Javi Rivero
Cocinero
GASTROTEKA

Entre olivos y olivares

Mantener el vínculo con la tierra ayuda a promover los lazos con las raíces, la familia... De eso habla el chef de 7K, que cuenta una reciente experiencia de recogida de oliva y sus rituales. Entre ellos, esos desayunos, hamaiketakos y comidas que permiten afrontar la jornada con energía y alegría.

Amigos, familia, si la vida os tiende una ramita de olivo, cogedla. Tomadla como símbolo de paz. También podéis estrujar las pocas olivas que tenga que, al precio que está el aceite, seguro que os renta. Y es que vengo de visitar la tierra de mi padre, Piedrabuena, pequeña población manchega donde, además de nacer, mantiene la tradición aceitunera familiar. Sí, estas navidades me he tomado un retiro y he hecho terapia recogiendo aceituna.

Para los que no sepáis de dónde sale el aceite de oliva virgen extra, este proviene de la aceituna. La leche de vaca proviene de la vaca y los huevos que nos comemos son de gallina. Hoy no voy a hablaros sobre la elaboración del aceite como muchos estaréis pensando que voy a hacer. Hoy os voy a hablar del ritual y la terapia que supone un día entre olivos y olivares.

Recoger aceituna no solo supone un acto agrícola y recolector en el que se apila la aceituna para después llevarla (en nuestro caso) a la cooperativa a que se transforme en aceite. Este es el objetivo, pero en el transcurso de un día aceitunero ocurren cosas. Ocurren muchas cosas. Algunas de ellas, increíblemente maravillosas.

Os describo un día en la aceituna con la familia. Acordaos de que el objetivo es recoger aceituna y de que hay mil maneras de recogerla. En nuestro caso, seguimos haciéndolo de la manera más tradicional que existe, que es el vareo. Se “peinan” los olivos con varas de madera, largas, para que la aceituna caiga sobre unas mantas de saco enormes. De esta manera, se apila la aceituna en la manta y se va pasando a sacos poco a poco. Bien, existen métodos y tecnología como para no complicarnos tanto la vida, ni sufrir un agotamiento físico semejante, pero perdería la gracia por completo. ¿Sabéis lo rico que sabe un bocado de pan con un torrezno frito del día anterior a media mañana después de haber vareado 25 olivos? No sois conscientes. Bocado de dioses. A ver, que sin varear 25 olivos también está rico, ¡eh!

La magia empieza un poquito antes, temprano por la mañana. Se desayuna fuerte, café y tortas o bizcocho, tortilla y tostadas de pan. Energía para arrancar fuerte a 0 grados centígrados y una visibilidad nula por la niebla. Aun habiendo desayunado de cine, a uno le entran dudas existenciales cuando, a 0 grados y con la tripa llena, toca ponerse a tirar de mantas cargadas de olivas y varear como si no hubiera un mañana. La primera hora es dura y hay que decir que ir a la aceituna es algo más que una simple experiencia. El esfuerzo físico es considerable. Pero amigos, familia, al entrar en calor, todo cambia. Uno encuentra el sentido del vareo. Y ya cuando se asoma el aroma de la brasa en la que se va a preparar la comida, el vareo pasa a ser el sentido de la vida.

Antes de entrar al trapo del manjare, se pasa por el hamaiketako. Viandas varias y alguna que otra fritura del día anterior, chorizos, patateras y torreznos. Y, entrando en materia, me toca hablaros de un menú aceitunero de quitarse la txapela: pisto, tortilla de patata y habichuelas con bacalao. Todo elaborado sobre la brasa que se hace con los tallos de los olivos, apilados y secos de otras visitas al campo. El sabor de un plato elaborado así, en el campo, tras cuatro horas de curro, con el frío como acompañante principal, es de otra dimensión.

EL PISTO DE BOTE

Pero no de cualquier bote. El pisto era de las conservas que mi tía se prepara para guardar en casa ella misma. Brutal. Elaborado solo con tomate pelado y pimiento verde. Nada más. A esto se le suma que, con la sartén sobre la brasa, el pisto carameliza y se va poco a poco pegando al fondo. Esto con pan o para acompañar una tortilla elaborada con los huevos recién cogidos del gallinero, es maravilla pura. Un lujo al alcance solo de los que tengan huerta y gallinas, que cada vez son menos. Podríamos hablar y diferenciar claramente sobre lo que es el lujo y lo que es exclusivo. El lujo se puede alcanzar con dinero, pero no es exclusivo. En cambio, pasar un día en el campo y comer así, lo es totalmente. Ya os digo yo, que más de uno pagaría por un día como este.

Seguido, toca hablar del guiso. Sí, el guiso. Las habichuelas con bacalao de mí tía se merecen un monumento en la punta del Gorbea. Seis ingredientes: alubia blanca, cebolla, ajo, pimiento choricero, bacalao y patata. El recipiente también importa, porque la olla en la que se cocinan se arrima y pega, literal, a la brasa. Por lo tanto, tiene que resistir el fuego directo. Mi tía todavía las hace con uno de los recipientes que utilizaba mi amona manchega Saturnina. Una olla de latón marrón con forma ovalada y estirada que, como os decía, resiste el fuego directo de maravilla. Me atrevería a decir que lo primero que hizo fue hervir las habichuelas con agua para “lavarlas” y seguido fue añadiendo todos los ingredientes para que se guisara todo junto al calor de la brasa. El resultado no tiene precio. Un guiso con una profundidad de sabor que contradice todo lo aprendido por cómo se elabora, pero que hace que uno se replantee el entendimiento culinario tal y como es.

Lo difícil después de semejante homenaje es volver al tajo. El vareo apremia y el par de horas que quedan tras esta comida tornan vitales para optimizar el día y el esfuerzo. Pero ya os digo yo que, no solo por mantener viva una tradición y un oficio como el del aceitunero, merece la pena ir a la aceituna. Todo eso que ocurre alrededor de esta, se llama cultura. Y, aunque os haya hablado sobre la cultura aceitunera y lo especial que es reunirse para un día tan especial como este, pensad que ocurre lo mismo cuando nos juntamos para recoger manzana. Tenemos tan cerca algunas costumbres que parece que carecen de valor por ser de siempre o de cerca. Y esto me ha ocurrido a mí.

Mientras vareaba, pensaba en lo mucho que se parecía este día a uno en el que se recoge manzana, se hace un hamaiketako, nos reunimos alrededor de una mesa y se comparte el esfuerzo para mantener vivo un saber hacer. Qué importante es mantener el vínculo con la tierra y las costumbres con las que completamos este vínculo. El mío, con mi padre, su tierra y mi familia, entre olivos y olivares, es ahora, más fuerte que antes. No dejéis que estas cosas se pierdan…

On egin!