TERESA MOLERES
SORBURUA

Jardines medievales

En los huertos cerrados de los monasterios y jardines medievales abundaban las higueras, los albaricoques, la viña en parra y el lúpulo. Las higueras se colocaban en un muro al sur del hortus conclusus, ese huerto cerrado que tenían estos lugares. Además, para protegerlas, se las situaba cerca de la chimenea o del calor que genera el estiércol al descomponerse. Como las flores del albaricoque son muy sensibles a las heladas tempranas de primavera, la costumbre era colocar el árbol sobre una empalizada sujeta al muro que siempre debía estar al sur. La viña, introducida por los romanos y procedente de climas más atemperados, se cultivaba en parras sujetas a las paredes más abrigadas y soleadas.

El lúpulo (Humulus lupulus) figuraba entre las plantas medicinales cultivadas en tiesto como la caléndula y el malvavisco de propiedades emolientes. Hasta que no se conocieron las virtudes del lúpulo para aromatizar la cerveza, sus brotes se cocinaban como espárragos según la costumbre romana. En la jardinería moderna se utiliza para aclarar un lugar sombreado aprovechando el follaje dorado de la variedad Aureas.

Entre las flores, las reinas indiscutibles eran la azucena (Lilium candidum), la rosas salvajes o caninas como la Rosa gallica y la nigella (Nigella damascena). Son flores simbólicas: la azucena representaba la pureza de la Virgen; la rosa, la sangre de Cristo, y la nigella, la flor de Siria introducida por los cruzados.

Para cultivar nuestro rincón medieval en el jardín, escogeremos azucenas y nigellas. Las primeras necesitan sol y suelo calcáreo. Para que su floración resulte espectacular es conveniente plantarlas de cinco en cinco con una distancia entre ellas de 30 centímetros.

La nigella, como flor anual, se siembra directamente en la tierra para que su floración dure todo el verano. Cada semilla requiere un cuadrado de 20 cms de lado. Además, se pueden recoger las semillas para cultivarlas el próximo año. A estas flores, en los jardines medievales se les añadían especies salvajes como capuchinas o el iris –escogido por los reyes franceses en su escudo de armas–, peonias y sobre todo las digitales, que se introducían desde los campos vecinos con la facultad de autosembrarse.