Amaia Ereñaga
una mirada moderna

Berenice Abott, la pionera resuelta

«Una de las fotógrafas más independientes, resueltas y respetadas del siglo XX». El International Photography Hall of Fame and Museum de San Louis (EEUU), el centro donde se pone en valor a la fotografía y que ella ayudó a abrir, define así a Berenice Abbott (1898-1991), la mujer que documentó el paso de Nueva York a la modernidad y fue una pionera en la fotografía científica. Ella y su pareja durante casi treinta años, la crítica de arte Elizabeth McCausland, son dos personajes fascinantes, silenciados por la historia oficial pero que salen a la luz en muestras como la que alberga Kutxa Kultur Artea.

En el número 50 de Commerce Street, en Greenwich Village, el barrio bohemio de Nueva York, vivieron y trabajaron durante tres décadas la fotógrafa Berenice Abbott (1891-1991) y la crítica de arte Elizabeth McCausland (1899-1965). Entre 1935 a 1965, la pareja ocupó dos lofts del cuarto piso. No se aprecia placa conmemorativa alguna en la fotografía de la fachada del edificio incluida en la ruta turístico-reivindicativa preparada por el NYC LGBT Historic Sites Project, una iniciativa con la que se busca documentar los enclaves asociados a la historia del colectivo LGBT para «hacer visible una historia invisible», como reza su eslogan. No hay una placa, evidentemente, aunque, quien conozca la trayectoria de ambas, no dudaría ni por un momento que la merecieran. Tampoco referencias a su vida privada en sus biografías, excepto un «nunca se casó y no dejó familia inmediata después de su muerte» en el caso de Abbott, o un sucinto «vivió con Berenice Abbott hasta su muerte» en el caso de McCausland.

Invierno de 1918, en medio de una de una de las ventiscas típicas de la Gran Manzana. Llega a Greenwich Village una joven de Springfield (Ohio) llamada Bernice Abbott. Años después, en París, transformaría su nombre por más bonito y afrancesado Berenice. Iba para periodista pero, como no le convencía el sistema universitario, con 20 dólares que le prestó una amiga se fue en tren a Nueva York. Era una chica decidida. Años más tarde, ella misma atribuyó su carácter autosuficiente, su determinación e independencia a una infancia solitaria e infeliz.

 

Berenice se va a París. Iba a dedicarse a la escultura y trabajaría de camarera o lo que fuese necesario. Pero aquello tampoco terminaba de funcionar y decidió cargar de nuevo el petate y, en 1921, se marchó a París, con la idea de un empujón a su carrera de escultora. Por el camino, se le cruzó la fotografía, una pasión que no le abandonaría nunca. Un año después llegó también a la capital francesa quien se convertiría en el fotógrafo artístico por antonomasia, el maestro de la experimentación heliográfica llamado Man Ray (Emmanuel Radnitzky, 1890-1976), al que Abbott había conocido en Nueva York. Man Ray abrió un estudio de retratos para ganarse la vida porque, aunque fuese la cuna de la fotografía, en París había muy pocos fotógrafos en activo. Y necesitaba un asistente para el cuarto oscuro; es decir, para el trabajo mecánico, pero no quería a un especialista que lo «enredara» todo. «¿Qué tal yo?», preguntó Abbott. Necesitaba el dinero y no sabía nada de fotografía.

Hasta que, eficiente como la que más, Berenice Abbott fue aprendiendo las técnicas e incluso comenzó a hacer retratos de sus amigos en sus ratos libres, a sugerencia del propio Man Ray. Su instinto artístico era natural: «Mi idea no era convertirme en fotógrafo, pero las fotos que iba haciendo la mayoría eran buenas y decidí que quizás podría cobrar algo por mi trabajo». En 1925, abrió su propio estudio de retratos en su casa, en la 44 rue de Bac. Con Man Ray tuvo sus más y sus menos, pero siempre habló bien de él: «Cambió mi vida. Ha sido la única persona para la que ha trabajado y, mientras lo hice, estuve muy agradecida de tener un trabajo y la oportunidad de aprender».

Durante los casi diez años que vivió en París se dedicó a los retratos y posó para su cámara toda la diáspora intelectual afincada en París en los años veinte. Aunque a quien más le marcó solo pudo hacerle unas pocas fotografías: era Eugène Atget, un modesto fotógrafo parisino que, con su vieja cámara de cajón, retrataba el París más oscuro, el que nadie quería ver. Ojo avizor, buscaba más allá de la superficie. Considerado actualmente como el primer fotógrafo genuinamente moderno del siglo XX, Atget posiblemente hubiera caído en el olvido si Berenice Abbott no se hubiera empeñado en comprar los 1.500 negativos de placas de vidrio y 8.000 copias originales que dejó al morir.

Todo, a lo grande. Si Atget había fotografiado el viejo París, pensó Berenice, alguien tenía que hacer lo mismo con la vieja Nueva York, una ciudad en plena transformación a la modernidad. Si en la actualidad, el imaginario está dominado por la tecnología, en los años treinta lo estaba por la máquina. Y la cámara de fotos también era una máquina. En 1929, Berenice Abbott regresó a la ciudad de los rascacielos, en contra de la opinión de sus amigos, quienes no se equivocaban porque la economía iba mal; peor que mal. En aquellos inicios de la Gran Depresión, mientras que comenzaba por su cuenta con su monumental proyecto de retratar a aquella ciudad en su transformación hacia la metrópolis que es en la actualidad, tuvo que cerrar la galería que abrió al llegar y buscar financiación para su proyecto, algo nada sencillo en aquella época de apreturas. En 1935, mientras esperaba que le contestara la FAP, una división de la Administración que apoyaba financieramente a proyectos de arte, emprendió en verano un viaje por carretera para fotografiar la América rural –las fotografías se publicaron poco después en “The New York Times Magazine”– acompañada por Elizabeth McCausland, una destacada crítica de arte, profesora, historiadora y escritora izquierdista, comprometida en la justicia social y autora de numerosos libros y artículos sobre el mundo del arte. Fueron pareja hasta su muerte, en mayo de 1965.

Las cosas iban encarriladas en todos los sentidos, porque en setiembre de aquel 1935 Berenice Abbott recibió los fondos –145 dólares al mes, total libertad artística y un Ford Roadster de 1930– que necesitaba para su proyecto, al que bautizó “Changing New York” y que terminaría diez años más tarde con la publicación de un libro, con textos de su pareja, que se ha convertido en icónico, con sus imágenes de los rascacielos como esculturas y sus retratos de un tiempo que no volverá. Su documentación de la ciudad en crecimiento y cambiante, pero en última instancia atemporal, ha sido uno de sus logros más conocidos. Siguió fotografiando la ciudad hasta 1956. En el interín, en 1941 publicó otro libro, un clásico de la fotografía, titulado “A Guide to Better Photography”.

Prolífica artista que abarcó muchos géneros (fotografía de calle, retratos, imágenes documentales y científicas), esta mujer parece que necesitaba embarcarse en grandes proyectos. La última parte de su vida la dedicó a la fotografía científica: «Vivimos en un mundo hecho por la ciencia –declaró–. Pero nosotros, millones de laicos, no entendemos ni apreciamos el conocimiento que controla la vida cotidiana. Para conseguir que la ciencia tenga un amplio apoyo popular, es necesario que haya un intérprete amigable entre la ciencia y el profano. Creo que la fotografía puede ser ese portavoz, mejor que cualquier otra forma de expresión».

Fue una pionera. Primero por su cuenta, y luego en sus trabajos para el libro de texto “American High School Biology” o contratada por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) documentando investigaciones en el laboratorio de física que sirvieran después para dar clase, estableció un nuevo estándar en la fotografía científica que se mantiene hoy en día. Ella no solo desarrolló nuevas técnicas, sino que también inventó y patentó equipos y artilugios, aprehendiendo la magia de los experimentos físicos, las matemáticas y la química en fotografías en blanco y negro muy minimalistas, con un aire a lo Man Ray.

Tras la muerte de Elizabeth, Berenice Abbott se instaló en Maine, donde vivió hasta su muerte, en 1991. En los últimos años, cómo no, esta incansable mujer documentó también la vida de la zona donde vivía. Sus fondos los gestiona Commerce Graphics, constituida en 1985 y que toma el nombre de la calle donde vivió la pareja, cuya sede está en el Upper East Side de Nueva York, donde se organizan exposiciones y todo lo relacionado con la gestión de la obra dejada por Berenice Abbott.

“Topografías” se puede ver en Kutxa Kultur Artegunea, en el edificio de Tabakalera (Donostia) hasta el 25 de marzo. Entre las actividades previstas, visita guiada con la fotógrafa Begoña Zubero el 8 de marzo.