Amaia Ereñaga - Gari Garaialde
inmigrantes en tránsito en euskal herria

Irun: el paso del norte de la frontera sur

El bloqueo de los puertos y las fronteras italianas decretado por el ministro de Interior ultraderechista Matteo Salvini, unido al cierre de las rutas libia y turca por los acuerdos con la Unión Europea han obligado a los flujos migratorios a adaptarse. Desde el verano pasado, las costas del Mediterráneo español, en la llamada Frontera Sur de Europa, se han convertido en una de las principales puertas de entrada para la inmigración subsahariana. Y Euskal Herria, con Irun como «zona caliente», está geolocalizada en pleno mapa del tránsito hacia el norte, en una ruta marcada por la solidaridad.

Puente de Santiago, un sábado cualquiera de enero. Tres jóvenes subsaharianos, con pequeñas mochilas como único equipaje, se disponen a pasar a pie el paso de Irun a Hendaia, atravesando una frontera que, se supone, no existe más que a efectos administrativos. Pero la muga sí que existe, eso lo sabemos bien los vascos. Si han acertado con el cambio de turno de los gendarmes, podrán llegar hasta alguna parada de autobús o de tren de Hendaia y, si allí de nuevo sortean las redadas, se dirigirán hacia Baiona, desde donde seguirán hacia el norte. Si les pillan, serán expulsados sin papeleos ni plazos que valgan. Y, de nuevo, a Irun y vuelta a empezar. Intentarán pasar la frontera cuantas veces haga falta, «porque todo el mundo termina pasando», explica Ion Aranguren, de Irungo Harrera Sarea, la red de acogida ciudadana surgida espontáneamente el pasado verano y que continúa trabajando a pie de calle con los migrantes.

Aunque la situación ha cambiado a mejor desde el 18 de junio pasado, cuando nos desayunamos con la noticia de que 46 subsaharianos en tránsito procedentes de Almería aparecieron abandonados en la estación de autobuses de Donostia. Aquella sorpresiva llegada –«el Gobierno Vasco nunca fue informado; hoy es el día que seguimos sin tener referencias sobre la magnitud del fenómeno de la migración en tránsito», reprocha Ernesto Sainz, director de Política Familiar y Diversidad, sobre la descoordinación del Estado en esta cuestión– fue la señal de alarma que puso en acción tanto a las instituciones como a los movimientos sociales, aunque, al echar la vista atrás, la visión sobre aquellos días de cada uno difiere. Para Sainz, es necesario «poner en valor» la rapidez de reacción de las instituciones vascas, que el 9 de julio ya convocaron una primera reunión para poner en marcha la ayuda humanitaria, una reunión en la que, por cierto, afirma que el Ayuntamiento de Irun «se preguntó ¿‘qué hacían allí, si ellos no tenían ningún problema?’».

Y sí que lo tenían: Irun saltaba a los informativos por las imágenes del gaztetxe Lakaxita, donde la red ciudadana daba techo y comida a los migrantes, mientras se iban abriendo unos recursos «de la noche a la mañana», explica Sergio Colchón, delegado de Bienestar Social del Consistorio de Irun. Colchón atempera ánimos al admitir que «hemos ido haciendo ensayo-error, aprendiendo y viendo cómo la situación va cambiando cada día y cada hora. Ha sido muy complejo y muy duro. En paralelo se creó una red ciudadana que sí quiero poner en valor y están haciendo un trabajo muy positivo, porque los movimientos sociales llegan a donde no podemos llegar las administraciones y la Cruz Roja por nuestros límites burocráticos y legales, que no nos queda otra que acatar». Con los dispositivos en marcha actualmente –dos albergues centrales situados en Bilbo e Irun, más otros recursos–, de momento la situación parece controlada, según Ernesto Sainz: «Colapso de los centros como tal no ha habido nunca. No quita que no haya que pensar en otras posibilidades, porque si vamos a seguir sin tener información de lo que viene… El 2019 tenemos el problema añadido de que en la segunda quincena de agosto se celebra la cumbre del G7 en Biarritz y eso nos asusta un poco, porque p

uede suponer un cierre de fronteras». Preguntamos a Ion Aranguren, de Irungo Harrera Sarea: «Ahora (en Martindozena) hay un mínimo decente, aunque siempre hay alguien que se queda fuera».

En cuanto al paso de la frontera, en ese extremo todo el mundo se pone de acuerdo, hasta los gendarmes. Al igual que otros muchos compatriotas suyos que se suben a transportes varios, como autobuses de línea o vehículos que hacen el paso de la frontera previo pago, con toda la casuística que esto conlleva –engaños sangrantes incluidos–, los tres que veíamos en el puente también van en dirección al norte de Europa. Supervivientes de infrahumanos recorridos a través del desierto del Sáhara, a traficantes y explotadores en Libia, y a peligrosos viajes en patera, estas personas se encuentran embarcadas en el tramo final de su migración; que, aunque no es la parte más peligrosa, no por ello deja de ser complicada por la distancia y el control policial francés. Son, la mayoría, jóvenes –entre 14 y 30 años–, varones y de países francófonos como Mali, Guinea-Conakri, Guinea-Bisáu o Costa de Marfil, aunque ha ido en aumento el número de mujeres embarazadas o acompañadas por niños. El destino suele ser el Estado francés, principalmente por motivos idiomáticos, aunque también tienen que ver otros factores, como lazos familiares o de comunidad, o la lentitud del proceso de asilo en el Estado español.

 

 

 


Los «gautxoris» salen al rescate. Irun: 62.877 habitantes, según datos de Eustat. La segunda ciudad de Gipuzkoa, marcada por la frontera y el recorrido de las vías del tren. Cercanías de la estación de Renfe, un día de labor navideño, sobre las 22:00 horas. Falta poco para que llegue el primer autobús de la noche, procedente de Oviedo. No es difícil identificar a una docena de inmigrantes en tránsito, todos con expresión de alerta, todos africanos subsaharianos. Muy jóvenes, solo una chica. En medio de la agitación de la llegada, el grupo se dispersa: dos se alejan, se supone que a la espera de la llegada de su contacto, otros siguen a un hombre y la mayoría acepta la ayuda de los bénévoles (voluntarios, en francés), que es como se les presentan los gautxoris de Irungo Harrera Sarea.

Todos los días, desde el 11 de noviembre, a los migrantes que llegan en los transportes nocturnos se les facilita ayuda para dormir bajo cubierto y apoyo. Aunque son unos diez en su grupo de whatsapp, los fijos son cinco, los que no fallan. Como Josune Mendigutxia quien, ataviada con un chándal gris de los que se facilita en Andalucía a los inmigrantes y que ella ha “customizado”, recuerda cómo en agosto tuvo que salir de urgencia «dos veces en pijama a la calle» a recoger a un grupo a la estación o sus encontronazos con la “mafia”, como llaman a los que se dedican al paso de la frontera. «Te queda la incertidumbre de que si pagan y les llevan a Baiona, bien; pero a muchos les dejan tirados en Hendaia –explica Raúl Martinez, quien acude con su hijo y su furgoneta casi todas las noches–. Y cuando ves mujeres, incluso menores, te preguntas en qué manos pueden acabar». Este día hay un par de ellos en la estación, aunque a finales de enero ya prácticamente han desaparecido, posiblemente porque los viajeros llegan con los contactos para el paso ya atados. El flujo varía: se contabilizó una docena el día en el que estuvimos, una veintena el día siguiente y 44 un sábado hace dos semanas.

Aunque parece que no las tienen todas consigo, los que se han decidido suben a la furgoneta para dormir en el albergue Martindozenea, un dispositivo de propiedad municipal con capacidad para sesenta personas puesto en marcha en octubre pasado por la Mesa Interinstitucional de Coordinación para la Acogida Urgente a Personas Migrantes y que es gestionado por voluntarios y técnicos de Cruz Roja. En la actualidad, porque la cobertura se ha ido ampliado por las necesidades, ahora pueden dormir hasta cinco noches, descansar durante el día y se les facilita información, comida y ayuda. El viaje a Martindozenea es corto en furgoneta pero largo a pie; cerca de un kilómetro y medio. «¿Cómo llegan aquí si no les traéis vosotros?», pregunto. «No llegan, se pierden en la ciudad», contesta Raúl. «Ahora está abierto las 24 horas, pero cuando cerraban a las 20.00 y llegaban a las 20:10, les decían que estaba cerrado. Nos los hemos encontrado dando vueltas sin saber a dónde ir». Los que transporta se muestran desconfiados ante lo que, de noche, parece una cárcel, impresión que aumenta porque quien les recibe es un guardia de seguridad. «Por lo menos, podría bajar alguien y lanzarles una sonrisa», apostilla Raúl. Hay “queme” con este tipo de situaciones, admite. De vuelta, a la espera del autobús de medianoche, encontramos a un grupo que sigue a un hombre, un “pasante”, africano también. Ya no se producen las entregas en caliente que ETB denunció en setiembre, cuando furgonetas de la Gendarmería dejaban a los migrantes junto Ficoba, pero, aún así, a quien le pillan le expulsan, contraviniendo todos los acuerdos de libre tránsito.

Mientras esperamos al siguiente autobús otro gautxori, Jokin Uranga, relata que hace dos años fue cocinero en el Golfo Azzurro, un barco de la ONG Proactiva Open Arms con base en Malta. Rescataron a 230 personas a la deriva en tres pateras en aguas internacionales. «Hay distintos tipos de pateras y se paga también dependiendo del sitio en el que vayan –explica–. Suelen ser unos 600 o 700 euros, aunque cogimos a un grupo importante de pakistaníes, unos 70, a los que les habían cobrado 3.000 euros y venían de Pakistán a Libia y, de allí, a la patera. El peor sitio es abajo del todo, porque entra agua y se mezcla con gasolina del fueraborda y muchos terminan quemados». Una embarcación como en la que viajó K., el senegalés al que el grupo acompaña al autobús que le llevará hacia el sur y que hace el viaje en el sentido contrario al resto de los viajeros de esta ruta. No le gusta contar su historia, duele demasiado. Fueron dos años de viaje, con llegada a Libia atravesando el desierto y, tras pasar un infierno, subirse a una patera, ser rescatado y llegar a Italia, subir de nuevo hasta territorio francés... y, después, la decepción. Ahora emprende viaje hacia el mar de plástico almeriense, un destino que tampoco es idílico, pero al menos hace calor. K. es despedido por los gautxoris como si fuera alguien de la familia. Días después Raúl recibe el aviso: «K. dice que ha llegado a su destino y que está con su hermano».

Picos de llegadas en agosto y octubre. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2018 se superaron los récords de llegadas en patera a las costas españolas: 57.250 personas (datos hasta el 26 de diciembre) recalaron el pasado año en las costas mediterráneas, sobre todo andaluzas. Si los barcos de rescate de organizaciones humanitarias tienen los puertos cerrados, la marroquí se convierte de facto en la vía más segura, aunque esa seguridad nunca es completa: el año pasado se registraron 769 muertes o desapariciones (tres veces más que en 2017, 223) en aguas del mar de Alborán, también según la OIM.

Una vez que arriban a puerto, a los migrantes se les concede un permiso de estancia de 45 días en territorio español y recuperan fuerzas en los CAED (Centros de Acogida, Estancia y Derivación), donde pueden permanecer hasta quince días. Luego deben optar por seguir su viaje hacia el norte de Europa, por Catalunya o Euskal Herria, o pedir asilo o residencia. «La mayoría continúa el viaje. Esta es una migración económica, con muy bajo volumen de petición de asilo [se barajan cifras de un 3%, pero todos los consultados apuntan que la cifra es menor]. Sí ha habido derivaciones a programas de atención humanitaria, generalmente de colectivos más vulnerables como mujeres embarazadas, de familias completas y también de personas con dificultades sanitarias. Pero la inmensa mayoría ha continuado viaje porque tienen amigos o familiares que ya han hecho un proceso de integración», explica Nahia Díaz de Corcuera Martínez de Cripán, responsable autonómica del programa de asilo, refugiados e inmigrantes de Cruz Roja.

Hasta el momento, entre el 18 de junio de 2018 y el 14 de enero pasado, según cifras de la Cruz Roja, por Euskal Herria han pasado 6.124 migrantes en tránsito. Los meses en los que se contabilizaron los picos más altos en llegadas fueron agosto (1.317 personas) y octubre (1.238), y la mayoría pasan poco tiempo en las dotaciones, dos o tres noches, y luego se van. «La relación que tenemos con ellos es muy débil, porque llegan prácticamente con el contacto hecho. Simplemente lo que necesitan es tomar un nuevo descanso después del viaje desde el sur a aquí, porque son doce horas en autobús, y hay muchos que ni siquiera pernoctan una sola noche. Casi antes que comer o tomarse una ducha se conectan al wifi y, en cuanto contactan con la red de apoyo, deciden qué hacer. No son los primeros ni mucho menos que han hecho el viaje, hay una larga trayectoria histórica y yo creo que llegan con toda la información. Hoy en día mantener una comunicación entre diferentes países es muy sencillo a través de las redes sociales», relata Nahia Díaz de Corcuera. Es difícil calcular una media de flujo migratorio diario, aunque se prevé que en primavera se reactivará. «Creemos que en el 2019 no va a mejorar la situación del 2018», sentencia.

En la plaza de San Juan. Ante el Ayuntamiento, un par de mesas sirven como centro de información improvisado. A pocos metros se encuentra el ropero habilitado por Irungo Harrera Sarea, donde se les ofrece buena ropa de abrigo y menos identificativa, cara a la Gendarmería, que la que traen al llegar. La concentración de los pensionistas se solapa con la charla de Ion Aranguren a un grupo de diez jóvenes que ha dormido en Martindozenea. Lo primero, situarles en el mapa y explicarles que «en Europa, las mujeres y los hombres somos iguales. Debéis saber que si le pegáis o hacéis daño a una mujer os mandan de vuelta a vuestro país».

Dos adolescentes, que están haciéndose selfies, se acercan. Tienen 14 y 15 años; viajan acompañados por otros dos compañeros que afirman tener 16 y 17, aunque parecen mayores. Uno de estos últimos perdió a su hermano, ahogado en la patera. Son de Guinea-Bisáu y Mali. «Salí hace un mes de casa y volé en avión a Rabat y luego vine por mar. Fue muy duro, tuvimos que remar con las manos durante día y medio», relata el que tiene 15 años. «Voy a París, donde mi tío trabaja en el aeropuerto. ¿Que qué quiero hacer? Estudiar y jugar al fútbol, porque quiero ser futbolista». Ha llorado cuando ha hablado por teléfono con su padre, porque «ayer nos robaron cien euros a cada uno, 400 se llevó en total». El viaje en autobús de línea cuesta unos 6 euros. El “pasante” les dejó en la estación de la SNCF de Hendaia, donde hay una dotación policial y es tal su confusión que no saben hasta este preciso momento que sí, que han pisado el Estado francés. Pocas horas después, los cuatro chavales vuelven a intentar pasar la frontera, pero solo lo consiguen dos de ellos; alguien ha avisado a la Policía en Hendaia –también hacen redadas por el color de piel– y les han localizado en el apeadero. Por fin, llega la fotografía de los cuatro en el albergue de Baiona. Les falta todavía subir hacia París, algo tampoco sencillo.

«Cada uno de estos chavales se deja en el viaje entre 4.000 y 6.000 euros –explica Aranguren–. Nosotros, por 800 vamos y venimos. Entre ellos están los ‘ricos’ y los ‘pobres’, porque cada vez se ve más a los que llegan en avión a Marruecos y en un mes están aquí, y luego están los demás, que viajan con los ahorros de toda la vida de sus familias y en Marruecos trabajan seis meses o un año a cambio de nada, del viaje. Tenemos casos sangrantes, como un chaval cuya madre le mandó 300 euros con un préstamo. ¡Para una mujer con un huerto en Guinea-Conakri, una deuda para toda la vida! Estos chavales podrían viajar legalmente, pero no les dan visado y están obligados a hacer viajes peligrosos. Además, en Marruecos está montado un buen negocio: no sé qué ayudas se les han ofrecido [la Unión Europea ha aprobado 140 millones para que ‘controle’ la migración] pero, si haces cuentas, por los 3.000-4.000 euros que cuesta pasar el Mediterráneo, multiplicas los que han pasado este año y te salen 180 millones de euros».

Mapa de la acogida en Euskal Herria

La estructura creada para la acogida de migrantes en tránsito ha ido adaptándose en base a las necesidades. El mapa de los dispositivos a día de hoy sería el siguiente, con importantes diferencias entre Euskal Herria norte y sur debidas, principalmente, a la implicación institucional:

Dos dispositivos principales puestos en marcha por las instituciones de Gipuzkoa, Bizkaia y Araba (Gobierno de Gasteiz, diputaciones y ayuntamientos), que son el centro Montaño (Bilbo), con capacidad de 88 plazas y donde pueden pasar un máximo de cinco noches. Y centro Martindozenea (Irun), 60 plazas y también un máximo de cinco noches. Ambos gestionados por la Cruz Roja. «Ofrecemos el mismo servicio en toda la comunidad autónoma, con algunos matices –explica Nahia Díaz de Corcuera, responsable de Cruz Roja–. Tenemos un servicio de acogida, con una entrevista inicial en la que recogemos sus datos personales, y luego se hace una pequeña observación por si necesitase atención sanitaria urgente o alguna cura. También se les ofrece orientación social y jurídica y la información básica que requieran. De ahí en adelante, lo que ellos nos demanden. Les dejamos en el espacio de acogida con sus conexiones wifi, los cargadores móviles y luego desayuno, comida y cena, y la pernocta».

Además, hay también dos centros en Gasteiz (Pío Baroja, 35 plazas) y Donostia (Pescadores Gran Sol, 30 plazas), que se utilizan como apoyo de Montaño y Martindozenea, en caso de que estos necesiten más plazas. A su vez, el Gobierno de Gasteiz dispone de otros dos centros propios de larga estancia, uno en Oñati (para personas solicitantes de protección internacional) y otro en Berriz. Este último está centrado en los casos de inmigrantes en tránsito en situación de vulnerabilidad, como mujeres con niños o personas con alguna enfermedad que no estén en condiciones de seguir su viaje. Las estancias son para un máximo de 20 días, con capacidad para 30 personas. A mediados de enero solo había dos personas en tránsito. Y, a su vez, están los centros para menores no acompañados, como Uba, en Donostia, aunque la casuística es otra.

En Ipar Euskal Herria, el albergue de urgencia para personas en tránsito está situado en la orilla derecha del Aturri, en los antiguos locales del centro de ayuda social cedidos por el Ayuntamiento de la capital, por decisión de su alcalde, Jean-René Etchegaray. Con capacidad para cien personas, está gestionado por los movimientos sociales. La situación es aquí diametralmente opuesta, ante el reciente anuncio del prefecto de Pirineos Atlánticos y del subprefecto de Baiona de que el Estado no financiará estos dispositivos.