IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Poner un ojo en la pareja

La vivencia de tener a alguien al lado que pueda compartir con nosotros, con nosotras, lo que vivimos y lo haga de una forma íntima, para muchas personas es una experiencia central, y desafiante. En momentos como los que vivimos, tener una pareja cerca puede ser una compañía maravillosa o una fuente de conflictos que se enconan. Y es que, por la naturaleza misma de este tipo de relación, la intimidad y cercanía emocional hacen que a veces “lo tuyo” y “lo mío” se mezclen en una sensación de arrope mutuo o de invasión mutua. Todas las parejas atraviesan diferentes fases desde que se forman y, del mismo modo que el cuerpo va cambiando con el paso del tiempo, también lo hacen la mente y las relaciones.

A medida que avanzamos por la vida, nuestras necesidades van variando, aunque se mantengan ciertos mimbres y, por tanto, las asociaciones que hicimos en un inicio, son desafiadas a la luz de los nuevos momentos. Crecer, en cierto modo, es siempre un desafío a lo anterior y un espacio en blanco o un cierto vacío, son antesalas indispensables del cambio, de la adaptación. Y es precisamente en esos momentos de tránsito cuando las parejas encuentran mayor agitación, mayor desubicación. En momentos iniciales, ambos miembros de la pareja tienden a una especie de fusión, una sensación de que el otro conoce íntimamente mis necesidades y su grado de satisfacción sin tener que expresarlas y sabe lo que hacer para cubrirlas. Los modos de pensar, los sentimientos y las actitudes son entonces sintónicas, al punto que, sin darse cuenta, se adoptan roles con respecto al otro que nadie ha pactado abiertamente.

Entonces hay alguien que se encarga de tomar la iniciativa sobre temas emocionales, otro que se ocupa del tiempo libre; uno que lleva la voz cantante en algún aspecto de la vida en común y otro que se deja llevar. Estos roles normalmente no nacen en la pareja, sino que, probablemente, cada miembro tenga una tendencia anterior a uno u otro; y, después de un tiempo juntos, como si se tratara de un baile sin palabras, ambos miembros de la pareja saben qué va a hacer el otro a continuación y también él o ella.

A medida que pasa el tiempo, estos roles pueden o bien flexibilizarse y adaptarse a las nuevas realidades de la pareja y de los individuos, o bien rigidificarse. Cuando las personas tenemos necesidades no satisfechas que implican a otros, normalmente lo vamos notando poco a poco, y entonces, tomamos algún tipo de decisión –basada en esos roles– expresando abiertamente, preguntando… O suponiendo y guardando, aguantando.

Si esa necesidad no encuentra su camino, empieza a convertirse en una molestia, un dolor, o incluso una fijación, una insatisfacción que se enquista. Si aún así no sigue siendo posible esclarecer abiertamente lo que sucede, la persona que siente esa necesidad y la desconexión con la pareja, empieza a poner en el otro supuestos que termina viendo como una definición del otro, normalmente en términos de incapacidad, o con un final cerrado de imposibilidad de cambio. Al mismo tiempo, lleva sus sentimientos adentro, donde permanecen activos, demandantes y, en ausencia de la compañía del otro que permita deshacer todo este lío, la persona empieza a tirar de maneras más solitarias de manejarse, pero que a su vez no resuelven la necesidad –simplemente porque incluye inevitablemente al otro–. Al mismo tiempo, el otro miembro de la pareja empieza a notar la distancia y sigue un camino similar. Todo ello está apoyado en varios pilares que aíslan a la pareja.

La instalada falta de esperanza en que una comunicación abiertamente íntima sirva de algo; el temor a que, si conocen de nosotros la verdad, nos abandonen; y las fantasías catastróficas que acompañan a esa posibilidad. La tristeza, el miedo, la rabia y los reproches no dejan de ser productos de lo anterior. No hay fórmulas mágicas, pero sabemos que el mismo mimo que poníamos al “bailar” aquellas primeras veces, sirve para reeditar cualquier baile.