Xabier Bañuelos

La isla de las cascadas heladas

Islandia, vestida de claridad en verano, cambia completamente su fisonomía en invierno. Los paisajes se vuelven blancos por una nieve que suaviza sus perfiles y redondea sus aristas. El agua se retrae y se congela, los glaciares diversifican su azul y el día se torna en una tenue irradiación de luz, tímida y velada, sobre la que amanecer y atardecer fluyen sin discontinuidad. Y la noche, que todo lo puede, se adorna con el titilar de las estrellas y el verde de la aurora boreal.

Decir de Islandia que me gusta es poco. Decir que sus paisajes me tienen encandilado desde la primera vez que la pisé, se acerca un poco más a la realidad de lo que siento por esta isla del septentrión. No es casualidad que hubiera viajado entre sus volcanes, ríos y mares en ocho ocasiones, recorriendo costa y corazón en un intento por desvelar todos sus secretos a mi alcance. Confieso que ha sido un fracaso, un fracaso magnífico y esperanzador, porque cada una de las visitas me ha revelado un nuevo paisaje, un nuevo rincón, una nueva sonrisa, y por ello, espero seguir fracasando cuantas veces regrese.

Todas las veces que puse pies y sentidos sobre esta tierra de lavas y glaciares fue en verano, el mejor momento, aseguran –y yo mismo lo decía–, para conocerla. Quizás sea cierto, al menos para un bautismo insular, pero ahora no estoy tan seguro de que pueda aseverarse como si fuera un axioma. Los días interminables del estío y un clima más benévolo nos invitan a perdernos sin límite de tiempo capturando iridiscencias en sus rocas y arcoiris en sus cascadas, a llegar a lugares imposibles en otras épocas del año y a vagar entre pozas ardientes y solfataras sin más preocupación que la impredecible lluvia y el inevitable viento. Pero tras caer de nuevo en la tentación islandesa y volver por novena vez, ahora en el mes postrero, creo cuando menos poder decir que hay al menos dos islandias y que ambas son igual de excitantes.

Luz del norte. Era contumaz mi curiosidad. Los países del norte son recurrentes en invierno por el enorme e inapelable atractivo de las auroras boreales. No es para menos. La danza estelar de las luces es una de las visiones má espectaculares y conmovedoras que un ser humano puede gozar. Islandia está justo al sur del Círculo Polar Ártico, que corta el islote de Grimsey, pero cae de lleno bajo el óvalo auroral, por lo que es uno de los mejores lugares para detenerse, respirar y mirar hacia lo alto en éxtasis. En sus frías y largas noches nevadas, cuando las nubes han desaparecido y el sol se pone juguetón lanzando compulsivamente sus radiaciones al espacio, el color verde inunda el cielo.

Es una suerte de ballet etéreo de movimientos serpenteantes, impredecibles, una lluvia horizontal que nunca llega a tocar el suelo, el tai chi irreverente de los númenes del Valhala, el polvo de estrellas que Lete y Laboa convirtieron en poesía y canción. Pocas cosas hay comparables a la incandescencia mágica y suave de una aurora boreal, capaz de poblar de sueños nuestros rincones más profundos.

Pero la luz del norte en invierno es mucho más, sobre todo si nos encontramos rodeados de mar. Cuando el año llega a su fin, el sol es el rey del sur, no del este ni del oeste, solo del sur. Más allá de los inabarcables arenales de ceniza negra de Skogasandur y Skeithararsandur, más allá de las olas encabritadas que asaltan Dirholaey y Kirkjufjara, más allá de los copos que maquillan de blanco las columnas basálticas de Reynisfjara y la cueva de Halsanefshellir, sobre un océano que desata miedos y ansias, el Astro Rey dibuja un puente que apenas supera el horizonte.

Como un cirio de resplandor tenue, nos ayuda a imaginar el día que será en el transcurso de las estaciones, pero envolviendo el ambiente con una sucesión de ocres y azules que transitan del amanecer al atardecer sin solución de continuidad. Inmerso en esta luz, la intimidad de Jokulsarlon tiñe de suave rodocrosita los perfiles de Breithamerkur, y sus icebergs juegan a disfrazarse de aguamarinas y ópalos, calcedonias y zafiros, topacios y turquesas. Junto a la línea de costa, regada de bloques diamantinos, los rayos penetran entre sus transparencias heladas para estallar dorados en la piel oscura de su playa.

En Reykjiavik, la superficie congelada de Tjorning se transforma en hielo ardiente prendido por las chispas de un ocaso eterno. Bajo las siempre broncíneas miradas de Ingolfur Arnarson y Leif Erikson, el nuevo Harpa Concert Hall decora con tornasoles y reflejos el puerto; mientras, no muy lejos, Solfar, el Viajero del Sol, el barco vikingo del escultor J.G. Arnason, orienta su quilla plateada cargada de afanes y anhelos hacia el norte, siempre hacia el norte.

Las paredes heladas. Caminamos en busca del frente del glaciar Solheima. El viento arrecia levantando cristales de nieve que resbalan y crean remolinos en la superficie de la laguna helada. Una losa gruesa de hielo nos deja entrever, más bien adivinar, la masa de agua líquida que se hunde amenazante bajo nuestros crampones. La capa no se va a romper, es dura y resistente en esta época del año, pero un temor casi atávico proyecta su sombra a nuestro alrededor. Atrapados sin remisión durante los próximos meses, los icebergs permanecen quietos como mujeres de Lot sorprendidas en falta. Su visión resulta desasosegante. Llegamos a la pared de la lengua y nos subimos a ella.

El agua, el agua en cualquiera de sus tres estados es la primera seña de identidad de la geografía islandesa. Glaciares y lagos cubren un 15% del territorio, veteado el resto por innumerables ríos que corretean entre la tundra y los desiertos. Islandia significa “Tierra del Hielo”, y es en invierno cuando hace realmente honor a su nombre. Los glaciares están en el cénit de su poder. Kviarjokull se descuelga desde el Vatnajokull con su índigo caminar hacia albores intermitentes; a su lado Fjallsjokull nos muestra sus punzantes escamas abruptamente detenidas por la plataforma compacta de sus lagunas. Más al oeste, las lenguas sibilinas de Svinafells y Skaftafells nos confunden entre tactos cerúleos y rojos de seda, recordándonos con su silencio el sonido pétreo de Svartifoss, cuyos tubos hexagonales mitigan el eco de su cascada filtrándolo entre témpanos gigantes.

Porque los ríos en Islandia se precipitan en cascadas, cascadas de belleza tan disímil como salvaje, tan descarada como irreprochable. En invierno adquieren otra dimensión. Oxararfoss se convierte en una cortina inmóvil e irreductible; Skogafoss, la gran cabellera, lucha con el hielo para salir airosa luciendo carámbanos y alabeos de siete colores; Seljalandfoss nos cierra paso a contemplarla por detrás, pero de sus paredes cuelga un tapiz congelado que nos lleva hasta la grieta de Gljufrabiu, la cascada escondida; Hraunfossar y Barnafoss, dueto caprichoso de heridas en la tierra, exudan sangre albina que se coagula por el frío; y por encima de todas Gulfoss, cuyo excéntrico salto parece ahora la puerta vertiginosa a una Tule que se esconde más allá de la corteza terrestre.

La segunda seña de identidad es el calor de sus entrañas, de una tierra que crepita entre volcanes desde la península de Snaefellsness hasta el Eyjafjallajokull. Y de nuevo el agua está presente, en cada explosión del geiser Strokkur desafiando a las temperaturas que cubren de hielo las briznas de hierba, en los vapores incesantes de Gunnuhver y en los barros hirvientes de Krysuvik-Seltun ahuyentando a los fantasmas del solsticio de diciembre.

Pero, sobre todo, en las fuentes termales. Sean naturales en mitad de la nada, en una piscina pública o en la bañera de una casita de madera, sus aguas nos permiten templar nuestros cuerpos desnudos a la intemperie en las noches estrelladas, cuando el aire nos envuelve bajo cero a cobijo del manto de una vía láctea surcada por la aurora boreal. Se dice que no hay dos sin tres. En este caso, espero que no haya nueve sin diez, en invierno… o en cualquier otra época del año.