieron la misma violencia que yo. Pero yo soy la única de ellas que lo ha compartido. No quieren cargar, muchas veces en vano, con ese estigma. Y lo entiendo perfectamente», reconoce.
Varios policías recorren la sala de conferencias antes de su intervención, porque Murad ha recibido numerosas amenazas de muerte del ISIS desde que añadió a las etiquetas impuestas de “víctima” y “superviviente” la de “activista”. Su lucha no es solo por hacer justicia ante el olvidado genocidio que su pueblo, la minoría religiosa yazidí, sufrió en 2014 a manos del ISIS en Irak. También lidera organizaciones y proyectos a nivel mundial para denunciar y acabar con el uso “tan habitual” de la violencia sexual como arma de guerra, para apoyar a las víctimas y facilitarles ayuda legal para que los agresores rindan cuentas. Su trayectoria ha sido fulgurante y su visibilidad, a veces, excesiva y desbordante, confiesa en la puerta de la Casa Encendida de Madrid. Allí, Murad conversa con la abogada Adilia de las Mercedes, presidenta de la Asociación de Mujeres de Guatemala, que organiza en ese espacio desde hace años el ciclo de encuentros “Mujeres contra la impunidad”, en el que hoy Murad es la voz protagonista.

LUCHAR CONTRA EL HORROR
«Mi historia nunca fue mi historia. Si me hubiera pasado a mí sola, quizás nunca hubiera dicho nada. Pero se lo debía a las miles de niñas violadas, a los niños raptados a los que los yihadistas lavaron el cerebro, a esas madres que no pudieron despedirse de sus hijos. A las inocentes y pobres personas que fueron asesinadas solo por ser diferentes», resume. Así lo ha repetido decenas de veces por todo el mundo hasta que en 2018 recibió el Premio Nobel de la Paz junto al ginecólogo congoleño Denis Mukwege. Pero era solo un colofón a un reconocimiento y exposición que la llevó a entrevistarse incluso con el papa Francisco. Ya en 2015 dio un duro discurso en la sede de la ONU relatando su cautiverio y el de casi 7.000 mujeres yazidíes convertidas en esclavas sexuales de los yihadistas. En 2016 fue nombrada primera embajadora de Buena Voluntad para la Dignidad de los Supervivientes de Trata de Personas de las Naciones Unidas. También llegaron los primeros premios, el Vaclav Havel de Derechos Humanos del Consejo de Europa y el Sájarov a la Libertad de Conciencia que otorga el Parlamento Europeo. Todo demasiado rápido para una persona que no llegaba a la treintena, que dos años antes tuvo que vivir cómo mataban a seis de sus hermanos y a su madre en una pequeña aldea del norte de Irak; era la menor de once hermanos, la única de ellos que pudo ir a la escuela, que ayudaba en la granja familiar e imaginaba el sencillo horizonte de abrir un salón de belleza en su pueblo al acabar el instituto.
Pero su vida cambió por completo muy temprano por la mañana, un día de agosto de 2014. Hacía solo dos meses que el Estado Islámico había tomado la ciudad de Mosul con una asombrosa facilidad. El califato del terror avanzaba a una velocidad inaudita desde que en enero, solo ocho meses antes, se apoderara de la ciudad siria de Raqqa y controlara parte importante de ese país. Fueron tres años de terror que llegaba a Occidente en vídeos de alta definición grabados por los propios yihadistas. Torturas, ejecuciones de una crueldad nunca vista y banderas negras ondeando en cada vez más puntos del territorio. El valle iraquí de Sinjar, denuncia Murad, fue arrasado sin oposición. «Mi pueblo estuvo rodeado por el ISIS durante dos semanas. Hicimos un llamamiento al mundo para que evitaran que nos mataran y nos secuestraran, pero nadie nos respondió ni vino a protegernos», critica. No entra en detalles de la barbarie que presenció, aunque su recuerdo de aquel día y de los oscuros meses que siguieron lo reflejó por escrito en su libro “Yo seré la última: Historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico” (Plaza y Janés, 2017).

UN «PLAN ESPECIAL» PARA LAS MUJERES YAZIDÍES
«No me había dado cuenta de lo pequeño que era Kocho hasta que vi que todo el pueblo cabía en el patio del colegio». Así comienza Murad el crudo relato de aquellas pocas horas en las que los yihadistas irrumpieron en la aldea y separaron a los hombres de mujeres y niños. A ellos los llevaron hasta unas zanjas donde se recogía agua de lluvia y los mataron a tiros. «Pero para grupos como el ISIS siempre hay un plan especial para las mujeres», susurra Murad al micrófono tras un incómodo silencio. «Mi madre era demasiado vieja para ser una esclava sexual. Por eso la asesinaron», sentencia. A ella, junto a las demás mujeres y niños, la llevaron a Mosul. Se había convertido en una mercancía, un objeto de reclamo para atraer a más combatientes a las filas del ISIS. «Es importante mirar más allá para entender el plan. No solo querían violarnos. Vendernos era muy rentable para ellos. Al principio no querían que nos quedáramos embarazadas. Nos daban píldoras porque, si una se quedaba embarazada, se la tenían que quedar, no podían comerciar con ella», desgrana. «Cuando se dieron cuenta de que perdían la guerra, empezaron a dejar embarazadas a las mujeres para asegurarse de que su legado permaneciera. Nada mejor que las mujeres con hijos fruto de una violación para ello. Es una marca de por vida», añade. Fueron meses de palizas, de vejaciones, de violaciones a veces grupales. Murad fue comprada por un combatiente y prestada a otros. Fue obligada a maquillarse, a parecer atractiva para sus violadores. Hasta que un día, su captor olvidó cerrar la puerta con llave y se atrevió a escapar, a recorrer las calles de una ciudad donde la barbarie era la ley aceptada o acatada por todos sus habitantes. Aun así, se arriesgó a pedir ayuda en una casa. La familia la ocultó y le prestó un pasaporte con el que salir del autoproclamado califato.
«Yo fui de las que tuvieron suerte», dice Murad. «Pude escapar, encontrar a familiares supervivientes. Pero mi mundo después del ISIS fue un campo de refugiados en el que tuve que cargar con el estigma por lo que me había pasado», recuerda. Más de una década después, esta superviviente denuncia que miles de refugiados yazidíes siguen viendo pasar los días en tiendas y barracones en Irak y Siria. «Se suele pensar que, después de un genocidio, cuando la guerra ha terminado, la gente vuelve sin más a su vidas, pero no es así de fácil. Hoy todavía hay 100.000 desplazados de la comunidad yazidí. Hay más de 2.800 mujeres y niños secuestrados de los que no se sabe nada. Solo alrededor de 10.000 supervivientes han decidido volver a la región de Sinjar. Pero la mayoría no tiene nada y la comunidad internacional les ha dejado solos en la reconstrucción. La mayoría decidió regresar a sus aldeas destrozadas solo para enviar al ISIS el mensaje de que no han conseguido borrarlos», explica.
Ella tuvo la oportunidad de ser acogida en Europa, una suerte que Murad ha traducido en una responsabilidad enorme: exigir y conseguir justicia para su pueblo. Una tarea ingente para «una muchacha de un pueblo pequeño, que no había conocido nunca ni a activistas ni a feministas ni a abogados ni a políticos. Los medios, la ONU… todo eso era nuevo para mí», expone. «Yo no sabía la diferencia entre un trabajador social y un periodista. Y muchas víctimas fuimos utilizadas porque no podíamos controlar lo que compartíamos. Alguien venía, nos hacía preguntas sobre cosas muy personales. Pasaba una y otra vez, sin saber por qué ni para qué. Teníamos que revivir el trauma permanentemente y cada vez menos supervivientes compartían su testimonio. Era algo fatal, porque documentar el genocidio es lo más importante». En su labor contra la violencia sexual ha visto las mismas prácticas que ella padeció, el mismo recelo que ella sintió, en víctimas de Congo, de Sudán o de Libia. Por eso ha impulsado un código de conducta «empático y cuidadoso» que «trate a las supervivientes como individuos, no como piscinas sobre las que saltar».

JUSTICIA A CUENTAGOTAS
En 2016 comenzó a trabajar bajo representación legal de la abogada estadounidense Amal Clooney. Emprendieron una acción judicial contra integrantes del ISIS por este olvidado genocidio que ni siquiera está oficialmente reconocido en multitud de países -incluido el Estado español-, pero también por violaciones y por trata de personas. Las pruebas, los centenares de testimonios recabados y las decenas de tumbas y fosas comunes que localizaron y pusieron sobre la mesa de la ONU, llevaron al Consejo de Seguridad a aprobar por unanimidad la creación de un equipo de investigación para, de nuevo, recabar pruebas de estos crímenes en Irak. Pero el tiempo pasa y la justicia no llega, lamenta Murad. «A veces me pregunto por qué se frena todo. Los poderosos tenéis las pruebas a vuestra disposición, ¿por qué no actuáis? Retrasar la justicia es retrasar la sanación, y la justicia es la parte más importante para los supervivientes y para las comunidades», exhorta.
Echa en falta un tribunal especial internacional para juzgar y condenar estos crímenes, como hubo tras los genocidios de Ruanda o la antigua Yugoslavia, y tiene que conformarse con el goteo de casos que se instruyen en Alemania gracias a la jurisdicción universal. «En agosto se cumplen 11 años y hasta el momento solo 11 miembros del ISIS han sido condenados tras denuncias individuales. Solo en mi familia hay más muertos que integrantes del ISIS juzgados y condenados», sentencia para ilustrar la indiferencia del mundo. «No hay voluntad política ahora mismo para llevar estos crímenes ante la justicia. Sé que es difícil, pero no voy a tirar la toalla», asevera. Tiene muy claro que «responsabilizar a los criminales es la única forma de pararlos», que tras años de impunidad, «solo les da miedo enfrentarse a una superviviente delante de un tribunal».
En su libro, Murad imagina una y otra vez a su captor sentado en el banquillo, a ella contándolo todo, a un juez que la escucha, esa sensación de justicia aliviando su cuerpo lastimado. «Hace pocos años pude ver a una mujer yazidí haciendo eso en un tribunal de Alemania», dice satisfecha. «Hablé con ella y me contó que, durante su cautiverio, el acusado les daba palizas a ella y a su hijo, pero que cuando recibió la sentencia, él se desmayó y ella pudo verlo. Ese momento, me insistió, fue el más importante para ella en todo este tiempo. Y ese es un mensaje muy importante», recuerda.
Sin embargo, la activista alerta de que el Estado Islámico «solo fue derrotado militarmente» en 2017, pero que no hay garantías de que algo así no se repita en un Oriente Medio cada vez más convulso e inestable. «Lo que el ISIS hizo en Irak no surgió de la nada», recuerda. Aunque solo era una niña, vio cómo el extremismo religioso se extendía por su país tras la invasión estadounidense de 2003, cómo en la década posterior «teníamos miedo de ir a grandes ciudades porque los líderes religiosos señalaban y condenaban a las minorías. Decían que nuestra comida no era jalal, que los yazidíes éramos infieles, que nuestros productos eran sucios. Había personas asesinadas por su religión en controles de seguridad», enumera. «El extremismo religioso se alimenta del miedo y del odio que provoca la inestabilidad. El ISIS lo convirtió en una ideología a la que se sumaron miles de personas, también de países occidentales. Y a las ideologías no se las derrota solo con las armas», avisa. Con otro genocidio desangrando Gaza, con Israel atacando Siria, Líbano e Irán, con el apoyo incondicional de Estados Unidos y el silencio cómplice de Europa, las semillas del odio siguen cayendo una vez más sobre tierra fértil.




