Periodista / Kazetaria
LITERATURA

Fe ciega

Intentar trasladar al presente, como si de figuras irrompibles se tratasen, realidades o conceptos pertenecientes a tiempos remotos, supone un tremendo error, casi de igual magnitud que rechazar las posibles enseñanzas contenidas en ellos aludiendo a su vetusta fisonomía. Por eso, aunque las páginas de esta obra, fechada originalmente en 1933, se muestren repletas de imágenes aparentemente desfasadas, su fortaleza teórica, al margen de la no menos encomiable calidad literaria, es capaz de retumbar con absoluto pulso contemporáneo.

La llegada de Nanda Grey, una joven alimentada del nada disimulado rastro biográfico de su creadora, a un convento católico, es el comienzo de un periplo que, con paso sigiloso pero determinado, significará la quiebra de todo el andamiaje doctrinal. A modo de educación marcial, las paredes de ese centro se convertirán en lúgubres celdas donde la devoción será entendida como un ejercicio de genuflexión eterno, convirtiendo los retratos de santos y las lecturas sagradas en un constante fustigamiento decidido a silenciar cualquier signo de independencia intelectual y moral.

Asumiendo la importancia que para un texto de esta índole supone aunar forma y fondo, su narración se desliza como si de la reproducción de un secreto de confesión se tratase que, expresado con pulcro y asceta realismo costumbrista, condición compartida por ejemplo con Edith Wharton o Barbara Pym, resquebraja la vocación mística, o por ser más exactos, la representación que de ella hacen dictadoras embozadas en hábitos.

Serán las amistades, las lecturas o la propia revelación cotidiana quienes se comporten como ese “diablo” encargado de iluminar y servir nuevos puntos de vista a quien todavía está en una primera etapa de florecimiento vital. Un escenario en construcción que paulatinamente irá acumulando episodios destinados a cuestionar aquellas rectas enseñanzas de comportamiento reproducidas entre cruces y mantenidas a salvo por la inoculación de la culpa.

La finalidad de “Helada en mayo” no persigue la abdicación de las creencias religiosas, al contrario, su compromiso es con el respeto colectivo, el que permite elegir -o rechazar- libremente las adscripciones personales. Porque nada tiene de malo crear cada uno su propio cuento de hadas, el problema nace cuando este pretende hegemonizar la interpretación de la realidad, condenando al infierno a todos aquellos que no se plieguen a sus dogmas. Entonces, la salvación no es más que la ofrenda de un intransigente censor.