Transitar

Hablamos de los periodos de transición como si fueran excepcionales, pero podríamos pensar que es justo al revés, que vamos en un tren que se mueve constantemente y que, de vez en cuando, hace una parada en alguna estación o apeadero. Para hacer más manejable la vida y entendernos un poco mejor, añadimos temporalidad, y le sumamos una serie de eventos asociados, sentimientos, etc. «Ya tengo 40, 50, 60 años, ya es hora de…», «una vez que tienes hijos ya no…», o «llevo veinte años de carrera profesional, ¿cómo voy a cambiar ahora?», son frases que tratan de manejar cognitivamente, con pensamientos, creencias y planificaciones, algunos procesos de cambio que nacen entre bambalinas, que son primero cambios sentidos y después cambios pensados. Por supuesto que necesitamos darle forma a todo ello, pero a veces nos gustaría evitar lo imprescindible.
En este sentido, los cambios importantes empiezan por una sensación de inadecuación, algo ya no sirve. Quizá lo hacía pero ya no, y no porque no tenga valor en sí, sino porque puede que hayamos cambiado nosotros, nosotras. Puede que entonces intentemos esforzarnos más, aguantar más, darle una vuelta; y, a veces, con eso basta, la incomodidad necesitaba solo un ajuste, nada tan grandilocuente; pero otras, esos ajustes son insuficientes y la incomodidad solo crece y crece, generando un estado de confusión transitorio.
No ‘nos entendemos’, incluso nos molesta o asusta reconocer ese sentimiento. En ese punto, estamos intuyendo el duelo que ya asoma, la certeza sentida, pero aún no pensada, de que ya nuestro cuerpo y parte de nuestra mente necesita actuar, irse. Al mismo tiempo, también allá entre las bambalinas de la mente, en el inconsciente, se va cocinando la hoja de ruta, ‘¿hacia dónde?’. Es como si, cognitivamente, una vez que nos damos cuenta de que todo esto está en marcha, quisiéramos coger una rama sin haber soltado la otra, pasar de un escenario estable a otro, sin atravesar el aire que separa dichas ‘ramas’. Es entonces cuando confiar es importante.
Confiar primero en la mutabilidad de la vida, como una invitación a crecer y, después, como hacen los monos, confiar en los propios músculos, en el instinto y en la vista, y quizá en la experiencia de saltos anteriores. Confiar no es un acto de fe, no tiene que ver con cerrar los ojos en el aire y esperar a estamparse con el siguiente árbol para abrirlos, no. Confiar es reconocer los recursos como algo estable en nosotros, en nosotras, en medio de la transición. Confiar en las personas, en los vínculos que también nos ‘soplan’ desde abajo para ayudarnos a estar en el aire, en la creatividad propia para resolver lo que sea que haya que resolver en ese nuevo ‘árbol’ que no conocemos pero que se parecerá en algunas cosas al anterior. En definitiva, confiar en el vuelo, porque el vuelo no está hecho para que nos matemos, no seríamos animales saltadores si en nuestra naturaleza no hubiera una capacidad innata de adaptación, de riesgo y de creatividad. Estaríamos, como los líquenes o las plantas, siempre anclados a una superficie fija. Pero no, saltamos. Y, mientras lo hacemos, en el aire, en el salto que cada cual esté, todo lo que existe es ese momento, y nuestras energías necesitan estar ahí, para no calcular mal, pero, aún así, podemos vivir las transiciones no como un lapso ajeno a nosotros, sino todo lo contrario. Ahí, en el aire, quizá somos más quienes somos, ajenos a las expectativas por venir y a la historia que se va.
Navidades invertidas

«Ser los más salvajes tiene su belleza, y yo ahí me siento muy cómodo, porque es coherente con lo que pienso, digo y hago»

Mantala jantzi, ondarea gal ez dadin

La mercantilización de la menopausia

