Una imagen que arde

Arder también implica desaparición. La exposición “Ninguna noche en llamas” de Abel Jaramillo (Badajoz, 1993) se presenta en el espacio Lantegi de Alhóndiga Bilbao como cierre de su residencia en el marco de Babestu, el programa de apoyo a la creación. Hablo de desaparición porque seguramente esta sea la última exposición en este espacio. La iniciativa privada de Fundación La Caixa y su aula STEAM van a ocupar el lugar de la experimentación y la investigación en arte. Aprovecho este contexto para denunciar la privatización de los espacios públicos, que la mecha prendida no se apague y que abramos un debate público necesario.
Dicho esto, Jaramillo plasma en el espacio un proceso de investigación que surge en 2023 en la academia de Roma, en torno al fuego. Su práctica se centra en analizar aquellas historias cotidianas que están en los márgenes de los sucesos; la escritura y la imagen en movimiento son sus canales habituales de expresión. Ensayos audiovisuales que dialogan con el pasado, el presente y que especulan sobre un posible futuro, generando relatos que superponen temporalidades y lugares, que se rozan, buscando una posible potencialidad en el cruce de caminos. Al entrar, el amarillo es el color protagonista y, a modo de prólogo, nos reciben unas imagenes de un paisaje, vistas a traves de unos prismaticos. La mirada es de quien está en una observación y escucha atenta y continuada, esperando lo no deseado. Esta segunda parte del trabajo lo realizó en la Fundación Cerezales de León. En la sala, tres monitores muestran una acción mientras un vídeo proyectado en gran formato narra y otra película es proyectada en el suelo junto a una serie de elementos en forja. El hierro que se moldea al rojo vivo y que en un incendio permanece.
A través de diferentes retazos sobre el fuego, Abel plantea una película en tres tramos jugando con dónde se sitúan la mirada y la escucha. Como el propio artista indica, vemos esta película pero podrían ser quince mil más, miles de montaje son posibles. Escuchamos diferentes voces y tonos de voz que nos han permitido entrar y salir de diferentes historias, la música cantada también aparece en escena. El fuego es el elemento común, un mismo fuego que a la vez genera fascinación y miedo. Cuando narramos un hecho, qué imágenes permanecen y cuáles faltan y aquellas que no están cómo nos las imaginamos, qué ficciones creamos a través de la memoria. Aquello que no fue pero que sucede. El origen de este proceso comienza cuando Abel escucha cómo alguien narra la experiencia con el fuego de una señora. «El incendio. A lo que más le temo es al fuego, me dice una mujer. Noches enteras sin dormir me paso pensando en eso».
El fuego, tanto en su forma artística como simbólica, se mantiene como un llamado a no permitir que la mecha se apague, a seguir alimentando el debate y la resistencia. La obra de Abel no solo recuerda, sino que también desafía, cuestionando las historias que perdemos y aquellas que decidimos conservar, con la esperanza de que, en ese proceso, encontremos nuevas formas de entender y habitar el presente.